La legión olvidada (56 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

BOOK: La legión olvidada
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Como sabía que el comentario podía muy bien ser cierto, la ira se apoderó de Fabiola. Sin pensar, levantó la daga y pinchó a la pelirroja en el cuello. Resultaba gratificante ver los ojos aterrorizados de Pompeya. Pero Fabiola seguía resistiéndose a matarla. Respiró profundamente para intentar tranquilizarse. Tenía que haber otra forma.

Pompeya notó que tenía una oportunidad.

—Mátame y te ejecutarán —le espetó—. Ya sabes cómo es Jovina.

No se dio cuenta, pero el comentario fue su sentencia de muerte.

La historia de una prostituta que había intentado matar a la vieja madama hacía varios años era bien conocida. Primero la habían torturado con hierros candentes y después la habían dejado ciega. Por último, la desgraciada mujer fue crucificada en el Campo de Marte ante toda la gente del Lupanar. La historia mantenía a todos los esclavos a raya. A casi todos.

Fabiola supo entonces que no había ninguna otra manera. Pompeya era tan retorcida y tenía tanta maldad que nunca podría confiar en ella. Tendría que seguir adelante con el plan. Al mirar la cabeza de serpiente que estaba en el suelo, se endureció. No habría misericordia para ella.

—Tonta —dijo Fabiola con voz queda—. Jovina cree que estoy en la cama con dolor de estómago.

Pompeya abrió la boca, pero la cerró acto seguido.

—Y Vettius ha hecho todo lo posible por
acabar
con los matones de los
collegia
, pero un hombre solo contra ocho lo tiene difícil.

Aterrorizada, la pelirroja miró al portero.

Vettius sacó el
gladius
, se encogió de hombros de manera elocuente y se pasó el filo de la espada por el antebrazo izquierdo. La larga herida sangró y él sonrió de dolor.

—La madama necesitará pruebas de que me han atacado —dijo con suavidad—. Cuando regrese chocaré contra un par de columnas para que resulte más convincente.

Pompeya se dio cuenta de que su suerte estaba echada y gritó. Fue un gesto inútil. No había ninguna posibilidad de que alguien acudiese en su ayuda. Muy pocos ciudadanos eran tan valientes como para intervenir en disputas callejeras, mucho menos para adentrarse en callejones diminutos. Avanzó unos pasos dando traspiés y después retrocedió.

No había escapatoria.

Vettius bloqueaba un extremo del callejón, Fabiola estaba en el otro. Los dos la miraban con frialdad, con determinación.

La pelirroja abrió la boca para gritar otra vez. Fue la última cosa que hizo.

Fabiola corrió hacia Pompeya y le cortó el cuello con la daga. Retrocedió con rapidez cuando la sangre le brotó a chorros de la herida. Con una expresión de asombro que le distorsionaba las facciones, Pompeya se desplomó silenciosamente en el suelo de tierra y rodó hasta acabar boca abajo entre Fabiola y el gigantesco portero. A su alrededor se formó un charco de sangre.

—Mi hermano está vivo. —Fabiola se aferró a esa esperanza y escupió al cadáver. «Así debe de haberse sentido Romulus en la arena», pensó. «Mata o te matarán.» Así de sencillo.

Vettius estaba sobrecogido. Siempre había sabido que Fabiola era inteligente y bella, pero ahora tenía una prueba fehaciente de su crueldad. No era una mujer indefensa necesitada de protección. Era alguien a quien seguir: alguien que le dirigiría. La voz de Fabiola le devolvió a la realidad.

—Voy a vendarte la herida antes de que pierdas demasiada sangre. —Fabiola sacó un trozo de tela y le vendó el brazo a Vettius, que sonrió y le dio las gracias; ella se inclinó y le besó la mejilla. Los unía un vínculo secreto.

—Espera aquí un poco. Necesito tiempo para regresar sin que me vean.

Vettius asintió con la cabeza.

—Haz mucho ruido cuando llegues —le ordenó Fabiola—. Así podré levantarme de la cama enferma y oír cómo le cuentas a Jovina lo que le ha sucedido a la pobre Pompeya.

—Sí, señora.

Hasta más tarde Fabiola no se dio cuenta de que el portero la había llamado «señora».

Ahora era su seguidor, no el de Jovina.

Jovina no tuvo gran cosa que decir cuando Vettius entró dando tumbos y ensangrentado en el burdel. Su relato fue muy convincente y, como no quería más problemas, la madama inmediatamente prohibió a todas las prostitutas que saliesen del burdel hasta nueva orden.

La satisfacción de Fabiola por haberse deshecho de Pompeya y de sus amenazas no duró mucho. El mordaz comentario de la pelirroja sobre la muerte de Romulus había calado más hondo en ella de lo que creía, y la preocupación consumía a Fabiola día y noche. Sus oraciones a Júpiter eran incluso más fervientes. Hasta entonces las noticias sobre el este habían sido bastante alentadoras: en la ciudad se oían innumerables historias sobre escaramuzas de poca importancia y las riquezas que Craso había sacado de las ciudades por las que había pasado. Fabiola intentaba utilizar esas historias para calmar sus temores por Romulus. Si no había batallas importantes, el riesgo de que muchos soldados muriesen se reducía. Pero en Roma todo el mundo sabía que Craso no se iba a conformar con una mera intimidación. Estaba empeñado en conseguir algo: el éxito militar.

Y todo el mundo sabía que su objetivo era Partía.

A Fabiola le entraron náuseas sólo de pensarlo.

La situación empeoró cuando llegaron a Roma las noticias sobre la aplastante derrota de Carrhae. Longino había llevado a la Octava cruzando el Eufrates a un lugar seguro, y se consideró que su veteranía como oficial era suficiente para confiar en la veracidad de su informe. Publio y veinte mil soldados habían muerto, diez mil habían caído prisioneros y se habían perdido siete águilas. Y, por si fuese poco, Craso era un prisionero indefenso en Seleucia. El triunvirato había quedado reducido a dos miembros.

Aunque probablemente las noticias agradaron a Pompeyo y a César, para Fabiola fueron devastadoras. Seguro que Romulus estaba entre los muertos. Pero, aunque no fuera así, nunca lo volvería a ver, pues estaría perdido en el salvaje este. Desde su llegada al Lupanar, Fabiola había ocultado sus sentimientos a todo el mundo, pero la horrible certeza de la suerte de su hermano había roto algo en su interior.

Durante semanas consiguió esconder su tristeza a todo el mundo, incluso a Brutus. Reía, sonreía y complacía a sus clientes con su acostumbrada gracia, pero la pena que llevaba dentro no conocía límite. En lugar de mejorar con el tiempo, empeoró y se convirtió en una profunda e inconsolable melancolía. Su madre hacía mucho tiempo que había muerto, una víctima sin nombre de las minas de sal, y ahora Romulus se había reunido con ella. Cada vez le resultaba más y más difícil mantener la compostura. La inteligente muchacha empezaba a perder la voluntad para seguir adelante.

«¿Qué sentido tiene vivir? No soy nada. No soy nadie. Una prostituta —pensó con amargura—. Una esclava sin familia, aparte del cabrón que nos engendró.» Y aunque la perspectiva de vengarse del noble que había violado a su madre todavía le atraía, sabía que se trataba de una búsqueda inútil. La única pista que Fabiola tenía era la estatua de César que había visto en casa de Maximus. Los rescoldos de su deseo de venganza la ayudaban a seguir trabajando como una autómata, constantemente obsesionada por Romulus. Por cómo Gemellus lo había llevado a rastras al
ludus
. Por lo poco que había faltado para que se encontraran la noche de la pelea a la entrada del Lupanar. Por cómo podría haberle localizado más rápido si hubiese tenido a Memor como cliente antes. El sentimiento de culpa la atormentaba de la mañana a la noche.

La llegada de una nueva muchacha de Judea al burdel le pareció una buena oportunidad para averiguar dónde había muerto Romulus. Una forma de empezar a hacer aflorar la tristeza. Sin embargo, las historias sobre el desierto oriental eran aterradoras: el calor abrasador, la falta de agua, los mortíferos arcos de los partos. La imaginación de Fabiola se desbordó con vividas imágenes, cada vez más truculentas. Empezó a dormir mal y a tener pesadillas. Al poco tiempo, comenzó a tomar mandrágora para conciliar el sueño por las noches.

Un día, bien entrada la mañana, Fabiola todavía estaba en la cama para evitar tener que enfrentarse al mundo. Llevaba dos meses sumida en ese estado depresivo. A pesar de que Jovina le había ofrecido un dormitorio mejor, ella había preferido quedarse en la diminuta habitación que le habían asignado el primer día de su llegada al burdel. Le resultaba reconfortante. Sus vestidos preferidos colgaban en perchas de hierro y los frascos de maquillaje y de perfume estaban encima de una mesita baja al lado de los vestidos. En un rincón tenía un pequeño santuario con una imagen de Júpiter rodeada de docenas de velas votivas. A lo largo de los años, Fabiola había pasado incontables horas arrodillada ante la imagen, rezando por su familia. También había sido generosa en sus donaciones para el inmenso templo de la colina Capitolina.

Pero todos sus esfuerzos habían sido en vano.

Romulus y su madre habían muerto.

Que Fabiola supiera, no tendría clientes habituales hasta la noche. Era un pequeño consuelo, pues había dormido poco por culpa de una pesadilla en la que un parto atravesaba a Romulus con la espada. Todavía no había podido quitarse la imagen de la cabeza.

—Romulus. —Bajó la cabeza y dejó que una lágrima se le formase en el ojo. La siguieron otra y otra más. Y entonces la presa se rompió. La pena se apoderó de ella y empezó a sollozar, dejó aflorar grandes oleadas de angustia que surgían de lo más hondo de su alma. No había llorado desde el primer día en el burdel. Ahora no podía parar.

Lloró por su madre. Por Romulus. Por la pérdida de su inocencia. Incluso por Juba, que siempre había sido amable con ella.

Un suave golpe en la puerta la sobresaltó.

—¿Fabiola? —Era la voz de Docilosa.

Fabiola tragó saliva y se secó los ojos con el borde de la sábana.

—¿Qué pasa?

—Brutus está aquí. Quiere verte.

Su amante no tenía que visitarla hasta al cabo de dos días. ¿Cómo iba a fingir que estaba contenta? ¿En esos momentos?

Docilosa abrió la puerta y observó el interior de la habitación. Echó un vistazo al pasillo, entró y cerró la puerta sin hacer ruido.

Durante los últimos cuatro años, la mujer madura había demostrado ser de fiar en muchas ocasiones. Le había hecho recados, había comprado artículos fuera del Lupanar y le había contado las cosas que averiguaba de Jovina. Fabiola había acabado confiando en Docilosa más que en cualquier otra prostituta. Dado que todas competían por ser la más solicitada, no se podía confiar plenamente en ninguna. No desde lo ocurrido con Pompeya.

—¿Qué te pasa? —Docilosa se sentó en la cama y le cogió la mano a Fabiola.

Fabiola sollozó con más fuerza.

—Cuéntame. —La voz de Docilosa era amable pero firme.

Se lo contó todo. Hasta el último detalle, desde la violación de Velvinna hasta las visitas de Gemellus todas las noches. Las prácticas de Romulus con Juba y su venta al
ludus
. Su llegada al Lupanar.

Docilosa escuchó en silencio. Cuando Fabiola hubo terminado, se inclinó y la besó suavemente en la frente. El gesto significó más para la joven que cualquier otro en toda su vida.

—Pobrecita. Has pasado muchas penalidades. —Docilosa suspiró con los ojos ensombrecidos por la tristeza—. La vida puede ser muy dura. Pero continúa.

—¿Y de qué sirve? —preguntó Fabiola desanimada.

Docilosa la agarró del brazo.

—¡Ese guapo noble que está ahí fuera es lo que importa! Brutus haría cualquier cosa por ti. —Le arregló el brillante cabello—. Haría cualquier cosa, tú lo sabes.

Fabiola sabía que las palabras de Docilosa eran ciertas. Brutus era realmente un hombre amable y decente, y ella le apreciaba mucho. Era una tontería poner en peligro la mejor oportunidad que tenía de conseguir vivir fuera del Lupanar.

—Sécate los ojos y vístete —le ordenó Docilosa—. No debes hacerle esperar.

Fabiola ya se sentía mejor y asintió con la cabeza mientras hacía lo que le había dicho. Haber abierto el corazón a una persona comprensiva le había aliviado la pesada carga que llevaba sobre los hombros. Docilosa la ayudó a escoger un vestido de seda escotado y a ponerse un poco de ocre y perfume. Gracias a su hermosa tez, Fabiola todavía no necesitaba aplicarse albayalde.

—Gracias —le dijo cariñosamente.

Docilosa asintió con la cabeza.

—Me recuerdas cómo podría haber sido mi hija.

Fabiola sintió una punzada de culpabilidad. Nunca le había preguntado nada.

—¿Qué le sucedió?

—Me arrebataron a Sabina cuando tenía seis años —contestó Docilosa con voz monótona—. La vendieron a uno de los templos como acolita.

—¿La has vuelto a ver desde entonces?

Docilosa negó con la cabeza. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

Fabiola se acercó y la abrazó.

—Que los dioses te bendigan —susurró.

Docilosa esbozó una ligera sonrisa y recobró la compostura.

—Venga —dijo animadamente—. Está donde siempre.

Fabiola desapareció por el pasillo.

Su amante la esperaba en el dormitorio donde se habían acostado por primera vez. Era el único que Brutus quería utilizar, y a Jovina no le importaba concederle ese privilegio. No abundaban los clientes tan ricos y tan asiduos como el oficial del Estado Mayor.

—¡Qué sorpresa! —Fabiola entró majestuosamente en la habitación y se aseguró de que se le viese bien el escote.

Un fuerte olor a incienso llenaba el ambiente y solamente había dos lámparas de aceite encendidas. La colcha estaba cubierta de pétalos de rosa. Docilosa había preparado bien la estancia a pesar de disponer de poco tiempo.

Brutus se levantó y eso la sorprendió. Normalmente se tiraban directamente en la cama. Se le veía inusitadamente serio.

—¿Va todo bien? —preguntó, un poco preocupada—. No tendría que haber tardado tanto en arreglarme, pero es que hoy no te esperaba.

Brutus sonrió cuando ella le besó.

—No es eso.

—Entonces, ¿qué es? —preguntó Fabiola y entornó los ojos para que no viese que los tenía enrojecidos.

—He hablado con Jovina.

Entonces sí que le prestó atención. Normalmente las conversaciones de Brutus con la arpía no solían durar más de lo que tardaba en pagarle. A él tampoco le caía bien la madama.

—¿Sobre qué?

El no se pudo contener más. Sacó la mano derecha de la espalda.

Fabiola miró un momento el rollo de pergamino que tenía en la mano. Y palideció.

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