—He visto antes su cara —y le pegó, y cayó al suelo del tren con estrépito, y ahí fue donde se despertó.
Parpadeó, bostezó y miró a su alrededor. Le dolía la cabeza. Durante un momento sintió un gran alivio al advertir que se trataba de un sueño, luego le hizo gracia la ridiculez del simbolismo: la esvástica, los calcetines. ¡Increíble!
Un hombre vestido con un overall y que estaba a su lado le dijo:
—Parece que ha echado un buen sueño.
Faber levantó la vista con desasosiego. Siempre tenía miedo de hablar en sueños y delatarse.
—He tenido una pesadilla —dijo, y el hombre no agregó ningún comentario.
Estaba oscureciendo. Realmente había dormido mucho. Súbitamente se encendió la luz del vagón, una sola bombilla azul, y alguien bajó las cortinas. Los rostros de las gentes se convirtieron en pálidos óvalos sin facciones. El obrero se volvió comunicativo una vez más.
—Se ha perdido lo mejor —le dijo a Faber.
—¿Qué ha pasado? —preguntó. Era imposible que hubiera dormido mientras se realizaba algún control policial.
—Uno de esos coches yanquis nos pasó. Iba a unos quince kilómetros par hora, lo conducía un negro, iba tocando la alarma y llevaba una barredora impresionante en la parte de delante. Parecía el salvaje Oeste.
Faber sonrió y pensó una vez más en el sueño. En realidad, su llegada a Londres no había provocado inconvenientes. Primero había ido a un hotel con sus papeles belgas. En el término de una semana había recorrido distintos cementerios, anotando los nombres de los fallecidos, su edad, tal como se consignaba en las lápidas, y solicitando tres duplicados de partidas de nacimiento. Luego había encontrado una pensión y un trabajo humilde, empleando referencias falsas de una firma de Manchester que no existía. Incluso formó parte del registro electoral de Highgate antes de la guerra. Votó al Partido Conservador. Cuando se estableció el racionamiento, los bonos se entregaban a las dueñas de casa para cada una de las personas que en una determinada noche habían dormido en los diversos domicilios. Faber se las arregló para pasar parte de esa noche en cada una de las tres casas, y de ese modo obtuvo libretas para cada una de sus personalidades. Quemó el pasaporte belga. En el caso poco probable de que necesitara pasaporte podría llegar a obtener tres, británicos.
El tren se detuvo, y por el ruido del exterior los pasajeros se dieron cuenta de que habían llegado. Cuando Faber bajó del tren, se dio cuenta de cuán hambriento y sediento estaba. Su última comida había consistido en unas salchichas, unas galletas secas y una botella de agua, y de eso hacía ya veinticuatro horas. Dejó atrás el control de billetes y se dirigió a la cafetería de la estación. Estaba llena de gente, la mayoría soldados, durmiendo o tratando de dormir en las mesas. Faber pidió un bocadillo de queso y una taza de té.
—La comida está reservada a los hombres que están de servicio —le dijo la mujer situada detrás del mostrador.
—Entonces déme solamente té.
—¿Ha traído taza?
—No, no tengo —dijo Faber sorprendido.
—Y nosotros tampoco, amigo mío.
Faber consideró la posibilidad de ir al «Great Eastern Hotel» para cenar, pero le haría perder tiempo. Encontró un pub y se tomó dos cervezas, luego compró una bolsa de patatas fritas en un tenderete y se las comió en el propio envoltorio de papel de periódico, de pie en la calle.
Aquello le hizo sentirse sorprendentemente satisfecho.
Ahora tenía que encontrar un laboratorio fotográfico, pues quería revelar su rollo para asegurarse de que las fotos habían salido. No se iba a arriesgar a volver a Alemania con un rollo velado. Si las fotos no servían tendría que robar más película y volver. El pensamiento le resultaba insoportable.
Tendría que ser un establecimiento pequeño e independiente, y no la sucursal de una cadena que haría el revelado en la casa central. Debía ser una zona donde la gente del lugar pudiera tener cámaras fotográficas (o las tuviera desde antes de la guerra). La parte del East London, donde quedaba la Liverpool Street, no era la adecuada. Decidió, pues, dirigirse hacia Bloomsbury.
Alumbradas por la luz de la luna, las calles estaban tranquilas. Esa noche aún no habían sonado las sirenas. Dos policías militares le pararon en Chancery Lane y le pidieron su documento de identidad. Faber aparentó estar ligeramente bebido y la PM no le pidió que explicara qué hacía por las calles.
Encontró la tienda que buscaba en el extremo norte de Southampton Row. Había un anuncio de «Kodak» en el escaparate. Sorprendentemente, estaba abierto. Entró.
Un hombre cargado de hombros, irritable, de pelo ralo y gafas estaba de pie detrás del mostrador con una chaqueta blanca. Le dijo:
—Sólo tenemos abierto para las recetas médicas. —Está bien. Sólo quiero saber si revelan fotografías.
—Sí, si usted vuelve mañana…
—¿Las revelan aquí mismo? —preguntó Faber—. Es que las necesito rápido, ¿sabe?
—Sí, si usted vuelve mañana…
—¿Me las revelarían en el mismo día? Mi hermano está de permiso y quiere llevarse algunas.
—Veinticuatro horas es el mínimo tiempo que necesitamos. Vuelva usted mañana.
—Gracias, volveré —al salir advirtió que el establecimiento cerraba diez minutos más tarde. Cruzó la calle y se quedó entre las sombras, esperando.
A las nueve, diligentemente, el farmacéutico salió, cerró la tienda y se alejó. Faber caminó en dirección contraria y dobló dos esquinas.
No parecía tener acceso directo por la parte de atrás, y él no quería entrar por delante para no correr el riesgo de que algún policía advirtiera que la puerta estaba abierta mientras él estaba dentro. Caminó por una calle paralela tratando de encontrar un modo de entrar. Aparentemente, no había ninguno. Sin embargo, tenía que haber algún espacio entre casa y casa, pues las dos calles estaban demasiado apartadas como para que los edificios estuvieran pegados por la parte trasera.
Finalmente, encontró una gran casa vieja con una chapa en la puerta que la identificaba como residencia de los estudiantes de una escuela de las cercanías. Faber entró y atravesó rápidamente una cocina pública. Una muchacha solitaria estaba sentada ante una mesa, tomando café y leyendo un libro. Faber murmuró:
—Inspección de oscurecimiento del colegio —ella asintió con la cabeza y volvió a la lectura, y Faber salió por la puerta de atrás.
Cruzó el patio y tropezó con un montón de latas vacías; siguió y halló una puerta que daba a un sendero. En pocos segundos estuvo en lo que era la parte trasera de la tienda. Era evidente que aquella entrada nunca se utilizaba. Anduvo tropezando sobre unas cámaras de automóvil y un colchón viejo, y luego empujó la puerta con el hombro. La madera podrida cedió fácilmente y Faber se encontró en el interior.
Encontró el cuarto oscuro y se encerró en él. El tablero de la luz encendió una lámpara roja en el cielo raso. El lugar estaba muy bien equipado, con frascos de líquidos para revelar perfectamente rotulados, una ampliadora e incluso secador para las copias.
Faber trabajó rápida pero cuidadosamente, controlando con cuidado la temperatura de las cubetas, agitando los fluidos para que el revelado fuese regular, regulando el tiem. po de los procesos por medio de las manecillas de un gran reloj eléctrico situado sobre la pared.
Los negativos eran perfectos.
Los dejó secar, luego los puso en la ampliadora e hizo una serie completa de copias de diez por ocho. A medida que las imágenes aparecían en el baño de revelado se sentía alborozado. Realmente, había hecho un buen trabajo.
Ahora había que tomar una decisión importante.
El problema le había rondado por la cabeza durante todo el día y ahora que las fotografías estaban reveladas se veía obligado a afrontarlo.
¿Qué sucedería si no podía llegar con ellas a Alemania? El viaje que le esperaba era, como mínimo, azaroso. Te nía suma confianza en su habilidad para concertar un encuentro pese a las restricciones en los viajes y a la vigilancia de las costas; pero no podía tener garantía de que el submarino estaría ahí; o que haría el camino de regreso a través del mar del Norte. Además, por cierto, podía suceder que al salir le atropellara un autobús.
El riesgo de que él pudiera morir, tras haber descubierto el secreto más importante de la guerra, y de que este secreto desapareciera con él, era demasiado tremendo para detenerse a pensarlo.
Tenía que encontrar una estratagema de refuerzo, un segundo método para asegurarse de que las pruebas del engaño de los aliados llegarían al Abwehr.
Entre Inglaterra y Alemania no había servicio de Correos, naturalmente. La correspondencia debía llegar por medio de un país neutral. Y toda esa correspondencia seguramente pasaba por la censura. Podía escribir en código, pero ése no era el caso; tenía que mandar las fotografías, que en definitiva eran las pruebas que importaban.
Había una vía eficaz, según le habían dicho. En la embajada de Portugal en Londres había un funcionario que tenía simpatía por Alemania, en parte por razones políticas y en parte —eso preocupaba a Faber— porque recibía una buena paga. Ese funcionario pasaría los mensajes, desde la Lisboa neutral a la Embajada alemana, por la valija diplomática. Una vez ahí, ya era seguro que el mensaje llegaría. La ruta se había abierto a comienzos de 1939, pero Faber sólo la había utilizado una vez, cuando Canaris exigió una comprobación de rutina de que esa vía funcionaba bien.
Tendría que emplear ese medio. No había otra salida.
Faber se sintió irritado. Odiaba depositar su confianza en otros. ¡Eran todos botarates! No obstante, correría el riesgo. Debía cubrir su información. Era menos peligroso que utilizar la radio. Y, por cierto, implicaba menos riesgo que si el mensaje nunca llegaba a Alemania.
Faber era muy lúcido. El contrapesar los argumentos, indudablemente favorecía al contacto de la Embajada portuguesa.
Se sentó a escribir una carta.
Frederick Bloggs había pasado una tarde desagradable en las afueras.
Cuando cinco esposas atribuladas se pusieron en contacto con el destacamento de la Policía local para comunicar que sus maridos no habían regresado a sus hogares, un jefe de la Policía rural llegó a la conclusión de que una patrulla entera de la guardia territorial simplemente se había perdido —todos eran un poco bobalicones, pues de no ser así habrían estado en el Ejército—, pero, de todos modos, se comunicó con la central para ponerse a cubierto. El sargento de guardia que recibió la llamada se dio cuenta inmediatamente de que los hombres que faltaban habían estado patrullando un área militar particularmente sensible, y pasó la comunicación a su inspector, el cual a su vez se puso en contacto con Scotland Yard, que destinó a un enviado especial, el cual habló con MI5, que envió a Bloggs.
El enviado especial era Harris, que había estado investigando el caso Stockwell. Él y Bloggs se encontraron en el tren, que era una de las unidades del Wild West prestadas a Gran Bretaña por los americanos porque aquéllos sufrían escasez de trenes. Harris le repitió la invitación a la comida de los domingos y Bloggs le dijo de nuevo que trabajaba casi todos los domingos.
Cuando bajaron del tren pidieron bicicletas prestadas para recorrer el camino hasta encontrarse con los hombres asignados para la búsqueda. Harris, con veinte kilos más que Bloggs se fatigó con el esfuerzo de pedalear.
Se encontraron con el grupo bajo el puente del ferrocarril. Harris bendijo la oportunidad de bajar de su bicicleta.
—¿Qué han encontrado? —preguntó—. ¿Cadáveres?
—No. Un barco —dijo un policía—. ¿Quién es usted? Se presentaron. Un agente en ropa interior estaba buceando para examinar el barco. Volvió a la superficie conun tapón en la mano.
—¿Hundido a propósito? —preguntó Bloggs mirando a Harris.
—Así parece —Harris se volvió hacia el nadador—. ¿Ha visto algo más?
—No hace mucho que está hundido. Está en buenas condiciones y el mástil ha sido desmontado, no roto.
—Es mucha información por un minuto bajo el agua —dijo Harris.
—Soy navegante de fin de semana —dijo el nadador.
Harris y Bloggs montaron en sus bicicletas y se alejaron.
Cuando se encontraron con el grupo principal, los cadáveres ya habían sido hallados.
—Los cinco asesinados —dijo el uniformado inspector, a cargo del caso—. Capitán Langham, cabo Lee, y los guardas independientes de la Home Guard Watson, Dayton y Forbes. Dayton tenía el cuello roto; los demás fueron asesinados con una especie de cuchillo puntiagudo. Era evidente que el cuerpo de Langham había estado sumergido en el canal. Todos se encontraban juntos en una fosa poco profunda. Un asesino sanguinario —estaba muy impresionado y conmovido.
Harris observó de cerca los cinco cadáveres, colocados en línea, y luego dijo:
—Ya había visto heridas de este tipo, Fred —Bloggs se acercó a observarlas.
—Santo Dios, si parecen…
—…de estilete —asintió Harris.
—¿Saben ustedes quién lo ha hecho? —preguntó azorado el inspector.
—Podemos adivinarlo —dijo Harris—. Creemos que ya ha cometido dos crímenes. Si se trata del mismo hombre, sabemos quién es, pero no dónde está.
—Muy bien —dijo el inspector—. Teniendo en cuenta que estamos tan cerca de la zona de acceso restringido, y que la sección especial y el MI5 han llegado con tanta rapidez, ¿creen ustedes que yo debo saber algo más sobre este caso?
—Simplemente quédese tranquilo hasta que su inspector jefe hable con nuestra gente.
—¿Ha averiguado algo más, inspector? —le preguntó Bloggs.
—Aún estamos registrando la zona en círculos cada vez mayores, pero hasta ahora no hemos encontrado nada más. Había algunas ropas en la fosa —señaló.
Bloggs las tocó con repugnancia; unos pantalones negros, un suéter negro y una chaqueta corta de cuero negro al estilo de la RAF.
—Ropas para trabajo nocturno —dijo Harris.—. Y para un hombre alto y fornido —agregó Bloggs.
—¿Qué altura tiene su hombre?
—Algo más de un metro ochenta.
—¿Han visto a los hombres que han encontrado el barco hundido? —dijo el inspector.
—Sí —respondió Bloggs frunciendo el ceño—. ¿Dónde está la compuerta más próxima?
—Unos seis kilómetros más arriba.
—Si nuestro hombre venía en un barco, el cuidador de la compuerta tiene que haberle visto, ¿no es así? —En efecto —asintió el inspector.