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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

La legión olvidada (26 page)

BOOK: La legión olvidada
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—No pierdas la fe en los dioses —dijo, mientras escudriñaba la estrecha franja de cielo azul que resultaba visible entre los edificios que los rodeaban—. No te han olvidado.

Secundus gruñó.

—Me lo creeré cuando lo vea.

A Tarquinius le brillaron los ojos oscuros.

Frente a ellos se abrió la puerta del burdel y un esclavo enorme asomó la cabeza rapada. Cuando le pareció oportuno, abrió el portal de par en par y salió con una porra con tachones metálicos. Le bastó con un último reconocimiento a derecha e izquierda de la calle.

—¡Fabiola! Puedes salir tranquila.

Secundus dio un fuerte codazo a Tarquinius.

—Si es quien creo que es —dijo con mirada lasciva— nos espera un buen regalo.

El arúspice observó entusiasmado cómo una joven morena seguía al portero con un paquete en las manos envuelto en tela. Era realmente hermosa y ni siquiera la sencilla túnica disimulaba su cuerpo esbelto y los pechos generosos.

—Date prisa —la instó el grandullón—. Ya sabes cómo es Jovina.

—Deja de atosigarme, Benignus —dijo la prostituta con una sonrisa—. Pareces una vieja y todavía no lo eres.

Benignus le sonrió de oreja a oreja, mirándola enternecido, y la pareja se encaminó hacia el Foro. Cuando los hombres veían a la espectacular joven giraban la cabeza y le silbaban.

Fabiola los miró unos instantes al pasar y Tarquinius advirtió sus penetrantes ojos azules. Rápidamente bajó la cabeza hacia los adoquines de lava del pavimento porque quería pasar desapercibido. Pero había bastado una mirada para que el arúspice detectara su profunda tristeza. También había sufrido pérdidas. Y tenía una inagotable sed de venganza.

—Menuda belleza, ¿eh? Igualita que Venus —exclamó Secundus—. Lo que daría yo por pasar una hora con ella.

—¿La dejan salir a menudo?

—Una vez al mes, aproximadamente. Siempre lleva algo. —Secundus se frotó la barba incipiente encanecida—. Siempre sale con uno de los porteros.

—Probablemente vaya a entregar dinero a alguno de los banqueros del Foro.

—No será la recaudación —dijo el veterano—. Jovina contrata a media docena de ex soldados el día que la saca. —Se le encendió la mirada—. Sale con un enorme cofre acorazado y lo coloca en una litera. Uno de sus matones se sienta encima durante todo el trayecto hasta el banco.

—Entonces serán sus ahorros —comentó Tarquinius—. Debe de ser una de las prostitutas más solicitadas.

—No me extraña —dijo Secundus con nostalgia.

—¿No tienes esposa? —preguntó el etrusco.

Secundus negó con la cabeza.

—Murió de disentería hace cinco años. Ahora no me quiere nadie. —Agitó el muñón con amargura.

—¡Ven conmigo! —le instó Tarquinius dándole una palmada en la espalda—. Un poco de vino te animará.

Fue fácil convencer al veterano, y Tarquinius se lo llevó, entusiasmado por ir a la taberna cercana que había descubierto el día anterior. La pareja dejó su puesto habitual y caminó en la misma dirección que la prostituta y su acompañante. Tarquinius se aseguró de que la taberna que visitaban estuviera cerca de los puestos de prestamistas de las basílicas del Foro. Cualquier información sobre la bella joven podría resultarle de utilidad.

Algo hacía pensar al arúspice que la mujer era importante.

No sólo para su futuro sino para el de Roma.

Ver a Fabiola resultó ser una de las cosas más interesantes que le sucedió ese día. Y esa semana. Tarquinius se pasó sentado en el mismo sitio del amanecer al atardecer, charlando con Secundus y alejándose apenas para hacer sus necesidades en los diminutos callejones que desembocaban en la calle. No apartaba nunca la mirada del portal en arco que tenía enfrente. Los clientes entraban y salían; los esclavos iban a comprar encargos de comida. A veces Jovina se aventuraba al exterior para hacerse cargo de asuntos privados. Tarquinius observaba a la madama de forma subrepticia y se fijó en sus ojos vivos y en la gran cantidad de joyas caras que le engalanaban las manos y los brazos. En un mundo predominantemente masculino como era el romano, aquella mujer tenía unas aptitudes claramente extraordinarias. Lo había confirmado preguntando en varios bares locales. Gracias a la amplia variedad de clientes y su dedicación a satisfacer sus deseos, Jovina era una mujer respetada. También parecía tener influencia en muchos círculos. «¡La mitad del Senado ha visitado el Lupanar! —le había dicho riendo un posadero—. Tiene unas chicas increíbles. Deberías probarlo alguna vez.» Tarquinius se había marchado excusándose educadamente mientras se le disparaba la imaginación.

A pesar del impresionante abanico de clientes, nada le había indicado todavía por qué sus adivinaciones siempre revelaban que el Lupanar era un lugar importante. Cada pocos días Tarquinius sacrificaba una gallina en el templo de Júpiter del monte Capitolino. Y cada vez la lectura era la misma: el burdel resultaba crucial para su pasado. Y para su futuro. El etrusco era consciente de que Rufus Caelius, su antiguo amo, tenía algo que ver en ello. Por lógica, eso significaba que el pelirrojo aparecería en el Lupanar tarde o temprano. Lo que no alcanzaba a entender era por qué un burdel de lujo iba a repercutir en su futuro cuando se hubiera vengado de Caelius.

A no ser que guardara relación con Fabiola.

—¿Tienes alguna dienta? El prestamista se pasó los dedos por los labios gruesos mientras miraba a Tarquinius con expresión especuladora.

—A lo mejor —contestó. Era obvio que al griego, un hombre bajito, gordo y arrogante, le divertía la pregunta—. ¿Te interesa alguna mujer en concreto?

—Una joven llamada Fabiola —respondió el arúspice—. Morena. Esbelta. Muy guapa.

El griego volvió a sonreír complacido y se recostó en la banqueta mirando a los dos guardaespaldas, un par de ex gladiadores musculosos.

—¿Conocemos a alguien que encaje con esa descripción?

—Recordaría a una mujer así —respondió uno, haciendo un gesto obsceno.

El segundo se rió burlón.

Tarquinius había previsto tal reacción.

—Un hombre podría pagar bien por esa información —declaró con voz queda.

El griego entrecerró los ojos y observó al arúspice intentando averiguar los motivos de la pregunta y lo lleno que tenía el portamonedas.

A los ocupantes de los enormes mercados cubiertos del Foro los rodeaba el bullicio de otra jornada normal. Pocos miraron dos veces a Tarquinius; no era más que otro ciudadano al que la suerte no le sonreía y necesitaba un préstamo.

El etrusco esperó. El silencio era un arma poderosa.

El prestamista descubrió sus cartas.

—Con cien sestercios a lo mejor me viene a la memoria.

Tarquinius se rió y se dio la vuelta para marcharse.

—¡Espera! —Había hecho un cálculo demasiado optimista—. Cincuenta.

Dejó caer doce denarios en la mesa baja que los separaba. Eran dos sestercios menos de lo que le había pedido, pero el griego no estaba para rechazar clientes.

Las monedas de plata enseguida quedaron a buen recaudo.

—Es una prostituta —afirmó con desdén—. Es propiedad de esa vieja bruja que regenta el Lupanar. ¿Lo conoces?

Tarquinius asintió.

—¿Qué más?

—Viene aquí una vez al mes a depositar las propinas. Va acompañada de un tonto descerebrado como estos dos. —Meneó la cabeza con desprecio para indicar a los hombres que tenía detrás.

Los dos luchadores arrastraron los pies, enfadados, pero no se atrevieron a hablar. Un trabajo como el suyo estaba bien pagado y era difícil de encontrar.

—¿Alguna vez ha mencionado a su familia? —preguntó el arúspice—. ¿O amigos?

El griego torció el gesto.

—Es una puta esclava. ¿A quién le importa?

Tarquinius se le acercó más y lo taladró con la mirada.

—A mí.

El prestamista notó que le sudaban las palmas de las manos.

—¿Y bien?

El griego tragó saliva. Sus hombres podían deshacerse fácilmente de aquel desconocido problemático; romperle unos cuantos huesos si se lo ordenaba. Pero por algún motivo que no era capaz de explicar, le parecía mala idea.

—Una vez mencionó algo sobre ahorrar para comprar la libertad de su hermano —reconoció el prestamista a regañadientes—. Lo vendieron al Ludus Magnus.

Tarquinius había oído hablar de la escuela de gladiadores más importante de Roma. Sonrió. Al final la relación con el Lupanar no resultaba ser una pista falsa.

El hermano de Fabiola era gladiador.

Se quedó mirando a los tres hombres un buen rato con expresión dura y se marchó.

El griego farfulló un insulto contra el arúspice y relegó al olvido el incidente. No tenía ningún interés en recordar aquel breve encuentro. Había entrevisto a Hades en los ojos de aquel desconocido.

Tarquinius se marchó a grandes zancadas, de muy buen humor, recordando las palabras de Olenus. Todo empezaba a cobrar sentido.

«Entablarás amistad con dos gladiadores.»

Los dioses siguieron sonriendo a Tarquinius.

Al atardecer del día siguiente, Secundus se disponía a ir a buscar comida. La mayoría de las noches se gastaba la recaudación en un pedazo de cerdo asado y unas cuantas copas de vino agrio en una de las toscas tabernas repartidas por las calles de la ciudad.

—Ven conmigo —le instó, dando un golpecito al único recuerdo de su carrera en el ejército: una
phalera
[14]
de bronce que siempre llevaba colgada de la túnica—. Todavía no te he acabado de contar cómo gané esto.

Tarquinius sonrió. La brisa cálida le indicaba que se quedara allí.

—¿Adonde vas? —preguntó.

—A la taberna de mala muerte que hay en la esquina de la siguiente calle. Ya sabes cuál es. —Secundus frunció el ceño—. Siempre y cuando no haya demasiados matones de los
collegia
atizándose los unos a los otros. En tal caso iré a la que está al lado del Foro Olitorio.

—Guárdame sitio —dijo el etrusco—. No tardaré.

El veterano manco sabía que era mejor no preguntar a su amigo por qué quería quedarse a la puerta del Lupanar. Todas sus preguntas discretas habían obtenido el silencio como respuesta. Y como el comerciante rubio seguía pagándole diez sestercios al día, hacía tiempo que Secundus había decidido que era mucho mejor obrar con discreción que con curiosidad. Asintió y enrolló la manta con gesto experto con una sola mano.

—Hasta luego.

El ex soldado desapareció enseguida en la penumbra, con una mano agarrada al puñal envainado que llevaba colgado del hombro izquierdo con una correa. Las personas decentes empezaban a abandonar las calles y los indeseables que se amparaban en la oscuridad las sustituían.

A Tarquinius no le asustaba quedarse solo. Y los maleantes de la zona no se atrevían a enfrentarse a un desconocido menudo como él. Cuando una semana antes cuatro de ellos le habían atacado, habían recibido una lluvia de golpes tan rápidos que ninguno de los supervivientes había sabido explicarse lo sucedido con posterioridad. Un matón había caído al instante con un corte en el cuello que no paraba de sangrar. Mientras sus compinches lo miraban consternados, el arúspice le había abierto el pecho a otro con el
gladius
. Un tercero había sufrido una herida grave en el muslo izquierdo, por lo que sólo uno había resultado ileso. Tarquinius no se había hecho ni un rasguño y los ladrones le evitaban cuando se cruzaban con él por la calle.

El etrusco se apoyó en la pared ajustándose la
lucerna
, una capa ligera y abierta por ambos lados con capucha. Aflojó el
gladius
en la vaina para tenerlo cerca de la mano derecha. Su espera estaba a punto de concluir. Tarquinius lo presentía.

Al cabo de poco tiempo el parpadeo de las antorchas fue haciéndose visible en la oscuridad, acompañado por el ruido de voces de borrachos. Cinco nobles con toga, precedidos de esclavos imponentes armados con porras y puñales, se acercaban tambaleándose al Lupanar. Era una imagen habitual. Tras pasar el día en el ambiente enrarecido del Senado, a los políticos les gustaba relajarse tomando vino. Y luego ir de putas.

Tarquinius se puso la capucha. No era un grupo de sanadores cualquiera: el asesino de Olenus se encontraba entre ellos.

Notó que la rabia contenida bullía en su interior, pero el arúspice respiró hondo para mantener la calma. Aquél no era el momento de perder los nervios. Alzó la vista un par de veces mientras el grupo se le acercaba. La escasez de luz significaba que no sería capaz de reconocer a nadie hasta que los tuviera prácticamente encima.

—¡Venga ya, borrachos! —gritó uno de los nobles—. ¡Llevo todo el día esperando para llegar aquí!

—Más vale que este sitio valga la pena —masculló otro.

Tarquinius se envaró al reconocer la voz. Levantó la cabeza con cuidado y miró las siluetas que tenía ya a escasos metros. Pero ninguno de los équites lo miraba: atisbaban con lujuria por la puerta entreabierta del Lupanar.

—Echa un vistazo, Caelius —dijo el más cercano—. No te llevarás una decepción.

El etrusco observó a un hombre bajo y robusto, con el pelo entrecano todavía rojizo, abrirse paso para mirar a las prostitutas que podían verse en la recepción del burdel. Era Caelius. Mayor y un poco más gordo, pero el mismo cabrón que había cambiado la vida del arúspice para siempre hacía quince años. Sin querer, Tarquinius dejó escapar un suspiro.

Entonces uno de los esclavos le echó un vistazo superficial. No le inquietó lo que vio. Una forma menuda envuelta en una capa vieja. Probablemente fuera un leproso. Nada que seis hombretones no pudieran dominar.

Comentando quién quería qué tipo de chica y para qué, los nobles cruzaron el portal y desaparecieron de su vista. Los esclavos se quedaron esperando fuera a que los amos saciaran su apetito. Tarquinius se estremeció. Era inevitable llamarles la atención, pues era el único mendigo que quedaba en la calle. Y, de todos modos, eran demasiados como para atreverse a atacar a Caelius. A Tarquinius no le importaba. No era el momento.

Con el
gladius
recogido en un pliegue de la capa, se levantó con torpeza fingiendo cojear. Nadie lo miró siquiera cuando se internó en la oscuridad arrastrando los pies.

Uno de los callejones estrechos de la zona le serviría de escondrijo hasta que Caelius y sus amigos salieran. Sería fácil seguir a los équites a casa. Cuando Tarquinius supiera dónde residía el noble arrogante, él y Secundus harían guardia noche y día. Escogerían el momento adecuado para atacar. El arúspice sonrió y rezó una oración de agradecimiento. Los muchos años de espera y recuerdos estaban a punto de concluir. Olenus sería vengado. En breve.

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