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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

La legión olvidada (38 page)

BOOK: La legión olvidada
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La sola mención de Seleucia produjo escalofríos a Brennus. «Ningún alóbroge había viajado hasta tan lejos —pensó—. ¿Es ahí donde terminará mi viaje?»

Siguieron corriendo y pasaron delante de un grupo de oficiales de alto rango agrupados en torno a un hombre bajo y fornido en el exterior de uno de los campamentos. Ni uno solo miró a los tres soldados que pasaban. La luz del sol se reflejaba con intensidad en el peto dorado de la figura central.

Craso estaba planeando la campaña.

—Nuestro destino está en sus manos —afirmó Romulus.

—Ya está decidido —declaró Tarquinius—. Nuestros destinos no están unidos para siempre. Y el destino de Craso es suyo.

Romulus aligeró el paso. Ya se había hablado demasiado sobre malos augurios y mala suerte. Todo lo que quería hacer era esforzarse al máximo físicamente y olvidar todo lo demás un rato. Sus amigos le guiarían cuando lo necesitase. A pesar de las predicciones de Tarquinius sobre las carencias del ejército, resultaba difícil imaginar cómo un ejército de semejante envergadura podía fallar.

19 - Fabiola y Brutus

Han pasado más de catorce meses…

El Lupanar, Roma, primavera del 53 a. C

Durante la eternidad que había pasado desde que Gemellus vendiera a Fabiola, ésta se había convertido en una mujer de extraordinaria belleza. Melena morena, lacia y brillante, que le caía hasta la cintura de avispa. Penetrantes ojos azules que cautivaban a todo aquel que los mirase más de un segundo. Una nariz ligeramente aquilina que imprimía personalidad a su impresionante belleza. Sus senos generosos y su sinuosa figura recordaban a los hombres la diosa Venus.

Fabiola no llevaba mucho tiempo en el Lupanar cuando ya se había corrido la voz de su increíble habilidad para dar placer. Tras la primera visita de Brutus, Jovina decidió bajar ligeramente el precio de su nueva chica, una jugada que le había reportado grandes beneficios. A pesar del tremendo gasto, enseguida se convirtió en la prostituta más solicitada del burdel.

La vieja madama empezó a ganar una fortuna sólo con Fabiola. En seis meses ya había amortizado sobradamente la hábil compra que le había hecho a Gemellus. En un gesto impropio de ella, Jovina incluso había dejado que Fabiola se quedase un porcentaje ligeramente superior al de las otras mujeres. Pero el ama seguía siendo más lista que el hambre. Fabiola no podía salir sin compañía, ni tampoco se mencionaba la posibilidad de manumisión.

Entre sus clientes había ricos comerciantes, políticos y también oficiales del ejército: hombres de todos los escalafones de la clase gobernante. Gracias a su hechizo, muchos veían a Fabiola como mínimo una vez a la semana y le regalaban caros perfumes, vestidos y joyas. Los regalos siempre eran bien recibidos, sobre todo el dinero, que guardaba cuidadosamente en una caja de hierro. Todos los meses, Benignus o Vettius la acompañaban al Foro. Allí, Fabiola confiaba el dinero a los prestamistas griegos para sacarle un pequeño interés. La única forma que veía de abandonar el Lupanar era acumular riqueza, y su principal ambición seguía siendo la de irse. Fabiola raramente retiraba dinero, a no ser que lo necesitase para comprar información sobre Romulus.

Desde aquella noche fatídica en la que Fabiola no había podido ver a su hermano mellizo en el exterior del burdel, no había dejado piedra sin remover en su busca. Sin embargo, no había ni rastro de Romulus. La única esperanza de Fabiola era no haber podido averiguar gran cosa sobre los integrantes de la escuela de gladiadores. Sólo había cuatro en la ciudad y sólo uno de los propietarios de los
ludi era
cliente habitual del Lupanar. Estaba segura de que Romulus no se encontraba, ni jamás había estado, en el Ludus Dacicus. Su
lanista
, bajo y calvo, estaba tan encaprichado con Fabiola que se lo había explicado prácticamente todo de cada luchador que había cruzado las puertas de su escuela. Y aunque sabía que era posible que su hermano hubiese huido de Roma hacía tiempo, deseaba averiguar algo, lo que fuera, sobre lo que le había sucedido.

Fabiola dominaba el arte de la paciencia. Costara lo que costase, esperaría hasta tener la oportunidad de averiguar la suerte de su hermano.

Sorprendentemente, su popularidad le había granjeado pocas enemistades entre las prostitutas. Desde el primer día, Fabiola había decidido deliberadamente ser simpática con las otras: les pasaba clientes, les compraba regalos, las ayudaba cuando enfermaban. A algunas les molestaba el meteórico ascenso de la belleza, pero no decían nada. Fabiola caía bien a los porteros, a los cocineros e incluso a la madama. También había entablado una discreta amistad con Docilosa, a quien consideraba una persona leal y reservada.

Cuando una de las chicas tenía varios clientes habituales, se cuidaba de que no coincidiesen. Si era posible, planificaban las horas de visita para que nadie sospechase de la existencia de su rival. Se trataba de una de las estrictas normas de Jovina. Los celos por las chicas más populares ya habían sido motivo de derramamiento de sangre antes y ese tipo de cosas resultaba muy perjudicial para el negocio.

Fabiola, que se había percatado de la ventaja obvia de esta norma, se ceñía rigurosamente a ella. Más de un cliente se había mostrado celoso por la mera idea de que viese a otros hombres. Si pretendía utilizarlos cuanto pudiera, potenciando al máximo su posición de poder, los clientes tenían que relajarse en el momento que cruzaban la puerta del Lupanar. Fabiola ya no era una simple prostituta. Ayudada por su inteligencia natural, había madurado con rapidez. El placer sexual era sólo una parte de la experiencia. Era una experta en el masaje de los músculos contraídos, en lavar la suciedad diaria, en dar de comer sabrosos bocados y en conversar. En su compañía, el cliente se sentía el hombre más importante del mundo. De lo que no se daba cuenta era de la cantidad de información que la bella muchacha obtenía en cada visita.

Fabiola estaba al tanto de las tendencias del momento. El conocimiento era poder y un posible modo de escapar de la vida que secretamente detestaba. Su influencia sobre hombres ricos y poderosos era algo que podía ayudarla a conseguirlo. Aprender cómo los senadores, los miembros de la magistratura y del ejército se trataban y negociaban entre sí era fascinante. Cuando era esclava de la casa de Gemellus, Fabiola no tenía ni idea de lo que pasaba en el mundo ni de cómo estaba gobernada Roma. Tras innumerables horas en compañía de los hombres que controlaban la República, lo entendía a la perfección.

Desde hacía más de cinco años Pompeyo, Craso y César disfrutaban del dominio en los reinos del poder. Los tres cónsules habían compartido cuidadosamente los mejores cargos mientras corruptos équites se quedaban con el resto. Un pequeño número de políticos, entre ellos los senadores Catón y Domitio, se habían mantenido leales al ideal original de la República, según el cual ningún hombre debía ejercer el poder supremo. Pero en absoluta minoría raramente conseguían ralentizar el declive inexorable de la influencia del Senado.

El triunvirato mantenía inteligentemente a las masas ignorantes y contentas con frecuentes combates de gladiadores y carreras de caballos. Esto había supuesto la afluencia masiva a Roma de los pobres de zonas rurales, lo que había creado una demanda todavía mayor. Con el colosal aumento de las importaciones de trigo de Egipto, los precios se habían disparado y las fincas agrícolas italianas se resentían. La mayoría de los campesinos sin tierra llegaba a las ciudades, donde exigía más comida y diversión.

Desesperados por encontrar empleo, muchos se alistaban en el ejército deseosos de acatar cualquier orden de los líderes. En lugar de responder ante el Senado, las legiones eran leales a generales como César y Pompeyo. Los romanos estaban cada vez más preparados para luchar entre sí. La situación no tenía nada que ver con la época en que los campesinos servían todos los veranos en el ejército de la República. La democracia, que se había mantenido durante cinco siglos, estaba siendo furtivamente erosionada. Si los clientes de Fabiola tenían razón, que el triunvirato intentase hacerse con el control absoluto no era más que cuestión de tiempo. El equilibrio de poder se inclinaba hacia un lado o hacia otro según los acuerdos y alianzas establecidos o rotos entre los tres rivales.

Nadie sabía quién iba a ser el triunfador.

Aunque Fabiola no había tenido tanta suerte como para atrapar a uno de los miembros del triunvirato, había varios posibles candidatos para lograr su objetivo final: que un cliente le comprase la libertad. Como amante de un noble rico tendría la posibilidad de buscar a Gemellus y de averiguar quién era su padre. Fabiola todavía no había escogido a ese cliente. Era un asunto que requería una planificación cuidadosa. La decisión cambiaría su vida en más de un aspecto.

Uno de los más probables era Decimus Brutus. Cada año crecía la popularidad de Julio César y lo mismo sucedía con la de sus aliados más cercanos. Las excepcionales tácticas y victorias del general en situaciones adversas llenaban de cotilleos las termas, los mercados y los burdeles de Roma. Incluso se contaban historias de las victorias de Brutus sobre tribus como la de los vénetos.

Fabiola estaba contentísima.

Enviado a casa por César para hacer campaña en su favor y conservar el apoyo de los senadores y los équites, el hombre que había desvirgado a Fabiola había regresado de la Galia dos años después para quedarse. Tras visitar el Lupanar con regularidad cada vez que estaba en Roma, el oficial del Estado Mayor se había encaprichado totalmente de Fabiola. Todas sus necesidades y lodos sus deseos quedaban satisfechos y las conversaciones íntimas que él le daba a cambio valían mucho más que las de todos sus otros clientes juntos. Para Fabiola eran una ventana abierta a los pensamientos de un genio militar como no se había visto en varias generaciones.

—Qué líder —decía efusivamente Brutus—. El mismo Alejandro se hubiese sentido orgulloso de conocer a Julio César.

—¡Qué devoción! —Fabiola le acarició el brazo con sus largas uñas—. ¿Y se la merece?

—Por supuesto. —Los ojos de Brutus brillaban de orgullo—. Tendrías que haberle visto el pasado invierno en la Galia. Una noche durmió entre sus hombres sobre la tierra helada envuelto en su capa. A la mañana siguiente, cambió por completo el resultado de la batalla contra los eburones. ¡Sesenta mil miembros de la tribu contra siete mil legionarios! La derrota era inminente hasta que César se colocó en primera línea. Se empapó de sangre enemiga. Ordenó a sus hombres que atacasen y logró que esos salvajes se batiesen en retirada.

Consumada experta en su trabajo, Fabiola dio un grito ahogado de supuesto asombro. No le gustaban la guerra ni el sufrimiento que ésta causaba. Brutus estaba tan entusiasmado que ni siquiera se dio cuenta.

—¿Cómo es? —le preguntó despreocupadamente, preguntándose si alguna vez César visitaría el Lupanar—. No es gordo como Pompeyo, ¿verdad?

Brutus se rió.

—¡Delgado como un palo! —Frunció el ceño y la miró concentrado—. Tenéis la misma nariz.

—¿De verdad? —pestañeó.

El tema de su padre siempre había sido tabú. Solamente una vez, no mucho antes de que Gemellus los vendiese, Velvinna había insinuado que la había violado un noble. Pero cuando los mellizos empezaron a hacerle preguntas, se cerró en banda.

«No es adecuado para los oídos de unos niños. Os lo contaré dentro de unos años.»

Ya nunca tendrían ocasión de preguntarle a su madre sobre la violación. Fabiola sabía que el comerciante había vendido a Velvinna a las minas de sal unos meses después. «Maldito sea.»

—No tengo sangre patricia —dijo suspirando, sin revelar nada.

Brutus le tomó la mano y se la besó.

—Eres la reina de mi corazón —le contestó—. Eso te hace noble.

Esta vez, la sonrisa era sincera. Fabiola sentía verdadero cariño por el entusiasta joven oficial del Estado Mayor. De repente decidió que era el mejor candidato. Le acariciaba los firmes músculos del pecho con los dedos, que se alejaban hacia la ingle.

—Gracias, mi amo —dijo Fabiola. Con los ojos entornados, lo miró seductoramente. Se deslizó hacia abajo y le tiró del
licium.

Brutus gimió de placer.

«Tengo que ver el rostro de César», pensó.

Algunos meses después, Brutus por fin la convenció para que asistiese a un combate de gladiadores patrocinado por Pompeyo. Aterrorizada ante la posibilidad de ver a Romulus luchando, Fabiola siempre había rechazado cualquier invitación para ir a la arena. Pero parecía una buena oportunidad para ver en persona a uno de los responsables del destino de Roma, y aceptó. Hacía mucho tiempo que Craso había partido hacia el este y César llevaba dos años sin visitar Italia, porque le estaba prohibido siendo como era general de un ejército regular. Pompeyo era de momento el hombre más importante de la ciudad, y le estaba sacando provecho.

Una cálida tarde de principios de verano, los esclavos más grandes de Brutus transportaban una litera por las abarrotadas calles hasta el nuevo auditorio de Pompeyo en el Campo de Marte. Fabiola y el oficial estaban sentados en la litera, protegidos del mundo por unas livianas cortinas. Los acompañaban una docena de guardias armados que, a latigazos, apartaban a los transeúntes curiosos. Debido a las acusaciones de corrupción contra los dos cónsules y a la confusión resultante en el Senado, el malestar social aumentaba. Brutus no dejó nada al azar y su entrada en la tribuna no tuvo parangón.

Enseguida estuvieron sentados en la zona reservada a los nobles, protegida del sol por el
velarium
de tela. Fabiola se sentía bastante extraña. La vida como miembro de la clase dominante era muy diferente. Era liberadora. Reforzó su determinación de no ser esclava mucho más tiempo.

El amante de Fabiola estaba sentado a su lado en el asiento de madera cubierto con cojines con una amplia sonrisa en su bello rostro. Habían pasado la noche juntos. Tras un largo baño, Fabiola le había dado un minucioso masaje. Brutus se sentía como un dios.

Otros nobles les habían observado al llegar; saludaban a Brutus con la cabeza y miraban a Fabiola con curiosidad. Algunos ya la habían visto antes, pero muchos no. Las excursiones solían ser fuera de la ciudad, a la villa de Brutus en Capua. Como era usual en estas situaciones, las miradas de los hombres eran de admiración, las de las mujeres, de desaprobación. Fabiola las ignoró por igual, mirando con orgullo la arena. Un día sería libre. Sería igual que todos aquellos que la miraban desdeñosamente, más que una mera prostituta.

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