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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

La legión olvidada (33 page)

BOOK: La legión olvidada
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Romulus se sintió embargado por la determinación y una ira repentina.

—Yo sí —se apresuró a contestar.

—Vete antes de que le hagan daño a Brennus.

Romulus miró por encima del hombro. La pelea no tenía visos de acabar. Dos soldados yacían inconscientes en el suelo, pero Brennus se tomaba su tiempo con los otros y los mantenía entre él y el portero, que no dejaba de dar vueltas.

—Está bien —dijo Romulus descarado—. ¿Cuándo podemos vernos?

Por fin ella sonrió con timidez.

—El único momento posible es cuando Macro duerme.

—¿Cuándo es eso?

—La taberna cierra al amanecer. Después de echar a los últimos clientes y de que hayamos limpiado, se va arriba a descansar unas horas. Quizá pueda escabullirme entonces.

—¿Qué te parece mañana por la mañana? —Todavía quedaba un día de descanso en el
ludus
. Romulus sabía que el
lanista
pensaría que todavía estaba acostado—. Te invito a desayunar en el mercado.

Romulus solamente había estado en el Foro Olitorio un par de veces, pero sus recuerdos de carne asada y frutas exóticas seguían siendo vividos. Con las ganancias de la lucha, podía comprarle a Julia lo que quisiese. Astoria le podría dar buenos consejos antes de ir. Romulus quería desesperadamente demostrar a la camarera que no era un tonto como los hombres que frecuentaban la taberna.

Por un momento Julia pareció asustada. Pero entonces, la expresión de su rostro cambió.

—¿Por qué no? —dijo con seguridad—. ¡Me parece perfecto!

—¡Nos vemos en el callejón al amanecer! —Romulus se inclinó sobre el mostrador y la besó. En lugar de evitarlo, Julia se acercó más y posó sus labios sobre los de él. Se quedaron así, con los ojos cerrados, ajenos a todo.

Entonces les alcanzó el estrépito de los muebles al romperse.

Romulus se separó a su pesar.

—El último soldado cayó. ¡Vete o Macro acabará con Brennus!

—¡Hasta el amanecer! —Romulus se apartó de la barra saltando de alegría.

Los cuatro legionarios yacían inconscientes rodeados de los restos de taburetes y mesas rotas. El galo sostenía un banco de madera a una distancia prudencial mientras su enorme adversario golpeaba violentamente el mueble con una porra de púas. Alrededor de la pelea se había formado un círculo de mirones. Los hombres azuzaban a la pareja con gritos de ánimo.

—¡Dale, Macro!

—¡Acaba con esa maldita bestia!

—¡Demuéstrale al galo quién manda aquí!

Romulus se abrió camino a golpes. Se veía que su amigo empezaba a divertirse.

—¡Vámonos!

Brennus entró en razón. Lanzó el banco al portero y salió disparado hacia la puerta.

—¡Hasta la próxima, Macro!

Romulus se había abierto paso a empujones entre los mirones y ya estaba descorriendo los cerrojos de hierro. Lanzó una última mirada a Julia, que le observaba con ansiedad, y salió disparado a la calle con el galo pisándole los talones.

—¡Por Belenus, esa pelea me ha animado! —exclamó Brennus eufórico—. ¿Qué tal te ha ido?

—¡Nos hemos besado! —Romulus sonrió en la oscuridad, todavía olía la fragancia del perfume de Julia—. Nos veremos mañana.

—Me alegro. —Brennus miró por encima del hombro—. Sigue un poco más. Macro no puede correr mucho rato.

—¡Gracias a los dioses! —exclamó Romulus—. He pisado mierda en el callejón.

—¡Ya la huelo! —El galo se rió y se detuvo. La luz de las antorchas de la pared de un edificio cercano parpadeaba—. Hemos recorrido casi un kilómetro. Creo que es suficiente.

—¿Macro te había perseguido alguna vez? —preguntó Romulus sorprendido.

—¡Muchas veces!

Romulus negó con la cabeza y apoyó la mano en el hombro de Brennus.

—¿Y por qué te deja entrar? —preguntó, mirándose las suelas de las sandalias.

—De vez en cuando le doy unos cuantos sestercios. Además no suelo empezar las peleas. —Brennus parecía dolido—. ¡Soy un buen cliente!

Los dos se rieron, aliviados por haber escapado ilesos. Cuando la adrenalina decayó, Romulus se fijó en la entrada en arco que tenían cerca. La luz de las antorchas iluminaba un gigantesco pene que sobresalía a cada lado de la misma, clara muestra de lo que se ofrecía en el interior. Una pequeña figura cubierta con una capa con capucha estaba sentada en la oscuridad a pocos metros de la entrada. Romulus supuso que era un lisiado que pedía limosna.

—¿Es un burdel?

—El Lupanar, se llama —contestó Brennus—. Uno de los mejores de Roma.

—¿Lo has probado?

—Cuando me sentía rico.

Un escalofrío le recorrió la espalda al pensar en Fabiola.

—¿Alguna vez has visto a una muchacha parecida a mí?

—Creo que no. —Brennus se encogió de hombros—. Pero las dos veces que fui estaba muy borracho. ¿Quieres probarlo?

—¡No! —Le dieron náuseas sólo de pensarlo—. ¡Mi hermana podría estar ahí!

—No está —dijo Brennus para tranquilizarlo—. Me hubiese acordado de una muchacha parecida a ti.

—Ya he tenido suficiente. Vamos a casa.

—¡Venga! —Brennus hizo sonar el portamonedas—. Aquí hay bastante para pagarnos una buena juerga.

Romulus se detuvo mientras recordaba a las prostitutas medio desnudas que había visto en el
ludus.

—Vamos dentro a echar una meada. —El galo señaló la entrada—. ¡Las chicas son impresionantes!

Romulus sintió una punzada en la entrepierna. En un burdel tan caro tenía que haber privacidad, y la posibilidad de que Fabiola estuviese allí era muy remota.

Al notar su indecisión, Brennus le llevó hacia la puerta. Cuando ya casi habían llegado salió un grupo de nobles ataviados con lujosas togas que hablaban en voz alta. Con una deferencia automática, los gladiadores se apartaron para que pasasen sus superiores.

Casi ninguno se dio cuenta.

Ya casi se habían ido cuando un pelirrojo bajo y fornido tropezó con Romulus.

—¡Bestia patosa! ¡Mira por dónde vas! —El équite de mediana edad, que despedía un fuerte olor a vino, perdió ligeramente el equilibrio—. En mi latifundio los crucificaba por menos.

—Perdone, amo —se disculpó Romulus, e inmediatamente se arrepintió de haber delatado su condición.

El galo se envaró. Por instinto sabía que aquel hombre podía ser mucho más peligroso que muchos de sus adversarios en la arena.

—¿Eres esclavo?

Romulus asintió con la cabeza, con el rostro impasible.

—¡Date prisa, Caelius! —gritó uno de los otros—. La noche todavía es joven.

—Sólo un momento. —Se arregló la toga—. ¡Guardia! ¡Ven aquí!

—¿Qué hace, señor? —preguntó Romulus con cautela.

—Te va a hacer pedazos, «esclavo». Te va a enseñar a respetar a tus superiores.

De repente, Brennus se enderezó y miró al otro desde su inmensa altura. Los fríos ojos le brillaban a la tenue luz y tenía la vena del cuello hinchada.

—No lo hagas —dijo.

La tensión era palpable.

—¿Otro esclavo? —Caelius buscó con la mirada al portero—. ¿Qué vas a hacer?

—Yo no soy esclavo.

Romulus se quedó helado al oír las palabras de su amigo. Significaban la muerte inmediata. Era obvio que los esfuerzos por convencer al galo para su causa habían surtido efecto. Pero ése no era un buen momento. Era mejor llevarse una paliza.

—¿Qué has dicho? —le espetó Caelius.

Romulus había abierto la boca para hablar cuando Brennus le dio un puñetazo en la barriga al enojado noble. Caelius cayó al suelo como un saco de plomo, boquiabierto por la sorpresa.

Romulus se le acercó. El corazón le latía a toda velocidad.

—¡Vámonos! —dijo entre dientes.

—Por el nombre de Júpiter, ¿qué pasa aquí? —Un esclavo casi tan grande como Macro apareció en la puerta—. ¿Quién ha llamado?

Caelius intentó hablar, pero una fuerte patada de Brennus le impidió levantarse del suelo.

—Este tipo acaba de tropezarse conmigo. Parece que ha bebido demasiado —explicó Brennus arreglándose la túnica—. Veníamos a visitar a vuestras bellas damas.

Confundido, el portero miró a Brennus y a continuación a Caelius. Algo no cuadraba.

—¡Espera un momento! —gruñó. Al fin se había dado cuenta—. ¡Eres gladiador! ¡El famoso galo!

—Venga —le urgió Romulus. Todavía tenían tiempo para huir.

—¡Caelius! ¡Caelius! —Los amigos del noble ya se habían dado cuenta de lo que pasaba. Corrieron en su ayuda.

—¡Que detengan a estos delincuentes! —gritó uno de ellos.

A Brennus le bullía la sangre.

—¿Sabes quién soy? —bramó—. Ni se te ocurra tocarme.

El guardia dudó, pero la bravuconada no funcionó.

—La fiesta se ha acabado —dijo y se llevó la mano al garrote que llevaba en el cinturón—. Eres un esclavo como yo.

—¡Agárralo! —gritó un équite.

—No obedezcas a esos cabrones. Déjanos ir —le urgió Romulus.

—¿Eh? —contestó el portero, vacilante—. Pero…

—¿Qué te importan esos malditos patricios?

—Tengo que obedecer.

—¿Quién lo dice? —gritó Romulus—. ¡Toma tus propias decisiones!

—¡Venga! —insistió Brennus—. Únete a nosotros.

—¡Escápate!

—Me matarán. —Los ojos del esclavo se llenaron de miedo mientras sacaba la porra—. Rendíos y ya está. Con suerte sólo será una paliza.

A Romulus se le cayó el alma a los pies. Los équites casi los habían alcanzado y se había evaporado cualquier posibilidad de escapatoria. Su noche de juerga había acabado.

—¡Por Belenus que nadie me va a poner las manos encima! —rugió Brennus. El vino le corría por las venas—. ¡Soy un hombre libre!

—¿Qué podemos hacer? —La intención de Romulus había sido huir no luchar—. Son nobles.

—¡Matar a unos cuantos!

—¡No seas idiota! —Eso no era lo que había imaginado. Las puertas de un burdel no eran lugar para iniciar una revuelta.

Pero ya era demasiado tarde.

Brennus agarró al portero de la túnica y le dio un fuerte golpe con la cabeza. El gigante se tambaleó y se apartó dolorido. La nariz aplastada le sangraba y se sujetaba la cara con ambas manos. El galo le agarró del hombro y del cinturón de cuero y, con un fuerte impulso, lo lanzó de cabeza al interior del edificio.

—¡Date la vuelta, esclavo!

Romulus se giró con rapidez.

Caelius, embarrado y con la daga en la mano, estaba a cinco pasos. Sus amigos le flanqueaban, armados de manera similar.

—Pensaba que los patricios no llevaban armas —reconoció Romulus, con la ira a flor de piel. Desenvainó el
gladius.

—Son útiles para acabar con la escoria —gruñó Caelius embistiéndole.

Romulus esquivó con facilidad el movimiento del borracho mientras Brennus aparecía por la izquierda y tumbaba por tercera vez al équite.

—Tenías razón —le dijo el galo a Romulus con una sonrisa—. ¡Intenta no matar a ninguno o nos crucifican seguro!

Satisfecho con la contención de Brennus, apenas tuvo tiempo de asentir con la cabeza. Los compañeros de Caelius atacaron en una oleada de puñales levantados y togas al aire, pero Romulus no estaba tan borracho como los nobles. Era fácil golpear con la empuñadura de la espada al enjambre de rostros frenéticos. Blandía la hoja de la espada plana contra cualquiera que se acercase demasiado, y todos se retiraban temerosos. Hacer frente a seis hombres resultaba estimulante.

Romulus sintió que alguien le tiraba de la túnica. Era Caelius. De forma instintiva le dio un golpe en la cabeza y, con el rabillo del ojo, vio que el patricio caía inconsciente al suelo.

Brennus y él mantuvieron al grupo a raya un rato. Esquivaban las estocadas de los borrachos y se reían por lo fácil que les resultaba. Sus enemigos maldecían y escupían iracundos, pero no lograban acercárseles.

Aquella situación no podía durar. Atraídos por el alboroto, cinco esclavos cargaron contra ellos armados con espadas y porras. Uno era guardaespaldas, pero el resto, trabajadores de la cocina, no estaban en muy buena forma física. Al parecer, los burdeles no necesitaban más que dos porteros profesionales.

—Ha llegado la hora de irnos. —Brennus estampó a uno de los más gordos contra la pared y después le dio un puñetazo en el plexo solar. El tipo cayó al suelo con un gemido—. Pero luchando, ¿eh? —Al fin el galo desenvainó la espada larga.

—¡Ya era hora! —exclamó Romulus.

Se acercaron y fueron abriéndose paso poco a poco por el centro de la calle, con las armas por delante en actitud amenazadora.

—¡No os mováis! —bramó Brennus—. Al primero que se acerque lo destripo.

Los esclavos se quedaron donde estaban, reacios a que los hirieran o los mataran en una pelea que no tenía nada que ver con ellos. Tres cuerpos yacían boca abajo en el barro. Los nobles que todavía se mantenían en pie se daban cuenta de que la pelea ya estaba perdida y hacían gestos obscenos a los luchadores.

—¡Corre! —Brennus enfundó la espada—. Regresemos al
ludus
a toda prisa.

Un grito procedente del burdel surgió de la oscuridad.

—¡Asesino! —Un hombre corpulento se agachó al lado del pelirrojo—. ¡Han matado a Caelius!

—¡Han asesinado a un équite!

—¡Ha sido el muchacho! Lo he visto —gritó otro—. Id a buscar al lictor y a sus guardas.

—¡Por los dioses del cielo! —Brennus resollaba—. ¿Qué has hecho?

—¿Yo? ¡Nada! —gritó Romulus—. Tendrías que haber deja do que me diesen una paliza.

—No podía hacer eso. Te lo debo, ¿no te acuerdas?

—Gracias. Pero guárdatelo para cuando realmente lo necesite. ¡Ha sido por arrogancia! —Romulus se rió con complicidad.

—¡Y por el vino! —reconoció el galo—. Pero tú me metiste la idea en la cabeza.

—No es la mejor forma de iniciar una revuelta, Brennus.

Su amigo estaba avergonzado.

—¿Por qué lo has matado?

—¡Yo no le he matado! —Romulus lanzó una última mirada de desesperación al caos que dejaban atrás—. Le he dado un golpe en la cabeza, pero no tan fuerte como para matarlo.

—Pues entonces le debes de haber partido el cráneo —dijo Brennus—. No es tan difícil.

En el burdel todo el mundo había oído el barullo. Fabiola esperaba en la antesala, al lado de la recepción, cuando Vettius entró volando por los aires. Chocó con una estatua, que cayó al suelo con estruendo. Alarmada, Fabiola se le acercó corriendo y se encontró al portero semiinconsciente y sangrando por la nariz. Había fragmentos de piedra desparramados por el suelo de mosaico. Los clientes lo miraban horrorizados. Normalmente, el Lupanar era un oasis de tranquilidad dentro de la peligrosa ciudad. Un grupo de muchachas, que los clientes habían estado observando, se aferraban nerviosas unas a otras.

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