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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

La legión olvidada (15 page)

BOOK: La legión olvidada
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—Te daré otra oportunidad.

—Esto es un asunto de hombres —le espetó Flavus—. Márchate antes de que salgas malparado. Muy malparado.

Romulus no contemplaba la opción de echarse atrás. No tenía otra opción. «Apuñala lo más arriba posible, bajo la caja torácica —Romulus recordaba el consejo de Cotta—. Corta el hígado, siempre es mortal.»

Con un movimiento rápido, Romulus le clavó la daga a Flavus en el costado derecho, retorciéndola al penetrar en la carne. El
murmillo
gritó al notar la cuchillada y soltó a Astoria, que corrió hacia Brennus llorando. Romulus extrajo la hoja y Flavus se tambaleó con los ojos vidriosos. Una gran zona de la túnica enrojeció al empaparse de sangre.

La expresión de Flavus era de absoluta incredulidad.

Sin mediar palabra, Romulus le asestó otra puñalada en el pecho y retrocedió cuando el
murmillo
se desplomaba, desprovisto de toda energía. Dio unas cuantas sacudidas antes de quedarse quieto.

Romulus observó fascinado al primer hombre al que mataba. Luego se le revolvió el estómago y le flaquearon las piernas.

—Te estoy muy agradecido.

Romulus notó la imponente presencia de Brennus. Asintió y reprimió las ganas de vomitar que tenía.

Fue entonces cuando Lentulus salió de la celda, aturdido pero espada en mano. Vio a Romulus de pie junto al cuerpo de Flavus y profirió un grito de rabia. Alzó el arma con mano temblorosa y avanzó hacia ellos.

Romulus se agachó instintivamente para recoger el puñal.

—¡Quietos! —gritó Memor—. ¡El que se mueva es hombre muerto!

Todos se quedaron inmóviles cuando el
lanista
se abrió camino para situarse ante Brennus. Iba flanqueado de seis guardas con los arcos tensados.

—¿Pensabas cargarte a todos los hombres del
ludus
o qué?

—¿Qué querías que hiciese? —Brennus miró al godo, que era el único superviviente, con el ceño fruncido—. Esos cabrones iban a violar a Astoria.

Memor resopló.

—¿Y cuántos hombres han muerto por culpa de esa puta negra?

—Tres. —Lentulus se frotó la sien que el puñetazo del galo le había dejado dolorida.

—¿Tres? —chilló el
lanista.

—Curtius, Titus y Flavus.

Memor abrió la boca y la cerró a continuación. Aquellos
murmillones
habían sido luchadores profesionales.

—El que toque a mi mujer es hombre muerto —declaró Brennus.

—Si le tocas un pelo a otro hombre, haré que te crucifiquen. —Memor estaba rojo de ira—. ¡Eres el mejor gladiador que tengo pero sigues siendo un puñetero esclavo!

El galo cerró el puño alrededor de la empuñadura de la espada.

Memor hizo un gesto rápido. Los arqueros echaron el tronco hacia atrás, apuntando las flechas con punta de hierro al corazón de Brennus.

Astoria gritó.

Brennus dejó caer la mano a un lado.

—No pienso suicidarme para complacerte.

—Entonces es que te queda algo de cerebro —replicó Memor con la voz tensa de ira—. Tengo una buena idea. —Señaló a Romulus y a Lentulus—. Parece ser que estos dos no se llevan muy bien que digamos. Más vale que zanjen sus diferencias. Mañana al amanecer. Un duelo a muerte. Aquí mismo, en el patio.

Los dos hombres se miraron de hito en hito.

Lentulus repitió el gesto de apuñalar. Romulus carraspeó y escupió. El godo hizo ademán de abalanzarse sobre él, pero se detuvo.

—Adelante —dijo Memor—. Es probable que uno de los arqueros falle, pero a esta distancia los cuatro restantes…

Lentulus hizo una mueca y envainó la espada. Satisfecho de haber vencido en la confrontación, Romulus se dio media vuelta.

Por la mañana quizá fuera distinto.

—Maldito pedazo de toro. —El
lanista
observó a Brennus—. Se han acabado las salidas a la ciudad hasta nuevo aviso. Y también se te prohíbe entrar en las termas.

El galo se encogió de hombros. Esperó por si no había acabado.

Memor meneó la cabeza para despedirlo.

—Lárgate, antes de que se me ocurra un castigo mejor.

Brennus obedeció. Memor y sus amenazas no le preocupaban lo más mínimo. Astoria sí que le tenía preocupado. La oferta de Flavus había interesado a demasiados hombres.

07 - El Lupanar

Burdel el Lupanar, Roma, 56 a.C.

Fabiola observó vacilante las paredes desnudas. La madama la había llevado a la pequeña celda después de echar a Gemellus a la calle. El hombretón que lo había expulsado había dedicado una sonrisa desdentada a la chica para intentar tranquilizarla.

El intento no había funcionado. Todo apuntaba a que había cambiado de amo, pero que ambos eran igual de violentos.

Aparte de la cama baja en la que estaba sentada, los únicos muebles eran una cómoda vacía y una estatua diminuta de Afrodita desnuda en un rincón. La habitación olía a moho, pero habían fregado el suelo y la ropa de cama de lana gastada estaba limpia.

Fabiola se hizo un ovillo, se agarró los pies con las manos y comenzó a balancearse adelante y atrás. La forma en que los habían arrancado de Velvinna a Romulus y a ella había minado gravemente su habitual confianza, que ni siquiera disminuía con las palizas de Gemellus. A Fabiola la aterrorizaba pensar que no volvería a ver a su familia. Romulus estaba en peligro de muerte, si no había muerto ya. Sólo los dioses sabían qué suerte correría su madre.

Quedó sumida en una profunda congoja durante un rato. Pistaba sola, la habían vendido a un burdel, no tenía posibilidad de escapar y a saber lo que le ocurriría a partir de entonces. Sollozaba en silencio presa de la desesperación. Al cabo de poco, hombres desconocidos pagarían para acostarse con ella. Notó que la bilis le subía a la garganta. Se sentía degradada antes de empezar.

Gemellus tenía la culpa de todo.

Esa idea la ayudó a contener las lágrimas y a que una tenue luz se encendiera en su interior.

«Nada de debilidad, sólo fuerza. Nada de lamentos, sólo venganza.»

Gemellus.

Oyó unas risas femeninas procedentes del pasillo y Fabiola escuchó atentamente cuando pasaron ante su puerta. Quizás aprendiera algo útil.

—… le dije que era el mejor amante que había tenido. ¡El tonto se quedó henchido de orgullo!

—¿Te dio propina?

—Un áureo, nada más y nada menos. —Las mujeres se carcajearon sonoramente y luego dejó de oírlas.

Fabiola se incorporó en la cama. Se le ocurrían miles de cosas. Allí podía ganar dinero. Nunca había llegado a tener un áureo en su poder. Y el Lupanar parecía lleno de mujeres hermosas de todas las razas, ataviadas con prendas y vestidos que no dejaban nada a la imaginación. Las prendas ligeras, los tocados intrincados y las joyas exóticas la fascinaban. En todos los años pasados en casa de Gemellus, Fabiola nunca había tenido más que un vestido raído. El hecho de haber sido vendida al mejor burdel de Roma era un pequeño consuelo. Pero a ese pensamiento le siguió inmediatamente, y con sentimiento de culpa, el recuerdo del momento en que Gemellus se la había llevado a rastras, hacía poco rato. Cuando Velvinna se había dado cuenta de que iba a cumplir la promesa de vender también a Fabiola, la angustia había superado en parte el miedo que le infundía el comerciante.

—Por favor, amo. ¡Déjeme a la niña!

—Esta belleza incipiente vale mucho más que ese mocoso. —Gemellus miró con aire lascivo las curvas de Fabiola—. Me la follaría yo mismo si no fuera porque me pagarían la mitad.

—Haré lo que sea —suplicó Valvinna—. Gemiré cuando me penetre.

—¡Ya ves, como si me importara! Eres una puta vieja y usada —comentó con desprecio—. Las minas de sal son la única salida que te queda.

¿Las minas de sal? Al momento entendió lo que suponía. No tenía nada que perder. Velvinna se agarró con ambos brazos a las piernas del comerciante, llorando como una histérica.

—¡Suéltame o te vendo a ti también, hoy mismo! —Separó los dedos de Velvinna con tal brutalidad que la hizo caer al suelo de piedra.

El cuerpo menudo de Velvinna se quedó boca abajo, estremecido por los sollozos.

Gemellus se echó a reír.

Era la última imagen que Fabiola tenía de su madre. La habían sacado a rastras de la habitación y llevado al Lupanar. Hubo más lloros. La vida parecía cruel a más no poder. Pero la autocompasión no duró mucho. Fabiola tenía un espíritu demasiado feroz para que lo amansaran, y recordó el consejo que su madre tantas veces le había repetido: «Saca el máximo provecho de cada situación. Siempre.»

Fabiola fue tranquilizándose y apretó la ropa de cama de lana áspera con los puños al tiempo que dedicaba una oración ferviente a los dioses.

«Proteged a madre y a Romulus.»

Hacía una hora que Fabiola había estado observando con ojos bien abiertos y expresión asustada las paredes de la espléndida zona de recepción del burdel. Sátiros, cupidos regordetes, dioses y diosas le devolvían la mirada desde un paisaje de vivos colores lleno de ríos, cuevas y bosques. En otra pared había representaciones numeradas de las posturas sexuales que podían solicitar los clientes. Fabiola se había estremecido al imaginarse a Gemellus obligándola a hacer las más extravagantes. En el centro del mosaico del suelo había una estatua de tamaño real de una mujer desnuda entrelazada con un cisne.

—Ocho mil sestercios —dijo Gemellus—. No está mal.

—Es lo que acordamos. —Jovina, la vieja madama, frunció los labios pintados en señal de desaprobación. Sus ojos atentos destacaban en la cara empolvada de blanco.

Gemellus, satisfecho, sujetó el portamonedas de cuero con fuerza contra el pecho.

—Lo sé. Menuda belleza en ciernes. —Estiró el brazo y se regodeó magreando los pequeños pechos de Fabiola. Ella se estremeció horrorizada pero no se atrevió a apartarse.

El comerciante bajó la mano hasta el dobladillo de la túnica de Fabiola.

—Nada de toqueteos. Ahora es mía.

Apartó la mano, molesto.

Fabiola miraba el suelo con las mejillas encendidas.

Gemellus sonrió con satisfacción.

—Un rato a solas con ella valdría la pena —dijo, calculando el peso de la bolsa de dinero.

—Costará dinero. Es virgen, ya lo sabes. —Jovina mostró unos dientes cariados. Tras sus muchos años en el Lupanar, le era fácil calar a hombres como Gemellus. Dio vueltas a un anillo que llevaba en un dedo fino observando cómo el rubí reflejaba la luz. La arpía llevaba una fortuna en ambas manos, regalos de clientes satisfechos. Jovina era famosa por sus servicios y su discreción.

Fabiola se estremeció al recordar el reconocimiento al que acababan de someterla para confirmar su condición de virgen. Se sentía avergonzada y violada. Todavía le escocía la piel ahí donde la madama había introducido los dedos.

—¡Por supuesto que lo sé! —exclamó Gemellus—. ¡Por Júpiter, la de tiempo que he reprimido el impulso de tirarme a esta zorrita! —Se humedeció los labios—. ¿Cuánto por una noche?

Jovina sujetó a la chica con una mano que más bien parecía una garra. La ligera presión hizo que Fabiola se sintiera suma mente protegida.

—Quince mil sestercios.

—¿Quince mil? —Dio la impresión de que al comerciante iban a salírsele los ojos de órbita—. ¡Casi el doble de lo que me acabas de pagar!

—Las vírgenes como ella son difíciles de encontrar —respondió Jovina con sarcasmo—. Los clientes nobles pagan bien por la primera vez con una belleza como ella.

Gemellus estaba rojo de rabia.

—Vuelve dentro de unas semanas y el precio será de tres o cuatro mil. —Jovina hizo una mueca con los labios—. Por hora, por supuesto.

—¡Vieja arpía! —gritó el comerciante cerrando los puños.

—¡Benignus!

Un esclavo enorme con gruesas muñequeras de oro salió de una habitación contigua. Gemellus se fijó en el tamaño de los músculos y en la porra tachonada de metal.

—El caballero se marcha. —Jovina lo señaló—. Acompáñalo a la puerta.

Benignus era mucho más alto que Gemellus. No cabía la menor duda de quién tenía ventaja.

Gemellus se quedó quieto, aunque dudaba en obedecer a un esclavo.

—Señor. —El fortachón había sujetado el brazo derecho de Gemellus con mano de hierro y éste notó que lo empujaba hacia la entrada. El comerciante acabó tirado en el suelo de tierra, a los pies de los dos esclavos que le esperaban. Rápidamente lo ayudaron a levantarse con caras deliberadamente inexpresivas.

Benignus se cernió sobre él como un coloso griego.

—La próxima vez, la madama exigirá pruebas de que tiene suficiente dinero para entrar.

Los transeúntes se rieron del velado insulto. Habían visto a muchos expulsados por la puerta en arco a causa del mismo motivo.

Gemellus se sacudió la tierra enfadado y se marchó furibundo, sujetando con fuerza el portamonedas de cuero con una mano. Mantendría a los prestamistas a raya al menos durante un tiempo.

Jovina llamó una sola vez antes de abrir la puerta y sorprender a Fabiola. La madama advirtió enseguida que tenía los ojos enrojecidos. Habían llegado muchas chicas como aquélla al burdel. Entró en la habitación repasando de arriba abajo su nueva adquisición.

Fabiola le devolvió la mirada con la mandíbula ligeramente temblorosa.

—Olvídate del pasado, querida —dijo Jovina con actitud agradable pero firme—. Al menos venir aquí te ha salvado de las insinuaciones de Gemellus. Aquí puedes vivir bien. Es fácil. Aprende a tratar bien a los clientes y satisfácelos. Muchos hombres poderosos visitan el Lupanar. Senadores, magistrados, tribunos. Incluso hemos recibido la visita de algunos cónsules.

Fabiola asintió. Era importante que aprendiera rápido y entablara amistad con la madama.

Jovina se calló unos instantes.

—¿El gordo ese es tu padre?

—¿Gemellus? —Fabiola tenía la vista clavada en el suelo—. No, madama.

Jovina no vaciló.

—¿Uno de sus otros esclavos, entonces?

Fabiola negó con la cabeza. Velvinna siempre había tenido claro quién era su progenitor. «Las mujeres sabemos estas cosas —solía murmurar de un modo siniestro—. A vuestra madre la violó un noble una noche que regresaba del Foro Olitorio.»

Jovina no se extrañó.

—¿Y Gemellus se acostaba con ella a menudo?

—Casi cada noche. —Fabiola notó la ira en lo más profundo del vientre. Vengarse de Gemellus sería una buena motivación durante su vida en el burdel. Eso, e intentar rescatar a su madre y a Romulus. Lo mejor de todo sería descubrir la identidad del violador.

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