Pero era preciso hacer el trabajo.
Apresuró el paso, recorrió una parte de la distancia corriendo y otra al paso, de modo que llegó a las instalaciones a las seis y media. Ya había aclarado totalmente y podía aproximarse más, porque los centinelas ya no se encontraban en su tienda de campaña, sino en una de las falsas barracas sin pared y con un amplio campo de visión ante ellos. Se tiró al suelo junto al seto y tomó fotografías a distancia. La película ordinaria simplemente mostraría un cuartel, pero la ampliación tendría que revelar los detalles falsos.
Cuando inició el camino de regreso al barco llevaba consigo treinta fotografías. Volvió a apresurar el paso, pues ahora resultaba notablemente llamativo: un tipo vestido de negro con una mochila cargada andando por un área prohibida…
Llegó a la alambrada una hora después, sin ver a su alrededor nada más que gansos silvestres. Cuando trepó la alambrada sintió un gran alivio. Dentro de la alambrada todas las sospechas se acumulaban en su contra, fuera de ella contaba con muchos argumentos de defensa: pescar, observar pájaros, en fin, que el período de mayor riesgo había pasado.
Siguió avanzando por el cinturón de tierra, reteniendo el aliento y aliviándose de la tensión de la noche pasada. Ahora navegaría unos pocos kilómetros —decidió— antes de volver a atracar y dormir unas horas.
Llegó al canal. Ya estaba a salvo. En la luz de la mañana el barco se veía hermoso. En cuanto se hiciera a la vela se prepararía un té, luego…
Un hombre de uniforme salió de la cabina del barco.
—Bien, bien. ¿Quién será usted? —dijo.
Faber se quedó paralizado, pero dejó que su tremenda frialdad y sus viejos instintos comenzaran a actuar. El intruso llevaba el uniforme de la Home Guard. En una cartuchera abotonada llevaba alguna especie de revólver; era alto y con aspecto de tener alguna categoría; representaba unos sesenta años. El pelo blanco le asomaba por debajo de la gorra. No hizo ningún ademán de sacar el arma. Faber advirtió todo esto y dijo:
—Está usted en mi barco, de modo que creo que soy yo el que debe preguntar quién es usted.
—Capitán Stephen Langham, de la Home Guard.
—James Baker. —Faber permaneció en tierra. Un capitán no salía de patrulla solo.
—¿Y qué está haciendo?
—Estoy de vacaciones.
—¿Dónde ha estado?
—Observando pájaros.
—¿Desde antes del amanecer? Watson, manténgase en su puesto.
Un muchacho más bien joven con uniforme se colocó a la izquierda de Faber empuñando una escopeta. Faber miró a su alrededor. Había otro hombre a su derecha y un cuarto detrás de él. El capitán preguntó alzando la voz:
—¿De qué lado venía, cabo?
La respuesta llegaba desde la copa de un árbol. —Del área prohibida, señor.
Faber calculaba sus posibilidades. Eran cuatro contra uno… hasta que el cabo bajara del árbol. Tenían sólo dos armas, la escopeta y la pistola del capitán, y eran fundamentalmente aficionados. El barco también sería una ayuda.
—¿Área prohibida? —dijo—. Todo lo que vi fue una pequeña alambrada. Mire, haga el favor de apuntar con ese cañón hacia otro lado. A ver si se le escapa.
—Nadie sale a observar pájaros en la oscuridad —dijo el capitán.
—Si uno se instala al abrigo de la oscuridad, está ubicado y oculto para el momento en que los pájaros despiertan. Ésa es la manera adecuada de hacerlo. Pero, vea, la Home Guard es muy patriota, diligente y todo lo que usted quiera, pero no exageremos las cosas. Lo que usted tiene que hacer es pedirme los documentos y pasar un informe por escrito, ¿no es así?
El capitán esbozó un gesto de duda.
—¿Qué lleva en esa mochila?
—Prismáticos, una cámara fotográfica y un libro de referencias.
La mano de Faber fue hacia el cierre de la mochila.
—No toque nada —dijo el capitán—. Watson, revise eso. Acababan de cometer el error de aficionados. —Levante los brazos —dijo Watson.
Faber los levantó por encima de su cabeza, con la mano derecha pegada a la manga izquierda de su chaqueta. Faber se imaginó la coreografía de los próximos segundos. No debían producirse disparos.
Watson se colocó a la izquierda de Faber apuntándole con la escopeta y abrió la mochila de Faber. Faber sacó el estilete de la manga, se volvió hacia Watson y le hundió el arma hasta el mango en la garganta. Con la otra mano le arrebató la escopeta.
Los otros dos soldados que estaban en la orilla avanzaron hacia él y el cabo comenzó a descender del roble.
Faber sacó el estilete de la garganta de Watson y el hombre se desplomó. El capitán estaba tratando de abrir su cartuchera. Faber saltó a la orilla del velero, y el movimiento del barco hizo trastabillar al capitán. Faber le lanzó una puñalada con su arma, pero el hombre estaba bastante alejado como para que el golpe fuese definitivo. La punta dio en la solapa de su chaqueta, luego siguió hacia arriba dividiéndole el mentón. Su mano dejó de palpar la cartuchera para ir hacia la herida.
Instantáneamente, Faber se volvió para enfrentarse a los de la orilla. Uno de los soldados saltó. Faber avanzó sobre él y le sostuvo el brazo derecho estirado y rígido, con lo cual se ofreció como blanco del estilete de veinte centímetros de largo.
El impacto hizo perder pie a Faber, que soltó el estilete apresado bajo el cuerpo del soldado caído. Faber se apresuró a levantarse; no había tiempo de recuperar el arma. El capitán estaba abriendo la cartuchera. Faber saltó sobre él, buscándole la cara. La pistola estaba a la vista. Faber llevó sus dedos a los ojos del capitán, que dio un grito de dolor y con un gesto trató de liberarse de los brazos de Faber.
Se produjo un temblor cuando el cuarto de los hombres consiguió abordar el velero. Faber dejó al capitán, que ahora no podía ver y apuntar su pistola, aun cuando lograra quitarle el seguro. El cuarto hombre traía una cachiporra de policía que utilizó con todas sus fuerzas contra Faber, pero éste se corrió hacia la derecha, de modo que el golpe no le dio en la cabeza, sino que lo alcanzó en el hombro izquierdo. Por el momento, le paralizó el brazo. Con el canto de la mano golpeó el cuello del otro. Fue un golpe certero. Asombrosamente, el hombre sobrevivió y tuvo fuerzas para levantar la cachiporra y disponerse a dar un segundo golpe que Faber interrumpió. Ahora recuperó la sensibilidad en su brazo izquierdo y comenzó a dolerle mucho. Tomó entre sus manos la cabeza del soldado, se la torció y la giró, y la volvió a torcer. El cuello del hombre se rompió con un súbito crujido. En el mismo momento el cachiporrazo cayó sobre la cabeza de Faber, que retrocedió atontado.
El capitán volvió a echarse contra él, aún con su paso vacilante. Faber le pegó un empujón que le mandó hacia atrás haciéndole perder la gorra y proyectándole fuera de la borda para ir a caer al agua con gran estrépito.
El cabo saltó el último tramo que separaba la rama del árbol del suelo. Faber recuperó su estilete de debajo del cuerpo del guardia y saltó a la orilla. Watson aún estaba vivo, pero no sería por largo tiempo, pues la sangre manaba por la herida de la garganta.
Faber y el cabo se enfrentaron. Este último tenía una pistola, y se encontraba comprensiblemente aterrorizado. En los segundos que había necesitado para bajar del roble, aquel hombre había asesinado a tres de sus compañeros y arrojado al cuarto al canal.
Faber observó el arma. Era vieja… parecía casi una pieza de museo. Si el cabo hubiera tenido alguna confianza en ella ya habría disparado.
El cabo dio un paso hacia delante y Faber notó que tenía cierta dificultad con su pierna derecha, como si se la hubiera magullado al bajar del árbol. Entonces hizo una especie de finta hacia un lado, forzando al otro a apoyar el peso del cuerpo sobre la pierna debilitada para poder seguir manteniendo la puntería. Ahora Faber encajó la punta de su pie en el borde de una piedra y la pateó hacia arriba. El cabo centró su atención a la piedra y Faber actuó.
El cabo apretó el gatillo, pero no salió ningún disparo. El viejo revólver se había atascado. Aun cuando se hubiera producido el disparo, no habría dado en el blanco; su vista siguió en la piedra, vaciló sobre su pierna debilitada y Faber se abalanzó sobre él.
Le asesinó de un tajo en la garganta.
Sólo quedaba el capitán.
Faber se volvió y lo vio tratando de salir del agua en la otra orilla. Encontró una piedra y se la tiró. Dio justo en la cabeza del capitán, pero aun así el hombre alcanzó a salir del agua y comenzó a correr.
Faber se apresuró a llegar a la otra orilla. Vadeando y dando unas brazadas logró hacerlo. El capitán estaba unos cien metros delante de él y corría, pero era viejo. Faber fue sacándole ventaja hasta que pudo oír su penoso jadeo. El capitán aminoró la marcha y por fin se desplomó sobre un arbusto. Faber llegó hasta él y le volvió de frente. El capitán dijo:
—Usted es un… demonio.
—Ha visto usted mi cara —respondió Faber, y le mató.
El trimotor «JU52» de transporte con esvásticas en las alas saltó hasta detenerse en la pista mojada por la lluvia, en Rastenburg en los bosques del este de Prusia. Un hombre pequeño, pero de rasgos acusados, con una gran nariz, gran boca, grandes orejas, bajó del avión y cruzó apresuradamente la zona asfaltada hasta llegar a un «Mercedes» que le aguardaba.
Mientras el coche empezaba a deslizarse a través del oscuro bosque lleno de humedad, el mariscal de campo Erwin Rommel se quitó la gorra y se pasó _una mano nerviosa por las profundas entradas en la línea de crecimiento del cabello. Sabía que en pocas semanas más otro hombre recorrería el mismo camino con una bomba en su portafolio, una bomba destinada al propio Führer. Mientras tanto, la lucha debía continuar, de modo que el nuevo líder de Alemania, que podía ser él mismo, pudiera negociar con los aliados desde una posición relativamente fuerte.
Tras haber recorrido quince kilómetros, el coche llegó a Wolfsschanze, la guarida del lobo, los cuarteles generales de Hitler y del cada vez más exclusivo círculo de generales neuróticos que le rodeaban.
Caía una llovizna incesante y grandes goterones se deslizaban de las altas coníferas del lugar. Ante la puerta del recinto personal de Hitler, Rommel se volvió a poner la gorra y bajó del coche. El Oberführer Rattenhuber, el jefe del cuerpo de guardia de la SS, levantó su mano sin pronunciar palabra, para recibir la pistola de Rommel.
La reunión se celebraría en el refugio del subsuelo, un lugar frío, húmedo, sin aire, construido con cemento armado. Rommel bajó los escalones y entró. Ya se habían congregado unos diez o doce que aguardaban la reunión que se realizaría a mediodía. Himmler, Goering, Von Ribbentrop, Keitel y Rommel intercambiaron secos saludos y se sentaron a esperar en sillas de respaldo duro.
Cuando Hitler entró, todos se pusieron de pie. Llevaba una túnica gris y pantalones negros, y Rommel observó que cada vez estaba más encorvado. Se dirigió directamente al otro extremo del búnker, donde colgaba un gran mapa del noroeste de Europa sobre la pared de cemento. Parecía cansado e irritable. Comenzó a hablar sin preámbulos.
—Este mismo año se producirá una invasión aliada en Europa. Será lanzada desde Inglaterra con fuerzas conjuntas estadounidenses y británicas. Desembarcarán en Francia. Les destruiremos en alta mar. Sobre este punto no hay discusión posible.
Miró a su alrededor como para desafiar a su Estado Mayor a que le contradijera. Se produjo el silencio. Rommel tembló; el lugar era mortalmente frío.
—La pregunta es dónde desembarcarán. Von Roenne, su informe.
El coronel Alexis von Roenne, que efectivamente había tomado el lugar de Canaris, se puso de pie. Al principio de la guerra era un simple capitán, pero se había distinguido con un magnífico informe sobre la debilidad del Ejército francés, un informe que había sido considerado factor decisivo en la victoria alemana. Así se había convertido en el jefe del Servicio de Inteligencia en el año 1942, y ese servicio había absorbido al Abwehr cuando Canaris fue depuesto. Rommel había oído que se trataba de alguien orgulloso y franco, pero también capaz.
Von Roenne dijo:
—Nuestra información es abundante, pero de ningún modo completa. El código aliado para la invasión es Overlord. La concentración de tropas en Gran Bretaña es la siguiente. —Tomó un puntero y, cruzando la habitación, se aproximó al mapa que colgaba de la pared—. Primero: a lo largo de la costa Sur. Segundo: aquí en el distrito conocido como East Anglia, donde la concentración es desde todo punto de vista la mayor. Tercero: en Escocia. Hemos llegado a la conclusión de que la invasión se producirá en forma de horquilla de tres puntas. Primero: un ataque para distraer la atención, a Normandía. Segundo: el cuerpo principal de ataque, a través del estrecho de Dover hasta la costa de Calais. Tercero: un flanco de invasión desde Escocia atravesando el mar del Norte hasta Noruega. Todas las fuentes del Servicio de Inteligencia anticipan este curso.
—Se sentó.
—¿Comentarios? —dijo Hitler.
Rommel, que era comandante del grupo B del Ejército, que controlaba la costa norte de Francia, dijo:
—Puedo informar sobre señales de confirmación: el Paso de Calais es el que ha recibido más tonelaje de bombas.
—¿Qué fuentes de información apoyan su pronóstico, Von Roenne? —preguntó Goering.
Von Roenne se puso de pie una vez más.
—Tres fuentes: reconocimiento por aire, intercepción de mensajes de radio y la información de los agentes.
—Volvió a sentarse.
Hitler cruzó protectoramente las manos ante sus genitales. Era una costumbre que indicaba que iba a hablar.
—Les diré —comenzó— cómo estaría pensando yo de ser Winstor Churchill. Ante mí hay dos opciones: al este del Sena o al oeste del Sena. El Este tiene una ventaja: queda más cerca. Pero en la guerra moderna hay sólo dos distancias: dentro de la línea de fuego y fuera de la línea de fuego. Las dos opciones están dentro de la línea de fuego, por lo tanto la distancia no debe ser tenida en cuenta.
»— El Oeste tiene un gran puerto, Cherburgo; en cambio, el Este no tiene ninguno. Y lo que es más importante, el Este se halla mucho más fortificado que el Oeste. El enemigo también realiza reconocimientos aéreos.
»— En consecuencia, yo eligiría el Oeste. ¿Y qué haría entonces? ¡Trataría de que los alemanes pensaran lo contrario! Enviaría al Paso de Calais dos bombarderos por cada uno que mandara a Normandía. Trataría de destruir todos los puentes sobre el Sena. Enviaría mensajes de radio equívocos, enviaría falsos informes destinados al Servicio de Inteligencia, dispondría de mis tropas de manera equívoca. Engañaría a tontos como Rommel y Von Roenne. ¡Tendría pretensiones de engañar al propio Führer!