—Sí, cómo no, señor, lo haré. Adiós —dijo Godliman. Bloggs no se imaginaba a quién podría estar llamando «señor».
—¿Quién era? —preguntó Bloggs.
—Churchill —respondió Godliman.
—¿Qué tenía que comunicar? —preguntó Parkin atemorizado.
—Les desea a ambos buena suerte y alas en los pies —respondió Godliman.
El vagón estaba totalmente a oscuras. Faber pensaba en los chistes y bromas que se intercambiaban los pasajeros: «Quítame las manos de las rodillas. No, tú no. Tú.» Los británicos pueden bromear por nada. Sus trenes funcionaban peor que nunca, pero nadie se quejaba porque se trataba de luchar por una buena causa. Faber prefería la oscuridad; era anónima.
Antes habían cantado. Tres soldados en el pasillo comenzaron y todo el vagón se les unió. Habían pasado por
Be Like the Kettle and Sing, There'll Always Be an Englanet
(seguidas por
Glasgow Belongs to Me y Land of My Fathers,
por aquello del equilibrio étnico) y, finalmente,
Don't Get Around Much Any More.
Se produjo una alarma antiaérea, y el tren disminuyó la velocidad. Se sobreentendía que todos debían tirarse al suelo del vagón, pero naturalmente no había espacio para hacerlo. Una voz femenina anónima dijo: «Dios mío, tengo miedo», y una voz masculina, igualmente anónima, salvo que era de un londinense de los suburbios, le respondió: «Estás en el lugar más seguro posible, muchacha, no pueden acertarle a un blanco en movimiento.» Entonces, todos rieron y nadie más tuvo miedo. Alguien abrió una maleta y pasó un paquete de bocadillos de huevo duro.
Uno de los marineros quería jugar a las cartas.
—¿Cómo podemos jugar a las cartas en la oscuridad?
—Palpa los bordes. Todos los naipes de Harry están marcados.
Inesperadamente, el tren se detuvo más o menos a las cuatro de la madrugada. Una voz culta, que a Faber le pareció la del abastecedor de bocadillos, dijo:
—Me parece que estamos en las afueras de Crewe.
—Conociendo los ferrocarriles, podríamos estar en cualquier lugar entre Bolton y Bournemouth —dijo el del bajo Londres.
El tren dio una sacudida y partió. Todos lanzaron hurras. Faber se preguntó dónde estaba ese inglés de la caricatura con su frígida reserva y su labio superior tenso. Allí al menos no estaba.
Unos pocos minutos más tarde una voz en el pasillo dijo:
—Billetes, por favor—. Faber notó el acento de Yorkshire; ahora estaban en el Norte. Se palpó el bolsillo en busca de su billete.
Él tenía el primer asiento cerca de la puerta, de modo que podía ver lo que ocurría en el pasillo. El revisor miraba los billetes con una linterna. Faber vio la silueta del hombre por el reflejo de la luz. Le pareció vagamente familiar.
Se acomodó bien en su asiento dispuesto a esperar. Recordó la pesadilla. «Es un billete del Abwher», y sonrió en la oscuridad.
Luego frunció el ceño. El tren paró inesperadamente poco después que comenzara la revisión de billetes; la cara del inspector le resultaba vagamente conocida… podía no significar nada, pero Faber sobrevivía gracias a su preocupación por las cosas que podían no significar nada. Volvió a mirar hacia el pasillo, pero el hombre había entrado en un compartimiento.
El tren no se detuvo mucho. La estación era Crewe, según la compartida opinión de los pasajeros.
Faber alcanzó a ver nuevamente la cara del revisor, y ahora le recordaba. ¡La casa de pensión en Highgate! ¡Era el muchacho de Yokshire que quería entrar en el Ejército!
Faber le observó atentamente. Paseaba su linterna por la cara de cada uno de los pasajeros. No controlaba solamente los billetes.
«No —se dijo Faber—, no saquemos conclusiones apresuradas.» ¿Cómo podrían haber llegado hasta él? No podían saber en qué tren iba, conseguir a una de las pocas personas en el mundo que sabían cómo era él, y haberla puesto en el tren vestida de revisor en tan poco tiempo…
Su nombre era Parkin. Billy Parkin. Ahora parecía mucho mayor. Se aproximaba.
Debía de ser alguien que se le parecía… quizás un hermano mayor. Tenía que ser una coincidencia.
Parkin entró al compartimento próximo al de Faber. Ya no había tiempo que perder.
Faber dio por descontado que se trataba de lo peor y se preparó para actuar.
Se levantó, salió del compartimiento, y fue atravesando el pasillo, sorteando maletas, bolsos de marinero y cuerpos, hasta el lavabo. Estaba vacío. Se metió dentro y puso el cerrojo a la puerta.
Estaba tratando de ganar tiempo, pues los revisores no dejaban de revisar los lavabos. Se sentó y comenzó a pensar en cómo salir de aquello. El tren había ganado velocidad e iba demasiado rápido para saltar. Además, alguien podría verle, y si realmente le estaban buscando detendrían el tren.
—Billetes, por favor.
Parkin se acercaba una vez más.
Faber tuvo una idea. El enganche entre los vagones tenía un pequeño espacio cerrado por un ensamble en forma de fuelle y aislado del resto por las puertas de los vagones, y evitaba el ruido y las corrientes de aire. Dejó el lavabo y dificultosamente llegó al final del vagón, abrió la puerta y se metió en el pasadizo de comunicación. Cerró la puerta tras él.
Hacía un frío espantoso y el ruido era ensordecedor. Faber se sentó en el suelo y se acurrucó aparentando estar dormido. Sólo un muerto podía dormir ahí, pero en aquellos días la gente hacía cosas extrañas en los ferrocarriles. Trató de no temblar.
La puerta se abrió a sus espaldas.
—Billetes, por favor.
Ignoró la orden. Oyó que se cerraba la puerta.
—Despierte, Bella Durmiente —la voz era inconfundible.
Faber aparentó despertar, se puso de pie, manteniéndose de espaldas a Parkin. Cuando se volvió, el estilete estaba en su mano. Acorraló a Parkin contra la puerta, manteniendo la punta del cuchillo contra la garganta, y dijo:
—Quieto o te mato.
Con la mano izquierda cogió la linterna de Parkin y se dirigió al rostro. Parkin no parecía tan amedrentado como debía. Faber dijo:
—Bueno, bueno, Billy Parkin, el que quería ingresar en el Ejército y ha acabado en los ferrocarriles. Y bien, de todos modos es un uniforme.
—¡Usted! —dijo Parkin.
—Sabes perfectamente bien que soy yo, amiguito BillyParkin. Me estabas buscando. ¿Por qué? —hacía todo lo posible por parecer un degenerado.
—No veo por qué tendría que estar buscándolo; no soy policía.
—Deja de mentirme —dijo Faber apretando un poco el arma.
—En serio, señor Faber. Déjeme ir. Le prometo no decirle a nadie que le he visto.
Faber comenzó a dudar. Parkin decía la verdad o estaba fingiendo tanto como él mismo.
El cuerpo de Parkin se movió, su mano derecha se deslizó en la oscuridad. Faber le agarró la muñeca con la fuerza de un garfio. Por un instante Parkin se debatió, pero Faber hizo que la afiladísima punta del estilete se hundiera un poco en la garganta de Parkin, que se quedó inmóvil. Faber halló el bolsillo que Parkin había tratado de alcanzar, y sacó la pistola.
—Los revisores no andan armados —dijo—. ¿En qué estás metido, Parkin?
—Ahora todos andamos armados porque se cometen muchos crímenes en los trenes, por la oscuridad.
Al menos, Parkin mentía con coraje y recreativamente. Faber decidió que las amenazas no iban a ser suficientes para soltarle la lengua.
Su movimiento fue súbito y preciso. La hoja del estilete saltó en su puño y la punta entró casi un centímetro en el ojo izquierdo de Parkin, para volver a salir instantáneamente. Con la otra mano le tapaba la boca.
El ahogado grito de dolor quedó apagado por el ruido del tren, y Parkin se llevó las manos a su ojo maltrecho.
—Trata de salvar tu otro ojo, Parkin. ¿Can quién estás?
—Inteligencia Militar. Al diablo, no me dé otra vez.
—¿Con quién? ¿Menzies, Masterman?
—¡Ay! Dios… Godliman, Godliman…
—Godliman—. Faber conocía el nombre, pero no era momento para buscar los detalles en su memoria—. ¿Qué saben de mí?
—Tienen una fotografía. Yo lo reconocí en los archivos.
—¿Qué fotografía? ¿Cuál?
—En un equipo de corredores… corriendo… con una copa… el Ejército…
Faber recordó: «Al diablo» de dónde habían sacado aquello. Era su pesadilla: tenían una fotografía. La gente reconocería su cara. Su propia cara.
Llevó el cuchillo más cerca del ojo derecho de Parkin.
—¿Cómo me localizaron?
—¡No! No lo haga, por favor… la Embajada… su carta interceptada… el taxi… Euston. Por favor, el otro ojo no… —se cubría los dos ojos con las manos.
—Maldito sea, el estúpido de Francisco… Ahora él. ¿Cuál es el plan? ¿Dónde está la trampa?
—Glasgow. Le están esperando en Glasgow. Ahí vaciarán el tren.
Faber bajó el cuchillo a la altura de la barriga de Parkin. Para distraerle le dijo:
—¿Tantos hombres? —luego se lo hundió y lo dirigió hacia arriba, al corazón.
Parkin le miró horrorizado, con su único ojo, pero no murió. Era lo contrario del método favorito de asesinato de Faber. Normalmente, el shock del cuchillo era suficiente para detener el corazón. Pero si éste era fuerte no siempre daba resultado. Después de todo, a veces los cirujanos introducen una aguja hipodérmica directamente en el corazón para inyectar adrenalina. Si el corazón sigue palpitando, el movimiento haría un orificio en torno a la hoja, y por ahí se escurre la sangre. Era igualmente fatal, pero la muerte llegaba más lentamente.
Finalmente, el cuerpo de Parkin se desplomó. Faber lo sostuvo contra la pared durante un momento, pensando. Antes de morir había tenido algo… un destello de coraje, la sombra de una sonrisa. Eso tenía algún significado. Tales cosas siempre lo tienen.
Dejó que el cuerpo cayera al suelo, luego lo acomodó en posición de dormir, con las heridas ocultas a la vista. Pateó la gorra del uniforme a un rincón. Limpió el estilete en los pantalones de Parkin, y se limpió el líquido ocular de las manos. No había sido un trabajo limpio.
Se guardó el arma en la manga y abrió la puerta del vagón, volviendo a su compartimiento en la oscuridad.
Cuando se sentó, el londinense le dijo:
—Ha tardado bastante. ¿Hay cola?
—Algo que he comido debe de haberme sentado mal —le respondió.
—Probablemente el bocadillo de huevo duro —rió el otro.
Faber estaba pensando en Godliman. Conocía el nombre, incluso podía adjudicarle vagamente un rostro: de mediana edad, con gafas, fumaba en pipa y tenía un aire profesional y ausente… sí… era profesor.
Iba haciendo memoria. En sus primeros dos años de permanencia en Londres tenía poco que hacer. La guerra aún no había comenzado, y la mayoría de la gente creía que no estallaría. (Faber no estaba entre los optimistas.) Pudo realizar algún trabajo de utilidad, principalmente confrontando y revisando los mapas viejos del Abwehr, además de algunos informes generales sobre la base de sus propias observaciones y la lectura de los periódicos; pero no era mucho. Para llenar el tiempo, mejorar su inglés y adelantar su trabajo, había salido a recorrer distintos lugares.
Su objetivo al visitar la catedral de Canterbury había sido desinteresado, aunque compró una foto aérea de la ciudad y de la catedral, que luego mandó a la Luftwaffe, aunque no sirviera de mucho; ahí se habían pasado la mayor parte del año 1942 sin disponer de esa información… Faber se había tomado un día entero para ver el edificio y leer las antiguas iniciales grabadas en las paredes, observando los distintos estilos de la arquitectura, leyendo la guía muy cuidadosamente a medida que recorría lentamente el lugar.
Había estado en la galería sur del coro, en la arcada cerrada, cuando de pronto tuvo conciencia de que había otra persona igualmente concentrada a su lado, un hombre mayor que le dijo:
—Es fascinante, ¿no? —y Faber le preguntó por qué.
—Ese único arco quebrado en una arcada de arcos redondeados. No tiene razón alguna de ser. Evidentemente, esa sección no fue remodelada. Por alguna razón, alguien modificó sólo ése. Vaya a saber por qué.
Faber advirtió lo que quería decir. El coro era románico; la nave, gótica. Sin embargo, allí en el coro había un único arco gótico.
—Quizá —dijo él— los monjes lo pidieran para ver cómo quedaban los arcos ojivales, y el arquitecto les hizo ése para que pudieran verlo.
—¡Es una conjetura estupenda! —le respondió el hombre mayor mirándole con asombro—. Por cierto que ésa es la razón. ¿Es usted historiador?
—No, soy un simple empleado —respondió Faber riendo—, y lector ocasional de libros de Historia.
—¡La gente obtiene doctorados por descubrimientos inteligentes como el que acaba de hacer!
—¿Usted lo es? Historiador, quiero decir.
—Sí, es mi castigo —le tendió la mano—. Percy Godliman.
«¿Era posible —pensó Faber a medida que el tren continuaba con su ruido peculiar atravesando Lancashire—, que aquella figura insignificante, metida en una chaqueta de tweed, pudiera ser el hombre que había descubierto su identidad? Los espías generalmente afirmaban que eran empleados del Estado o algo igualmente vago; no historiadores; esa mentira podía fácilmente ser descubierta. Pero se rumoreaba que el Servicio de Inteligencia Militar había sido reforzado con gran número de académicos. Faber se imaginaba que se trataba de gente joven, ágil, agresiva y belicosa, además de inteligente. Godliman era inteligente, pero no tenía ninguna de las demás cualidades. A menos que hubiera cambiado.
Faber le había visto una vez más, aunque en esa segunda oportunidad no había hablado con él. Después de ese breve encuentro en la catedral, Faber vio un anuncio de una conferencia pública sobre Enrique II, pronunciada por el profesor Godliman en su Universidad. Él había ido por mera curiosidad. La conferencia era erudita, entretenida y convincente. Godliman era aún una figura levemente cómica, que gesticulaba detrás de su atril, se entusiasmaba con sus propias palabras; pero no cabía duda de que su mente era extraordinariamente aguda.
De modo que ése era el hombre que había descubierto cuál era el aspecto de Die Nadel. Un aficionado.
Bien, también cometería errores de aficionado. Mandar a Billy Parkin habia sido uno: Faber le había reconocido. Godliman tendría que haber mandado a alguien a quien él no pudiera reconocer. Parkin tenía más probabilidades de reconocerle, pero ninguna de sobrevivir al encuentro. Un profesional habría advertido eso.