Una mujer llegó hasta la puerta de la casa y le hizo señas de que se aproximara. Faber le contestó en señal de asentimiento. Luego saltó a tierra, amarró el barco y entró en la casa. El cuidador estaba en mangas de camisa, sentado a la mesa de la cocina. Al verle, le preguntó:
—No tiene prisa, ¿verdad?
—En absoluto —dijo Faber sonriendo.
—Sírvele una taza de té, Mavis.
—Gracias, no es necesario —dijo Faber amablemente.
—Sírvase, acabamos de preparar una tetera.
—Bueno, gracias. —Faber se sentó. La pequeña cocina era aireada y limpia, y le sirvieron el té en una bonita taza de porcelana china.
—¿Se ha tomado unas vacaciones de pesca? —preguntó el cuidador.
—De pesca y de observación de pájaros —respondió Faber—. Estoy pensando en amarrar pronto y pasarme un par de días por tierra.
—Ah, ah; bueno, de ser así, mejor manténgase hacia el otro lado del canal, porque éste es zona de paso restringido.
—¿Ah, sí? No sabía que hubiera tierras del Ejército por aquí.
—Sí, comienzan a medio kilómetro de aquí. No sé si serán del Ejército, porque se mantiene en reserva y no me lo dicen.
—Bueno, supongo que no tenemos por qué saberlo —dijo Faber.
—Así debe ser. Bien, tómese su té y luego le abriré la compuerta. Gracias por dejarme terminar mi té.
Salieron de la casa y Faber se metió en el barco y lo desamarró. Las compuertas se cerraron lentamente tras él, y luego el hombre abrió el acceso que le franqueaba el paso. El barco se hundió gradualmente, equilibrado por el nivel de agua de la esclusa. Por último, el cuidador abrió las compuertas frontales.
Faber izó las velas y avanzó. El encargado le despidió con el brazo en alto y agitando la mano.
Volvió a detenerse unos seis kilómetros más adelante y atracó el barco junto a un sólido árbol de la orilla. Mientras esperaba que cayera la noche, se preparó un plato de salchichas de lata y bizcochos, los acompañó de una botella de agua. Se vistió con sus ropas negras y metió en la mochila sus prismáticos, la cámara fotográfica y un ejemplar de Aves raras de East Anglia; también se llevó una brújula y una linterna. Estaba preparado.
Apagó el farol, cerró la cabina con la llave, saltó a tierra y, tras consultar la brújula a la luz de la linterna, se metió en la franja boscosa que bordeaba el canal.
A lo largo de cerca de un kilómetro caminó en dirección sur con respecto a su barco, hasta que llegó a un cercado de alambre de espino de unos dos metros de alto y rematado con tiras de alambre. Retrocedió nuevamente hasta el bosque y trepó a un árbol.
Las nubes eran dispersas y la luna iluminaba la zona perfectamente. Más allá del cerco el terreno se extendía llano, con suaves declives. Faber ya había hecho este tipo de reconocimiento con anterioridad, en Biggin Hill, Aldershot, y en otra cantidad de áreas militares del sur de Inglaterra. Había dos niveles de seguridad: las patrullas que recorrían el perímetro cercado y los puestos de guardia estables.
Los dos niveles, consideraba, podían ser superados con cautela y paciencia.
Faber bajó del árbol y volvió a la alambrada. Se escondió tras un arbusto y se instaló a esperar.
Tenía que saber cuándo pasaría por ahí la patrulla. Si no pasaba hasta el amanecer simplemente volvería a la noche siguiente. Si tenía suerte no tardaría en pasar. Por el tamaño aparente del área bajo vigilancia, se dio cuenta de que sólo harían una ronda por noche.
Tuvo suerte. Poco después de las diez escuchó pasos y tres hombres pasaron por el lado interior de la alambrada. Cinco minutos después la cruzó.
Caminó hacia el Sur; cuando cualquier dirección es buena, lo mejor es seguir una línea recta. No utilizó la linterna. Dentro de lo posible se mantuvo junto a las alambradas y a los árboles, y evitó los montículos donde podía dibujarse su silueta contra la luz de la luna. El vasto campo era un cuadrado abstracto en negro, gris y plata. El suelo bajo sus pies estaba algo mojado, como si en las cercanías hubiera pantanos. Ante él un zorro atravesó el campo, tan rápido como un sabueso y con tanta gracia como un gato.
Eran las once y media de la noche cuando se topó con los primeros indicios de actividad militar, y eran unos indicios muy extraños.
La luna se asomó, y vio a menos de medio kilómetro varias filas de construcciones de una sola planta, organizadas con la inequívoca precisión de un cuartel. Inmediatamente se echó cuerpo a tierra, pero al mismo tiempo dudaba de lo que aparentemente veían sus ojos, pues no había luz ni ruido alguno.
Se quedó inmóvil durante diez minutos, tratando de que surgieran las explicaciones, pero no sucedió nada, excepto que apareció un tejón, le vio y se escabulló.
Faber avanzó arrastrándose.
A medida que se acercaba advirtió que los barracones no sólo estaban vacíos sino también a medio acabar. La mayoría eran poco más que un techo sostenido por postes en las esquinas. Algunos tenían una pared.
Un súbito sonido le paralizó: era la risa de un hombre. Permaneció inmóvil y observó. Un fósforo brilló un momento y se extinguió, dejando dos puntos rojos en uno de los cobertizos sin terminar. Eran centinelas.
Faber tocó el estilete que llevaba en la manga, y luego comenzó a avanzar arrastrándose de nuevo, pero en dirección opuesta a los centinelas.
Las edificaciones a medio construir no tenían suelo ni cimientos. En las cercanías no había nada que indicara que allí se estaba edificando, ni mezcladoras de material, ni carretillas, ni pilas de ladrillos o palas. Una huella de tierra llevaba desde las instalaciones hacia las afueras del campo, pero en los surcos estaba creciendo la hierba; evidentemente, no se había transitado por allí en los últimos tiempos.
Era como si alguien hubiera pensado en asignar diez mil hombres al lugar y, tras pensarlo de nuevo, hubiera cambiado de idea a pocas semanas de iniciada la construcción.
Pero el lugar tenía algo que no encajaba bien en la explicación.
Faber caminó por los alrededores en silencio y alerta, no fuera a suceder que los centinelas decidieran hacer una ronda. En el centro del campo había un grupo de vehículos militares. Eran viejos y se estaban oxidando, y habían sido desmontados; ninguno tenía motor ni partes interiores. Pero, ¿qué razón había para quitarles todo lo de adentro y no lo de afuera?
Las instalaciones que tenían una pared eran más que nada hileras, y sus paredes daban al exterior; era como un estudio cinematográfico y no una base de operaciones.
Faber decidió que ya había averiguado todo lo que se podía averiguar del lugar. Se encaminó al extremo este del campo, y luego se dejó caer sobre manos y rodillas para seguir avanzando en cuatro patas hasta encontrarse bien alejado detrás del seto. Medio kilómetro más allá, cerca de la cima de un montículo, se volvió para mirar atrás. Desde ahí parecía nuevamente un cuartel.
Comenzó a concretársele una idea y la dejó madurar.
La tierra seguía siendo poco más o menos una planicie sólo interrumpida por suaves lomadas. Había zonas de bosques y pantanos con juncales, de lo cual Faber se aprovechó. En un momento dado tuvo que bordear una laguna cuya superficie era un espejo plateado bajo la luna. Oyó gritar a una lechuza y se volvió para mirar en esa dirección para descubrir que en la distancia había un granero derrumbado.
Unos pocos kilómetros más allá divisó el campo de aterrizaje.
Aquí había más aviones de los que nunca pensó que poseyera la RAF: «Pathfinders» de iluminación de objetivos, «Lancasters» y «B17» americanos destinados a paliar los efectos de los bombardeos, «Hurricanes», «Spitfires» y «Mosquitos» para los reconocimientos y el combate; en síntesis, que con aquello se podía realizar una invasión.
Todos tenían el fuselaje hundido en el polvo hasta la misma panza.
Una vez más, no había allí ruido alguno ni luces.
Faber continuó con el mismo procedimiento hasta arrimarse gateando a donde estaban los aviones y localizar a los centinelas. En el centro del campo de aterrizaje había una tienda de campaña pequeña. La mortecina luz de una lámpara que se traslucía a través de la lona indicaba que dentro había dos hombres, quizá tres.
A medida que Faber se aproximaba a los aviones, éstos parecían más chatos, como si se hubieran hundido.
Cuando llegó al más próximo y lo tocó, advirtió sorprendido que era un trozo de madera contrachapada de medio centímetro, cortada en forma de un «Spitfire» y pintada y fijada con sogas al suelo: un camuflaje.
Todos los demás aviones eran lo mismo.
Había más de mil.
Faber se enderezó mientras observaba la tienda de campaña con el rabillo del ojo, listo para volver a la posición anterior a la más leve señal de movimiento. Caminó por todo el falso aeropuerto mirando los falsos aviones, vinculando todo aquello con las instalaciones anteriores y deduciendo las implicaciones de lo que acababa de descubrir.
Sabía que de continuar su investigación encontraría más barracones como los anteriores y más campos de aterrizaje con aviones. Y si iba al Wash encontraría una flota de destructores de madera contrachapada y vehículos para el traslado de tropas.
Era un escenario costoso y cuidadosamente montado.
Naturalmente, no podía engañar a un observador durante mucho tiempo. Pero no estaba ideado para engañar a los observadores de tierra.
Estaba pensado para ser visto desde el aire.
El avión que sobrevolara el lugar, por más que estuviera pertrechado con un equipo moderno de fotografía y filmación, volvería con material que indiscutiblemente mostraría una enorme concentración de hombres y máquinas.
No era de sorprenderse, pues, que el cuartel general estuviera anticipando una invasión al este del Sena.
Todo aquello vendría acompañado por otros recursos de engaño. Los ingleses se referirían a FUSAG can señales, empleando un código que suponían sería descifrado. Se realizaría un trabajo de falso espionaje a través de los contactos diplomáticos que iban a Hamburgo. Las posibilidades eran infinitas.
Los ingleses se habían tomado cuatro años para prepararse y disponer de aquella invasión. En su mayor parte, el Ejército alemán estaba peleando en Rusia. Una vez que los aliados pusieran un pie en suelo francés, nadie podría pararles. La única posibilidad de los alemanes era detenerles en las costas y aniquilarles cuando bajaran de los barcos.
Si ellos aguardaban el desembarco donde no debían, perderían su única oportunidad.
Ahora el planteo estratégico estaba claro. Se trataba de algo simple y devastador.
Faber debía informar a Hamburgo.
Era como para que no le creyeran.
Rara vez se alteraba la estrategia de guerra por la palabra de un hombre. Su posición era importante, ¿pero llegaría a esa altura?
El idiota de Von Braun nunca le creería. Había odiado a Faber durante años y no iba a perder la oportunidad de desacreditarlo. Canaris y Von Roenne…, no tenían fe ninguna en ellos.
Y algo más; la radio. No quería confiar aquello a la radio…, desde hacía semanas tenía la sensación de que el código empleado en las transmisiones ya no era seguro. Si los ingleses descubrían que su secreto había sido descubierto…
Sólo había una manera de hacerlo; debía de tener pruebas y llevarlas él mismo a Berlín.
Necesitaba fotografías.
Tomaría fotografías de aquel gigantesco montaje, luego iría a Escocia y se embarcaría en el submarino, y le entregaría personalmente las fotografías al Führer. No podía hacer nada más ni nada menos.
Para las fotografías necesitaría luz. Tendría que esperar hasta el amanecer. Poco antes había visto un granero derruido. Podría pasar ahí el resto de la noche.
Consultó la brújula y se encaminó hacia allá. El granero se hallaba más alejado de lo que le había parecido, y necesitó casi una hora de camino. Era una vieja construcción de madera con agujeros en el techo. Hacía mucho que las ratas lo habían abandonado por falta de alimentos, pero en cambio había murciélagos en el henil.
Faber se echó sobre algunos tablones, pero no pudo dormir, excitado ante la certeza de que él personalmente podía alterar el curso de la guerra.
Amanecía a las 5.21. A las 4.20 Faber dejó el granero.
Aunque no había podido dormir, esas dos horas le habían descansado el cuerpo y calmado la mente, y ahora se encontraba bien de ánimo. El viento del Oeste se había llevado las nubes, de modo que aun cuando ya no había luna las estrellas proporcionaban alguna claridad.
Sus cálculos de horario eran correctos. El cielo se aclaraba perceptiblemente a medida que él se acercaba al campo de aterrizaje.
Los centinelas aún se encontraban en la tienda. Con suerte estarían todavía dormidos. Faber sabía por experiencia propia que lo más difícil era no dormirse en las últimas horas.
Pero si aparecían no tendría más remedio que matarles.
Eligió su posición y cargó la «Leica» con un rollo «Agfa» color instantáneo de 35 mm. Esperó que los elementos químicos de la película sensible a la luz no se hubieran arruinado; aquellos rollos estaban en su maleta desde antes de la guerra, y en estos días no se podía comprar película en Inglaterra, de modo que los había guardado en una bolsa de cierre hermético y lejos del calor.
Cuando el aro rojo del sol apareció en el horizonte, comenzó a tomar fotos. Fotografió una serie desde distintos ángulos y a diferente distancia, terminando con un primer plano de los falsos aviones; de ese modo las fotos mostrarían tanto el aspecto general como la realidad.
Cuando concluía la última toma, alcanzó a advertir un movimiento con el rabillo del ojo. Se echó al suelo y se escondió bajo un «Mosquito» de madera contrachapada. Un soldado salió de la tienda, caminó unos pocos pasos, orinó sobre la tierra, se desperezó, bostezó y luego se encendió un cigarrillo. Echó una mirada a su alrededor, tiritó y volvió a la tienda.
Faber se levantó y corrió.
Cuando estuvo a unos doscientos metros se volvió para mirar atrás. El campo de aterrizaje estaba fuera del alcance de la vista. Se encaminó hacia el Oeste, hacia los cobertizos.
Esto sería más importante que un caso de espionaje ordinario. Hitler era el único que siempre había tenido razón. El hombre que trajera la prueba de que una vez más el Führer tenía razón y de que todos los expertos estaban equivocados, podía esperar algo más que una palmada en la espalda. Faber sabía que Hitler le consideraba el mejor de los agentes del Abwehr, y este triunfo podría muy bien valerle el puesto de Canaris.