Se produjo un largo silencio.
—Bueno, creo que es una maravilla todo lo que está haciendo David —acotó la madre.
—Sí —respondió Lucy.
Durante el tercer día de la visita de su madre, Lucy y ella caminaban por la cima del acantilado. El viento había amainado y el tiempo invitaba a pasear. Iban con Jo, a quien habían puesto un suéter de pescador y un abrigo de piel. Se detuvieron en una subida para contemplar a David, que con Tom y el perro iban arriando las ovejas. Lucy podía ver en la expresión de su madre una lucha interna entre la preocupación y la discreción. Decidió ahorrarle el esfuerzo de formular preguntas.
—No me quiere —le dijo.
La madre lanzó una rápida mirada para asegurarse de que Jo no oía.
—Estoy segura de que no es así, mi querida. Cada hombre expresa su amor de manera dif…
—Mamá, no hemos sido marido y mujer, de hecho, desde que nos casamos.
—¿Pero…? —dijo señalando con la cabeza a Jo.
—Fue una semana antes de la boda.
—Oh, querida, ¿entonces el accidente…?
—Sí, pero no en la forma que estás pensando. No es nada físico. Simplemente no quiere… —Lucy lloraba silenciosamente, las lágrimas le corrían por las mejillas tostadas y curtidas por el viento y el sol.
—¿Le has hablado acerca de ello?
—Lo he intentado.
—Quizá con el tiempo…
—¡Ya han pasado casi cuatro años!
Hubo una pausa. Comenzaron a caminar a través del brezal, bajo el débil sol de la tarde. Jo corría tras las gaviotas. La madre dijo:
—En una ocasión casi dejé a tu padre.
—¿Cuándo? —preguntó ahora Lucy azorada.
—Fue poco después de que naciera Jane. En aquel entonces no estábamos bien económicamente, tu padre trabajaba para su padre y se produjo una crisis. Estaba esperando familia por tercera vez en tres años y parecía que una vida dedicada a tener hijos e ingeniárselas para estirar el dinero no me aportaba nada que me pudiera parecer halagüeño. Además, descubrí que estaba visitando a alguien que le había entusiasmado una vez; Brenda Simmonds, tú nunca la conociste. Luego ella se fue a Basingstoke. De pronto me pregunté qué estaba haciendo y para qué, y no podía hallar una respuesta.
Lucy tenía recuerdos leves y fragmentados de aquellos días: el abuelo con bigotes blancos; su padre más delgado; dilatadas comidas familiares en la gran, cocina de la granja; risas, sol y animales. Por aquel entonces el matrimonio de sus padres parecía representar una felicidad sólida y permanente. Ahora dijo:
—¿Por qué no lo hiciste? Quiero decir, ¿por qué no te marchaste?
—En aquellos tiempos no se hacía. El divorcio no era nada común, y las mujeres no podían conseguir trabajo. —Ahora trabajamos en todo tipo de cosas.
—También lo hicieron en la guerra pasada, pero luego todo cambió. Hubo paro laboral. Supongo que esta vez también pasará lo mismo. De algún modo los hombres se salen con la suya, hablando en términos generales, ¿no es así?
—Y te alegras de haberte quedado. —No hubo respuesta, y no era una pregunta.
—La gente de mi edad no tendría que hacer declaraciones acerca de la vida. Pero mi vida ha sido una cuestión que se iba haciendo segundo a segundo, y lo mismo sucede con la mayoría de las mujeres que conozco. Seguir con lo que se está haciendo usualmente parece un sacrificio, pero casi nunca lo es. De todos modos, no voy a darte ningún consejo. No me harías caso, y si me lo hicieras luego me echarías la culpa de tus problemas, pues así es.
—Oh, mamá —dijo Lucy sonriendo.
—¿Volvemos? —dijo su madre—. Creo que ya hemos andado bastante por hoy.
Una noche, en la cocina, Lucy le dijo a David:
—Me gustaría que mamá se quedara otra semana, si puede. —La madre estaba arriba, acostando a Jo y contándole un cuento.
—¿Quince días no son suficientes para diseccionar mi personalidad? —preguntó David.
—No seas tonto, David.
Él se aproximó en su silla de ruedas hasta el asiento de ella.
—¿Me vas a decir que no habláis sobre mí?
—Por cierto que hablamos de ti, para eso eres mi marido.
—¿Qué le has dicho?
—¿Qué puede importarte? —dijo Lucy, no sin malicia—. ¿De qué puedes avergonzarte?
—Vete al diablo, no tengo nada de qué avergonzarme. Pero a nadie le gusta que su vida privada sea pasto de dos mujeres chismosas.
—No chismeamos sobre ti.
—Entonces, ¿de qué habláis?
—Te sientes molesto, ¿verdad?
—Respóndeme.
—Yo le digo que quiero separarme de ti y ella trata de disuadirme.
Él hizo girar su silla y se alejó diciendo:
—Dile que no necesita preocuparse por mí.
—¿Lo dices en serio? —le gritó ella. Él detuvo la silla.
—No necesito a nadie, ¿me entiendes? Me las puedo arreglar perfectamente solo.
—¿Y yo? —dijo ella suavemente—. Quizá yo necesite a alguien.
—¿Para qué?
—Para que me ame.
La madre entró y olfateó el clima.
—Está profundamente dormido —dijo—. Se rindió antes que la Cenicienta llegara al baile. Bueno, me voy a recoger mis cosas para no dejar todo hasta el último momento.
—Volvió a salir.
—¿Crees que alguna vez lo nuestro cambiará, David?
—No sé a qué te refieres.
—¿Alguna vez seremos…, como éramos antes de casarnos?
—Mis piernas no volverán a crecer, si te refieres a eso.
—Oh, Dios, ¿no puedes entender que no me importa? Lo único que deseo es sentirme querida.
—Eso es problema tuyo —dijo David encogiéndose de hombros. Y salió antes de que ella empezara a llorar.
La madre no se quedó durante otros quince días. Al día siguiente Lucy la acompañó hasta el muelle. Estaba lloviendo a cántaros y las dos llevaban impermeable. Permanecieron silenciosas mientras esperaban que llegase la lancha, contemplando la lluvia que picoteaba el agua y formaba pequeños cráteres. La madre sostenía a Jo entre sus brazos.
—En su momento las cosas cambiarán —dijo ella—. Cuatro años no son nada en un matrimonio.
—Por mi parte no es mucho lo que puedo hacer, de modo que no sé lo que va a pasar —dijo Lucy—. Están Jo y la guerra, y la situación de David…, ¿cómo podría marcharme?
Llegó la lancha y Lucy cambió a su madre por tres cajas de provisiones y cinco cartas. El mar estaba picado. La madre se sentó en la pequeña cabina de la lancha. Se dijeron adiós con el brazo en alto hasta que la barca desapareció en la curva que rodeaba la isla. Luego Lucy se sintió terriblemente sola.
—No quiero que se vaya la abuela —comenzó a llorar Jo.
—Yo tampoco —dijo Lucy.
Godliman y Bloggs caminaban uno junto al otro por la acera de una calle comercial londinense dañada por los bombardeos. Constituían una pareja muy desigual: el profesor cargado de hombros, con su cara de aguilucho, sus gruesos anteojos de cristal de roca y la pipa, caminando sin mirar dónde pisaba, con pasos cortos y apresurados, y el otro, un joven de pies planos, rubio y empecinado con su impermeable de detective y su espectacular sombrero. Parecían el diseño de una historieta cómica que aguardara su leyenda para ir a la imprenta.
—Me parece que Die Nadel tiene muy buenos padrinos —iba diciendo Godliman.
—¿Por qué?
—Es la única explicación de que pueda ser tan insubordinado impunemente. Decir «Saludos a Willi» sólo dría referirse a Canaris.
—Usted cree que deben haber sido compinches.
—De alguien es compinche… y quizá lo sea de alguien más poderoso que Canaris.
—Tengo la impresión de que eso nos lleva mucho más lejos.
—La gente que está bien vinculada, generalmente establece esas vinculaciones en la escuela, en la Universidad. Piénselo.
Se encontraban en el exterior de una tienda que presentaba un enorme boquete donde una vez hubo un gran escaparate cerrado. Ahí colgaba un burdo cartel, pintado a mano y clavado en el marco, que decía: «Aún más abierto que de costumbre.»
—Vi otro en un puesto de Policía —dijo Bloggs riendo— que decía: «Portaos bien que seguimos abiertos.»
—Se ha convertido en una forma de arte menor.
Siguieron andando. Luego, Bloggs dijo:
—¿Y qué importancia tiene que Die Nadel haya ido al colegio con algún jerarca de la Wehrmacht?
—En la escuela siempre sacas fotos de los alumnos. Middleton en el subsuelo de Kensington, la casa donde MI6 vivía antes de la guerra. Tiene una colección de miles de fotografías de oficiales alemanes: fotos escolares durante fiestas, en desfiles estrechándose las manos con Adolfo, fotos de periódicos…, en fin, hay de todo.
—Ya veo —dijo Bloggs—. De modo que si usted está en lo cierto, y Die Nadel ha asistido en Alemania a los equivalentes de Eton y Sandhurst, seguramente tenemos una foto de él.
—Es casi seguro. Los espías no son aficionados a las cámaras fotográficas, pero no nacieron siendo espías, de modo que habrá un jovencito Die Nadel en los archivos de Middleton.
Bordearon un gran boquete que había ante una barbería. El edificio había quedado intacto, pero el tradicional poste a rayas blancas y rojas estaba destrozado en el suelo. Un cartel en el escaparate decía: «Casi nos afeitan, pero afeitamos. Haga el favor de pasar.»
—Pero, ¿cómo le vamos a reconocer? Nadie le ha visto jamás —dijo Bloggs.
—¿Cómo que no? En la pensión de la señora Garden en Highgate le conocen muy bien.
La casa victoriana se hallaba sobre una loma desde la que se divisaba todo Londres. Estaba construida en ladrillo visto, y Bloggs pensó que parecía como enfadada por el daño que Hitler le estaba ocasionando a su ciudad. Sobresalía en lo alto, que era indudablemente un lugar muy apropiado para transmitir por radio. Die Nadel habría elegido el último piso. Bloggs pensó que quién sabe cuántos secretos habría transmitido a Hamburgo desde aquel lugar durante los atribulados días de 1940: datos sobre lugares geográficos, fábricas de aviones, fábricas metalúrgicas, defensas costeras, chismes políticos, máscaras antigás, refugios, trincheras, la moral británica, daños por bombardeos. «Bien, muchachos, por fin han destruido a Christine Bloggs. Corto y cierro.»
Un hombre maduro vestido con chaqueta y pantalón rayado les abrió la puerta.
—Buenos días. Soy el inspector Bloggs de Scotland Yard. Quisiera hablar un momento con el dueño de casa, por favor.
Bloggs advirtió el temor en los ojos del hombre; luego, una mujer joven vino hasta la puerta y dijo:
—Pase, por favor.
El vestíbulo embaldosado olía a cera. Bloggs colgó su sombrero y su impermeable en el perchero. El señor maduro desapareció en las profundidades de la casa y la mujer condujo a Bloggs hasta una sala. Estaba amueblada al antiguo estilo, con piezas costosas. Había una mesa rodante con botellas de whisky, ginebra y licores; estaban todas sin abrir. La mujer se sentó en un sillón con tapizado de flores y se cruzó de piernas aguardando las preguntas.
—¿Por qué se atemoriza ante la Policía el señor mayor? —preguntó Bloggs.
—Mi suegro es judío alemán. Vino aquí en 1935 para escapar de Hitler, y en 1940 ustedes le metieron en un campo de concentración. La esposa se suicidó ante la perspectiva. Él acababa de ser liberado de la isla de Man. Recibió una carta del Rey, que le pide disculpas por las molestias que ha sufrido.
—Nosotros no tenemos campos de concentración —dijo Bloggs.
—Los inventamos. En África del Sur. ¿No lo sabía usted? Escribimos nuestra historia, pero olvidamos algunaspartes. Siempre hemos sido muy hábiles para no ver los hechos desagradables.
—Quizá no importe demasiado.
—¿Cómo?
—En 1939 no quisimos ver el hecho desagradable de que nosotros solos no podíamos ganar la guerra contra Alemania, y ya ve usted lo que ha pasado.
—Eso mismo dice mi suegro. Él no tiene una actitud tan cínica como la mía. ¿Qué podemos hacer para contribuir a la tarea de Scotland Yard?
Bloggs había estado disfrutando del intercambio de opiniones y con cierta resistencia volvió la atención a su trabajo específico.
—Se trata de un asesinato que se produjo aquí hace cuatro años.
—¡Tanto tiempo!
—Es posible que existan nuevas pruebas.
—Conozco el caso, por supuesto. La dueña anterior fue asesinada por uno de sus huéspedes. Mi esposo compró la casa al Estado; ella no tenía herederos.
—Quisiera poder hallar a las personas que fueron huéspedes en aquel momento.
—Sí. —Ahora desapareció la hostilidad en el tono de la mujer, y su inteligente rostro se reconcentró en el esfuerzo por recordar.
—Cuando nosotros llegamos aquí había tres que vivieron en la casa antes del hecho: un oficial de Marina retirado, un vendedor y un joven de Yorkshire. El joven se alistó en el Ejército; aún nos escribe. El vendedor fue llamado al frente y murió en el mar. ¡Lo sé porque dos de sus cinco esposas se pusieron en comunicación con nosotros!, y el comandante aún está aquí.
—¡Aún está aquí! A eso se le llama tener suerte. Me gustaría verle, por favor.
—Cómo no. —Ella se puso de pie—. Ha envejecido bastante. Lo acompañaré hasta su habitación. —Subieron por la escalera alfombrada hasta el primer piso. Ella dijo—: Mientras usted habla con él buscaré la última carta del muchacho que está en el Ejército. —Llamó a la puerta. Era más de lo que habría hecho la dueña de la casa donde vivía Bloggs, pensó éste con asombro.
—Está abierto —dijo una voz, y Bloggs entró.
El comandante estaba sentado en una silla junto a la ventana con las piernas envueltas en una manta. Llevaba chaqueta deportiva, camisa y corbata, y usaba gafas. Elpelo se le veía ralo y los bigotes grises; la piel suelta y arrugada en un rostro que una vez debía de haber sido fuerte. El cuarto era el hogar de un hombre que vivía de sus recuerdos. Había pinturas de barcos en alta mar, un sextante y un telescopio, también una fotografía de cuando era niño a bordo del barco de la Real Armada Británica, el Winchester.
—Vea usted —dijo sin darse la vuelta—; dígame por qué ese joven no está en la Marina.
Bloggs se dirigió a la ventana, desde donde se divisaba, justo en la curva de la acera de enfrente, un carro de panadero tirado por un caballo, un caballo viejo que bajaba la cabeza y la hundía en la bolsa que llevaba colgada al cuello, mientras el «muchacho», que era una mujer, hacía las entregas. Llevaba pantalones, el pelo rubio muy corto, y tenía un magnífico busto. Bloggs rió diciendo: