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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

La legión olvidada (12 page)

BOOK: La legión olvidada
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06 - El ludus Magnus

Foro Boario, Roma, 56 a.C.

El clamor era ensordecedor.

El galo se cernía sobre el contrincante al que acababa de derrotar escuchando los gritos que tan bien conocía. Durante los últimos cinco años el galo rubio se había convertido en uno de los gladiadores más grandiosos que Roma jamás hubiese tenido. La muchedumbre lo adoraba.

El cálido sol de la tarde iluminaba el círculo de arena contenido entre gradas de madera provisionales. Aquella mañana tenía un bonito color dorado después de que los esclavos hubieran rastrillado la arena para dejarla lisa e uniforme. Pero después de más de una hora de encarnizado combate, la superficie era un caos. Las manchas de sangre rodeaban a los hombres muertos desperdigados por toda la pista. Los gemidos y gritos de los heridos llenaban el ambiente.

La primavera tocaba a su fin y los ciudadanos del público estaban contentos. El espectáculo de lucha entre dos equipos había resultado apasionante y todos los participantes estaban muertos o mutilados, salvo el luchador profesional vencedor de cada bando.

Los organizadores de tales luchas eran los
lanistae
, los propietarios de las escuelas de gladiadores de Roma, que se reunían con regularidad para preparar espectáculos que atrajeran a las masas. Cuando los ricos y poderosos deseaban organizar un espectáculo, les ofrecían varias opciones: desde combates individuales básicos a disposiciones hechas a medida. Dependía de lo lleno que tuviera el bolsillo el
editor
, el patrocinador, y de lo mucho que deseara impresionar.

El público e incluso los
lanistae
llevaban mucho tiempo esperando el enfrentamiento entre Narcissus y Brennus. A los pocos meses de su llegada a Roma, el imponente galo había derrotado a todos los gladiadores de renombre. Después de aquello, no tenía ninguna gracia ver a Brennus descuartizando a hombres más débiles. Se suponía que las luchas eran largas, que los gladiadores impresionaban al público por su habilidad y su resistencia. Memor había limitado rápidamente las apariciones de Brennus aunque su popularidad exigiera una mayor presencia en el ruedo.

Aquel día el patrocinador había querido la mejor calidad y había pedido expresamente al galo. El
lanista
había tenido que buscar por todas partes a un contrincante que estuviera a la altura. Al final había encontrado al griego Narcissus en Sicilia, donde el formidable
murmillo
[9]
había obtenido una fama similar a la de Brennus.

El combate contaba con los ingredientes perfectos. Galo contra griego. Músculo contra habilidad. Salvajismo contra civilización.

No había quedado ni un solo asiento libre en las gradas.

En aquel momento Narcissus yacía boca arriba con el pecho desnudo, jadeando con dificultad tras la visera deformada. El penacho del casco de bronce estaba partido en dos. Tenía la espada a tres metros de distancia, lejos de su alcance.

El combate no había durado demasiado. Inesperadamente, Brennus había empujado con el hombro al
murmillo
y le había hecho perder el equilibrio. Le había asestado un golpe con el escudo mientras giraba y le había roto varias costillas, lo cual había hecho caer de rodillas a Narcissus, medio aturdido. Luego un golpe salvaje con la espada larga había abierto el hombro del griego por encima de la
manica
, la gruesa banda de cuero para proteger el brazo. Narcissus había soltado el arma y se había desplomado en la arena ardiente gritando de dolor.

Seguro de la victoria, Brennus había parado. No tenía ningunas ganas de matar a otro contrincante. Alzó ambos brazos y dejó que la multitud le aclamara. A pesar de la rapidez con la que había concluido la lucha, los ciudadanos de Roma seguían adorando a Brennus.

Pero Narcissus no estaba derrotado. De repente había sacado una daga de debajo de la
manica
y se había abalanzado sobre el galo. Brennus lo había esquivado y luego había utilizado el borde de hierro del escudo para aplastar el rostro de su oponente atravesándole el casco de metal blando. Al
murmillo
se le había hundido la cabeza y había perdido la consciencia.

Brennus miró a los nobles con togas blancas. El
velarium
, un toldo instalado por orden del
editor
de los enfrentamientos, les protegía del sol. Julio César llevaba una toga inmaculada con un ribete púrpura y estaba rodeado de sus seguidores y admiradores. Hizo un asentimiento de cabeza apenas perceptible que provocó un enorme estruendo de expectación.

El galo suspiró, decidido a que la muerte de Narcissus fuera por lo menos humana. Dio un golpecito al
murmillo
con el pie.

Narcissus abrió los ojos y encontró las fuerzas necesarias para alzar el brazo izquierdo. Poco a poco levantó el dedo índice.

Una petición de clemencia.

El público rugió para mostrar su desacuerdo e inundó el limitado espacio con su ruido animal.

César se levantó y escudriñó la arena, alzando los brazos con actitud autoritaria. Cuando la gente lo vio, las consignas y los silbidos cesaron. Un extraño silencio se apoderó del Foro Boario.

Las gradas de madera erigidas para la ocasión estaban a rebosar de plebeyos y modestos comerciantes, así como de los patricios que Julio César consideraba amigos.

Todos aguardaron bajo el influjo de la mente militar más brillante que Roma había visto desde hacía mucho tiempo. Desobedeciendo la norma que prohibía a los generales con ejércitos entrar en la ciudad, César había regresado, recién acabadas sus victoriosas campañas contra los helvecios y los belgas. Aunque aquello le había granjeado el favor del público, César estaba pagando caro el hecho de haber estado ausente de Roma tantos meses seguidos. A pesar de la labor de sus amigos y aliados, le resultaba difícil mantener su influencia en la ciudad. Aquella celebración era precisamente para mostrarse ante el público, codearse con los políticos y conservar el afecto del pueblo.

Según la tradición, los combates entre gladiadores sólo se celebraban para honrar la muerte de los ricos o famosos. Pero en los últimos treinta años, su enorme popularidad había llevado a los políticos y a quienes querían ocupar algún cargo relevante a celebrarlos con cualquier pretexto. A medida que la magnificencia de las contiendas iba en aumento, la necesidad de una arena permanente se hizo también mayor. En un intento desesperado por no perder el afecto del público, Pompeyo estaba financiando la construcción de un recinto fijo en el Campo de Marte, noticia que había alegrado enormemente a Memor y los demás
lanistae.

—¡Pueblo de Roma! ¡Hoy un gladiador con más de treinta victorias ha sufrido una derrota! —César hizo una pausa teatral y se oyeron gritos de aprobación. Estaba claro que le agradaba haber elegido aquel luchador y tener dominado al público—. ¿Y quién ha vencido a Narcissus?

—¡Bren-nus! ¡Bren-nus! —Los esclavos tocaban los tambores al son de la cantinela—. ¡Bren-nus!

Sólo cabía un resultado.

El
murmillo
hizo un gesto tímido con la mano derecha.

—Hazlo rápido, hermano.

Las palabras apenas resultaron audibles por encima del griterío y del sonido hipnótico de los tambores.

—Te lo juro.

El vínculo entre gladiadores era fuerte, igual que lo había sido entre los guerreros de la tribu de Brennus.

César volvió a levantar los brazos.

—¿Debo ser clemente con el perdedor? —Observó la figura que estaba boca abajo en la arena, cuyo dedo seguía levantado.

Unos gritos de enfado se unieron al clamor. Los hombres de las gradas más cercanas al templo de Fortuna señalaron hacia abajo con el pulgar y el público copió el gesto rápidamente.

Un mar de pulgares señalaba hacia abajo.

César se dirigió a sus acompañantes.

—Los plebeyos exigen recompensa. —Esbozó una sonrisa con sus labios finos—. ¿Queréis que muera Narcissus?

Los ciudadanos gritaron de placer.

César recorrió la arena con la mirada poco a poco, y la tensión fue en aumento. A continuación, levantó la mano derecha con el pulgar en posición horizontal. Permaneció en esa posición varios segundos que se hicieron eternos.

La multitud contuvo el aliento.

De repente giró la mano y apuntó con él al suelo.

Los gritos que se oyeron sobrepasaron con creces los anteriores. Había llegado el momento de que el perdedor muriera.

—Levántate.

A Narcissus le costó ponerse de rodillas. La herida del hombro derecho empezó a sangrarle profusamente.

—Quítate el casco —Brennus bajó la voz—. Así el corte será limpio. Te mandaré directo al Elíseo.

El
murmillo
gimió al desprenderse del metal machacado. La nariz había quedado reducida a un amasijo de carne ensangrentada y tenía los pómulos hundidos. Era una herida atroz y quienes estaban mirando profirieron un grito ahogado de conmoción y placer.

—Ni Esculapio en persona podría curarte —dijo Brennus.

Narcissus asintió y miró a César.

—Los que van a morir, te saludan —masculló. El griego se golpeó el pecho con el puño cerrado y extendió el brazo izquierdo hacia delante, temblando.

El
editor
aceptó su rendición.

El silencio se apoderó del Foro.

Brennus retrocedió rápidamente y sujetó la empuñadura de la espada larga con ambas manos. Los músculos del pecho y de los brazos del galo se hincharon cuando realizó un giro desde la cadera. Le cercenó la cabeza al griego con un solo golpe limpio. Salió disparada y cayó con un golpe húmedo. La sangre manó a borbotones del cuello; el torso cayó al suelo, contrayéndose. La arena absorbió el líquido rojo y una mancha oscura se extendió alrededor del
murmillo.

El público enloqueció.

César hizo un gesto.

—Que se acerque el vencedor.

Brennus se acercó lentamente a los nobles intentando no hacer caso del rugido de la muchedumbre. Era difícil resistirse a la adulación. El galo era guerrero y disfrutaba combatiendo. Le tiraron monedas, piezas de fruta e incluso un odre con vino. Se agachó para recoger el cuero y tomó un buen sorbo.

César sonreía sin tapujos.

—Otra gran victoria, poderoso Brennus.

El galo hizo una leve inclinación de cabeza y las trenzas sudorosas le cayeron sobre el pecho desnudo.

«¿A este viaje te referías, Ultan? ¿A acabar siendo un animal de feria para estos cabrones?»

—¡Un premio digno! —César alzó una pesada bolsa de cuero y la lanzó al aire.

—Gracias, gran César. —Brennus se inclinó más aún al tiempo que recogía la recompensa. Calculó el peso de la bolsa con la mano ensangrentada. Contenía mucho dinero, lo cual le hacía sentir todavía peor.

Detrás de él, el hombre que representaba a Caronte, el barquero que cruzaba la laguna Estigia, había entrado en la arena vestido de pies a cabeza de cuero negro y con una máscara cubriéndole la cara. Con un enorme martillo que le colgaba de una mano, se acercó a la cabeza de Narcissus mientras el público profería gritos de horror fingido. El martillo, con sangre y pelo apelmazado, se alzó en el aire. Balanceándolo hacia abajo, el barquero partió el cráneo de Narcissus como si fuera un huevo para demostrar que el
murmillo
estaba realmente muerto. Había llegado el momento de que el griego se trasladara al Hades.

Brennus apartó la mirada. Seguía creyendo que los hombres valerosos iban al Elíseo, el paraíso de los guerreros. El ritual romano en el que aparecía Caronte le resultaba asqueroso y había jurado que él no terminaría igual. Y la opción de que le dieran muerte, para acabar con el sufrimiento, iba totalmente en contra de su naturaleza. En lo más profundo de su ser, Brennus se aferraba a un atisbo de esperanza. Eso implicaba seguir matando hombres contra quienes no tenía nada, pero el pragmático guerrero se tomaba las contiendas como una forma de defender su vida. «Mata o te matarán», pensaba con amargura. Ir de caza con Brac, acostarse con su mujer y jugar con su hijo eran recuerdos muy lejanos. Le parecían casi irreales.

Intentó evocar una imagen del rostro de Ultan, el sonido de su voz. El druida nunca le había dicho nada de un viaje hacia aquello. Después de cinco años, era difícil no perder la fe en los dioses, en Belenus, que le había guiado desde la niñez.

Ultan le había hablado del destino que le aguardaba como de algo increíble. No podía ser aquello. El galo se reafirmó en su determinación haciendo caso omiso del ruido de la arena. No sabía cómo, pero escaparía del cautiverio.

«Soy el último alóbroge —pensó—. Me enfrentaré a la muerto como un hombre libre. Con una espada en la mano.»

—¡Esfuérzate un poco! —El instructor sabía cómo animar a Komulus—. ¡Imagínate que es Gemellus!

El joven había estado a la altura de la ira y la sensación de promesa que le brillaba en los ojos cuando lo habían traído allí por primera vez. Cotta había visto entrar en la escuela a muchos esclavos, desgraciados cuya voluntad se quebraba bajo la disciplina férrea. Pero Romulus tenía una ira irrefrenable en su interior, avivada por el sentimiento de culpa por lo sucedido a Juba y a su familia.

Romulus cambió la forma de sujetar la empuñadura y golpeó
el palus
con fuerza. La espada y el escudo de madera pesaban mucho más que los de verdad. El brazo le dio una sacudida cuando el arma impactó en la gruesa estaca.

—Así está mejor. Hazlo otra vez. —Cotta esbozó una sonrisa—. Esta noche puedes descansar. —Se apartó para observar a otros dos gladiadores.

—Protegerse con el escudo. Lanzar una estocada. Retroceder. —Romulus repetía las palabras igual que hiciera con Juba hacía tan sólo unos meses.

Cada vez pensaba menos en el nubio. El duro régimen del
ludas
había apartado de la mente de Romulus prácticamente todo aquello que no fuera la supervivencia. Ya sólo rememoraba con facilidad los recuerdos más preciados de su madre y Fabiola. Eso y su sentimiento de culpa por el último día fatídico. Qué distinta habría sido la vida si no le hubiera pedido a Juba que le enseñara a usar la espada.

Llevaba la imagen de Gemellus grabada de forma indeleble en el alma.

—Espera. Observa. Gira. Corte de revés. —Romulus se dio la vuelta ágilmente y dio un tajo al
palus
mientras se imaginaba que el comerciante contraía agónicamente la cara en contacto con el puñal.

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