Llamó a la puerta del número 42. Se abrió y aparecieron dos hombres.
El sargento Canter dijo:
—¿Son ustedes agentes secretos del MI5?
Al mismo tiempo que Bloggs llegó un hombre especialmente designado, el detective-inspector Harris, a quien había conocido en sus días de Scotland Yard. Canter les mostró el cadáver.
Permanecieron inmóviles durante un momento, mirando a la pacífica cara joven con su bigote rubio.
—¿Quién es? —preguntó Harris.
—Su nombre de código es Blondie —le dijo Bloggs—. Creemos que vino como paracaidista hace un par de semanas. Interceptamos un mensaje por radio a otro agente en el que concertaban un encuentro. Sabíamos el código, de modo que pudimos seguirle los pasos. Teníamos la esperanza de que Blondie nos llevara hasta el agente residente, que representa un espécimen mucho más peligroso.
—Entonces, ¿qué ha pasado aquí?
—Maldito sea si lo sé.
Harris observó la herida en el pecho del agente.
—¿Un estilete?
—Algo por el estilo. Un trabajo muy limpio. Por debajo de las costillas y directamente al corazón. Rápido. ¿Quiere ver la forma en que entró?
Canter los llevó escaleras abajo hasta la cocina. Observaron la ventana y el vidrio intacto sobre la hierba.
—También forzó la cerradura de la habitación —dijo el policía.
Se sentaron a la mesa de la cocina, y Canter preparó té. Bloggs dijo:
—Sucedió la noche siguiente a esa en que yo lo perdí en Leicester Square. Ahí lo eché todo a perder.
—No seas tan severo contigo mismo —dijo Harris. Bebieron el té en silencio—. ¿Qué tal andan tus cosas? Nunca vienes por el «Yard».
—Estoy muy ocupado.
—¿Cómo está Christine?
—Muerta en un bombardeo.
—Qué desgracia, caray —dijo Harris con expresión de asombro.
—Y tú, ¿estás bien?
—Perdí a mi hermano en África del Norte. ¿Conocías a Johnny?
—No.
—Bebía demasiado. No te puedes imaginar. Gastaba tanto en beber que ni siquiera pudo llegar a casarse. Lo cual, por otro lado, es mejor, dado el curso que tomaron los acontecimientos.
—Creo que hay pocos que no hayan perdido a alguien.
—Si estás solo ven a comer a casa el domingo.
—Gracias, ahora trabajo los domingos.
—Bueno, entonces ven cuando quieras —dijo Harris meneando la cabeza.
Un detective de la Policía asomó la cabeza por la puerta y se dirigió a Harris.
—¿Podemos empezar a reunir las pruebas, jefe? Harris miró a Bloggs.
—Por mi parte he terminado —dijo éste.
—Muy bien, muchacho, entonces adelante —le respondió Harris.
—Supongamos que estableció el contacto después de que perdiera la pista, y que se puso de acuerdo con el agente residente en venir aquí. El residente puede haber sospechado que se trataba de una trampa. Eso explicaría por qué entró a través de la ventana y forzó la cerradura.
—Si así fuera, se trata de un sujeto peligrosísimo —observó Harris.
—Quizá precisamente por eso nunca le hemos pescado. De todos modos, entra en el cuarto de Blondie y le despierta. Una vez que lo ha hecho se da cuenta de que no se trata de una trampa, ¿no es así?
—Correcto.
—Y entonces, ¿por qué habría de matar a Blondie?
—Quizá se pelearon.
—No hay signos de lucha.
Harris miró su taza vacía con el ceño fruncido y dijo:
—Es posible que se diera cuenta de que seguíamos a Blondie y temiera que le cazáramos y le hiciéramos cantar las cuarenta.
—Esto le convierte en un bastardo sin compasión —dijo Bloggs.
—Y éste es el otro motivo por el que aún no hemos logrado cazarle.
—Vamos. Siéntese. Acabo de recibir una llamada de MI6. Canaris está que muerde.
Bloggs se acercó, se sentó y dijo:
—¿Son buenas o malas noticias?
—¿Qué significa eso, buenas o malas noticias?
—Muy malas —dijo Godliman—. Ha sucedido en el peor de los momentos.
—¿Puedo saber por qué?
Godliman le miró intensamente y luego dijo:
—Creo que debe saberlo. En este momento tenemos cuarenta dobles agentes transmitiendo a Hamburgo información falsa sobre los planos aliados de invasión a Francia.
—No sabía que la cosa fuese tan seria —murmuró Bloggs—. Supongo que los dobles estarán diciendo que nos dirigimos a Cherburgo cuando en realidad vamos hacia Calais, o viceversa.
—Algo así. Al parecer no es necesario que yo conozca los detalles, o por lo menos no me los han dado. Sea como fuere, todo el montaje peligra. Conocíamos a Canaris; sabíamos que le engañábamos y pensábamos que podíamos seguir haciéndolo. Es posible que un agente desconfíe de los de su predecesor. Es más, hemos tenido algunas bajas del otro lado, es decir gente que podría haber engañado a los del Abwehr si no fuese porque ya los habían convertido en inofensivos. Ésa es otra de las razones para que los alemanes comiencen a sospechar de nuestros dobles.
—Entonces existe la posibilidad de que algo se filtre. Literalmente, miles de personas conocen ahora la existencia de nuestro sistema cruzado o de dobles, y los tenemos en Islandia, Canadá y Ceilán. Y también utilizamos ese sistema en Oriente Medio.
—Y el año pasado cometimos un grosero error al repatriar a un alemán llamado Erich Carl. Más tarde nos enteramos de que era un agente del Abwehr, un agente en serio, y que mientras estuvo internado en la isla de Man pudo haberse enterado de la existencia de dos dobles, Mutt y Jeff, y posiblemente de un tercero llamado Tate.
—De modo que estamos pisando terreno peligroso. Con que un solo agente medianamente competente del Abwehr, aquí en Inglaterra, descubra qué es «Fortitude», el nombre de código para el plan de engaño, todo el aparato estratégico puede peligrar. Descifrar palabras nos puede hacer perder la cochina guerra.
Bloggs reprimió una sonrisa al recordar los días en que el profesor Godliman no conocía siquiera el significado de tales palabras.
—La comisión número veinte dejó bien claro que espera que yo me asegure de que no hay en Inglaterra un solo agente competente del Abwehr.
—La semana pasada hubiéramos podido afirmar que no los había —dijo Bloggs.
—Ahora sabemos que hay por lo menos uno.
—Y que permitimos que se nos escurra entre los dedos.
—De modo que tenemos que encontrarle.
—No es nada fácil —dijo Bloggs con acento lúgubre—. No sabemos desde qué lugar del país está operando, no tenemos la más remota idea acerca de su aspecto. Es lo bastante astuto como para no dejarse detectar por ninguna triangulación mientras transmite. De no ser así, haría mucho tiempo que le hubiéramos localizado. No conocemos ni siquiera su nombre de código. ¿Dónde encontraremos, pues, el cabo de la madeja?
—Los crímenes no resueltos —dijo Godliman—. Mire, un espía comete indefectiblemente actos ilegales. Falsifica documentos, roba combustible y armas, burla los puestos de control, se mete en las áreas prohibidas, saca fotografías, y cuando alguien le molesta, asesina. La Policía debe poseer en sus archivos algunos de esos crímenes que seguramente deben atribuirse a espías que han estado actuando durante algún tiempo. Si recorremos los archivos de crímenes sin resolver desde que empezó la guerra, encontraremos indicios.
—Pero, ¿no se da cuenta de que la mayoría de los crímenes no se resuelven? —dijo Bloggs incrédulo—. ¡Los archivos podrían llenar el «Albert Hall»!
— Entonces —dijo Godliman encogiéndose de hombros—, limitémonos a Londres, y comencemos por los crímenes.
El primer día de su búsqueda hallaron lo que buscaban. Fue justamente Godliman quien se topó con el caso, y al principio no se dio cuenta de su significado.
Figuraba en el archivo como el asesinato de una mujer, se trataba de Una Garden, de Highgate, en 1940. Le habían cortado la garganta y presentaba síntomas de abuso sexual, aunque no la habían violado. Se hallaba en el dormitorio de su inquilino con una considerable graduación alcohólica en la sangre. El panorama parecía bien claro: había estado de juerga con su inquilino, él había querido ir más allá de lo que ella estaba dispuesta a concederle, habían forcejeado, y él la había asesinado, lo cual neutralizó su libido. Pero la Policía nunca encontró al huésped asesino.
Godliman estuvo a punto de pasarlo por alto. Los espías nunca se enredan en asuntos sexuales de tipo violación. Pero era un hombre muy puntilloso en lo que respecta a observar datos, de modo que leyó cada palabra y descubrió que la infortunada señora Garden recibió heridas de estilete en la espalda además del tajo fatal en la garganta.
Godliman y Bloggs se encontraban en los extremos opuestos de una mesa de madera en la sala de ficheros del Old Scotland Yard. Godliman le tiró la ficha a través de la mesa y dijo:
—Creo que es éste.
Bloggs le echó una mirada y dijo:
—El estilete.
Firmaron por los documentos que se llevaban del archivo y fueron caminando hasta la War Office. Cuando volvieron a la oficina de Godliman encontraron sobre el escritorio un mensaje descodificado. Éste leyó desaprensivamente, luego pegó con excitación sobre la mesa.
—¡Es él!
—Órdenes recibidas. «Saludos a Willi» —leyó Bloggs.
—¿Lo recuerda? —dijo Godliman—. ¿Die Nadel?
—Sí —respondió Bloggs sin mucha convicción—. La aguja. Pero no hay mucha información aquí.
—¡Piense, piense! Un estilete es como una aguja. Es el mismo hombre: el asesino de la señora Garden, todos aquellos mensajes en 1940 que no pudimos rastrear, la cita con Blondie…
—Es posible. —Bloggs pareció preocupado.
—Puedo probarlo —dijo Godliman—. ¿Recuerda la transmisión sobre Finlandia que usted me enseñó el primer día que llegué aquí? ¿Esa que fue interrumpida?
—Sí. —Bloggs se apresuró a ir al archivo para encontrarla.
—Si mi memoria no me engaña, la fecha de la transmisión coincide con la del asesinato… Y apuesto a que el momento de la muerte coincide con la interrupción.
Bloggs encontró el mensaje en el archivo.
—Tiene usted razón por segunda vez.
—¡Naturalmente!
—Ha estado actuando en Londres durante por lo menos cinco años, y no hemos podido localizarle hasta ahora —reflexionó Bloggs—. No será fácil pescarle.
De pronto, la expresión de Godliman se tornó lobuna, y dijo apretando los dientes:
—Es posible que sea inteligente, pero no es más inteligente que yo. Le voy a clavar en esa pared como a una mariposa, qué diablos.
Bloggs lanzó una carcajada.
—¡Dios mío, cómo ha cambiado usted, profesor!
—¿Se da cuenta de que es la primera vez que se ríe en un año? —dijo Godliman.
La lancha de las provisiones rodeó la Isla de las Tormentas y navegó hacia la bahía bajo un cielo límpidamente azul. Dos mujeres venían en ella, una era la esposa del piloto —él había sido llamado a filas y ahora ella seguía con el negocio— y la otra era la madre de Lucy.
Esta última salió de la lancha vistiendo un traje de fajina; una chaqueta de estilo masculino y una falda por encima de las rodillas. Lucy la abrazó con fuerza.
—¡Mamá! ¡Qué sorpresa!
—¡Pero si te escribí!
La carta venía con el correo en la misma lancha; mamá había olvidado que el correo llegaba sólo una vez cada quince días.
—¿Éste es mi nieto? ¡Pero si ya es todo un hombre!
El pequeño Jo, de casi tres años, tuvo un acceso de timidez y se escondió tras la falda de Lucy. Era hermoso, alto para su edad, y de pelo oscuro.
—¿No es idéntico a su padre? —dijo mamá.
—Sí —respondió Lucy—. Te debes estar congelando. Ven, sube a casa. ¿De dónde sacaste esa falda?
Recogieron las provisiones y comenzaron a subir por la ladera hacia la cumbre. Por el camino la madre no dejaba de parlotear.
—Está de moda, querida. Ahorra tela. Además, allá no hace tanto frío. ¡Qué viento! Supongo que puedo dejar mi maleta en el muelle, ¡quién la va a robar! Jane está comprometida con un soldado norteamericano. Blanco, gracias a Dios. Es de un lugar que se llama Milwaukee, y no anda masticando chicle. ¿No te parece un encanto? Ahora sólo me quedan cuatro hijas por casar. Tu padre es capitán de la «Home Guard», ¿te lo había dicho? Se pasa la mitad de la noche en pie patrullando la propiedad a la espera de paracaidistas alemanes. El almacén del tío Stephen fue bombardeado. No sé cómo se las va a arreglar, creo que hay un acta de guerra o algo así…
—Basta, mamá, te quedan catorce días para contarme las novedades —rió Lucy.
Llegaron a la casa y la madre comentó:
—¿No es precioso? —entraron—. Me parece realmente una delicia.
Lucy sentó a su madre ante la mesa de la cocina y preparó té.
—Tom te traerá tu maleta. En un momento estará aquí para almorzar con nosotros.
—¿El pastor?
—Sí.
—¿Así que le encuentra tareas para David?
—La cosa es al revés —rió Lucy—. Ya te lo contará él mismo. Pero aún no me has dicho por qué estás aquí.
—Querida, me parece que ya era hora de que nos viésemos. Sé que es de esperar que no hagas viajes innecesarios, pero una vez en cuatro años no es demasiado pedir, ¿verdad?
Desde afuera les llegó el ruido del jeep, y un momento después David entraba por sí mismo en su silla de ruedas. Besó a su suegra y presentó a Tom.
—Tom, hoy puede ganarse el almuerzo trayendo la maleta de mamá, pues ella se ha traído sus propias provisiones —dijo Lucy.
—Es un día duro —dijo David calentándose las manos en la cocina.
—¿Entonces te estás tomando la cría de las ovejas en serio? —preguntó la madre de Lucy.
—En este momento el rebaño es el doble de lo que era hace tres años —le informó David—. Mi padre nunca se tomó en serio el trabajo de esta isla. He cercado diez kilómetros de tierra en la cima del acantilado, he mejorado los pastos y he introducido métodos modernos de crianza. No sólo tenemos más ovejas, sino que cada animal nos da mejor carne y más abundante; lo mismo sucede con la lana.
—Supongo que Tom hace el trabajo físico y tú das las órdenes —dijo la madre tanteando.
—Todo a medias, mamá —dijo David riendo.
Para el almuerzo tenían corazones, y además los dos hombres comieron montañas de patatas fritas. La madre alabó los buenos modales de Jo en la mesa. Luego, David encendió un cigarrillo y Tom llenó su pipa.
—Lo que quisiera saber es cuándo nos vais a dar más nietos —dijo la madre con una sonrisa iluminándole la cara.