El tren se estremeció y se detuvo. Una voz apagada afuera anunció que se encontraban en Liverpool. Faber se maldijo por lo bajo; tendría que haber pasado ese tiempo cavilando su próximo movimiento y no acordándose de Percival Godliman.
Le esperaban en Glasgow, según dijo Parkin antes de morir. ¿Por qué en Glasgow? Sus averiguaciones en Euston les habrían indicado que iba a Inverness. Y si ellos sospechaban que Inverness era el lugar codiciado, habrían deducido que venía igualmente a Liverpool, puesto que era el punto más próximo para tomar un ferry que le trasladara a Irlanda.
Faber odiaba las decisiones atropelladas.
No importaba el próximo paso, ahora tenía que salir del tren.
Se puso de pie, abrió la puerta, bajó y se dirigió al molinete de salida.
Pensó en algo más. ¿Qué era lo que brilló en los ojos de Billy Parkin antes de morir? No era el odio, ni el dolor… aunque todo eso estuviera presente. Era más como… el triunfo.
Faber levantó la vista dirigiéndola más allá del empleado que recogía los billetes y comprendió.
Esperando en la otra punta, vestido con sombrero e impermeable, se encontraba el joven rubio, el agente de Leicester Square.
Parkin, en su muerte dolorosa y humillada, había acabado por engañarle. La trampa estaba allí.
El hombre de impermeable aún no había descubierto a Faber entre la multitud. Faber se volvió y subió de nuevo al tren. Una vez dentro, corrió la cortina y miró hacia fuera. El perseguidor buscaba un rostro en la multitud. No había advertido que alguien había regresado al tren.
Faber se quedó observando mientras los pasajeros iban saliendo, hasta que la plataforma quedó vacía. El hombre rubio habló ansiosamente con el que recogía los billetes, quien sacudió la cabeza. El hombre parecía insistir. Pasado un momento, hizo señas a alguien fuera del alcance de su vista. Un oficial de policía emergió de las sombras y habló con el empleado. El guardia de la plataforma se unió al grupo, seguido por un hombre vestido de civil que supuestamente era un funcionario del ferrocarril de mayor jerarquía.
El maquinista y el fogonero dejaron la locomotora y se dirigieron a la salida. Hubo más gestos de negación con los brazos y la cabeza.
Finalmente, los funcionarios se encogieron de hombros y volvieron la mirada al cielo expresando su derrota. El hombre rubio y el oficial de policía hicieron señas a otros policías, y se dirigieron a la plataforma.
Evidentemente, iban a registrar el tren.
Todos los funcionarios del ferrocarril, incluyendo obreros, habían desaparecido en dirección opuesta, sin duda en busca de bocadillos y té, mientras aquellos maniáticos trataban de registrar un tren lleno de gente, lo cual le dio a Faber una idea.
Abrió la puerta y saltó del lado contrario a la plataforma, a cubierto de la Policía por los mismos vagones. Corrió a saltos por la grava en dirección a la máquina.
La cosa andaba mal, por cierto. Desde el momento en que se dio cuenta de que Billy Parkin no saltaría del tren, Frederick Bloggs supo que Die Nadel había escapado de entre sus manos una vez más. A medida que los policías uniformados subían al tren, dos por cada vagón, Bloggs pensó en algunas posibles explicaciones de la no aparición de Parkin, y todas eran igualmente deprimentes.
Se subió el cuello del impermeable y se puso a caminar por la plataforma ventosa. Tenía muchas ganas de pescar a Die Nadel; y no sólo en beneficio de la invasión —aunque ella fuera razón suficiente por cierto—, sino por Percy Godliman, y por los cinco hombres de la Home Guard, y por Christine. Y por sí mismo…
Miró su reloj. Eran las cuatro. Pronto sería de día. Bloggs había estado en pie durante toda la noche, y no había probado bocado desde el desayuno del día anterior, pero hasta ahora se mantenía segregando adrenalina. El fracaso de la trampa —él estaba completamente seguro de que había fallado— le agotó. Sintió que se le venían encima el hambre y la fatiga. Tenía que hacer grandes esfuerzos para no caer en el fantaseo sobre la comida caliente y la cama tibia.
—¡Señor! —un policía sacaba la cabeza por una ventanilla y le llamaba con la mano—. ¡Señor!
Bloggs caminó hacia él, luego corrió:
—¿Qué sucede?
—Podría ser su hombre, Parkin.
Bloggs subió al tren.
—¿Qué diablos quieren decir con podría ser?
—Mejor, échele una mirada —el policía abrió la puerta de comunicación entre los vagones y enfocó la luz de su linterna.
Era Parkin; Bloggs lo distinguió por el uniforme de revisor. Estaba acurrucado sobre el suelo. Bloggs cogió la linterna del policía y se arrodilló junto a Parkin, volviéndole boca arriba.
Vio la cara de Parkin y se dio la vuelta incapaz de resistirlo.
—Oh, Dios mío.
—Seguro que éste es Parkin, entonces —dijo el policía. Bloggs asintió. Se levantó muy lentamente, sin volver a mirar el cadáver.
—Entrevistaremos a todos en este coche y el siguiente —dijo.
—Cualquiera que haya visto u oído algo fuera de lo común será retenido para ser interrogado. No es que nos sirva de mucho; el asesino debe de haber saltado del tren antes de llegar aquí.
Bloggs volvió a salir a la plataforma. Todos los investigadores habían completado sus tareas y se hallaban reunidos en un grupo. Destacó a seis para que colaboraran con las entrevistas.
—De modo que su hombre se ha escabullido —dijo el inspector de la Policía.
—Casi con toda seguridad. ¿Han buscado en todos los lavabos y en el compartimento del guarda?
—Sí, y encima del tren y debajo de él, y en la máquina y en el vagón carbonero.
Un pasajero bajó del tren y se aproximó a Bloggs y al inspector. Era un hombre bajo que hablaba con exceso de sonidos sibilantes.
—Discúlpenme —dijo.
—Sí, señor —respondió el inspector.
—Quizás estén buscando a alguien.
—¿Por qué lo dice?
—Bueno, porque quizás estén buscando a un tipo alto.
—¿Por qué se le ocurre eso?
Bloggs interrumpió con impaciencia.
—Sí, un tipo alto. Vamos, suéltelo de una vez.
—Bueno, lo que pasó fue que un tipo alto bajó por el lado opuesto del tren.
—¿Cuándo?
—Un par de minutos después que el tren entrara en la estación. Primero se bajó, luego volvió a subir y se bajó por el otro lado. Saltó a las vías, y no tenía equipaje, lo cual parecía raro, entonces se me ocurrió…
—Mierda —dijo el inspector.
—Seguramente advirtió la trampa —dijo Bloggs—. ¿Pero cómo? No conoce mi cara, y sus hombres estaban escondidos.
—Algo le hizo sospechar.
—¿De modo que cruzó hacia la plataforma de enfrente y salió por ese lado? ¿Y no tendría que haber sido visto? El inspector se encogió de hombros.
—No hay demasiada gente rondando a esta hora de la madrugada. Y de haber sido visto podría haber dicho simplemente que tenía demasiada prisa como para estar haciendo cola en la salida.
—¿Apostó hombres en las salidas de las otras estaciones?
—Lamentablemente no pensé en eso… bueno, podemos buscar por el área adyacente, y después en los diversos lugares de la ciudad, y por cierto, mantendremos vigilado el ferry…
—Sí, por favor, no deje de hacerlo —dijo Bloggs.
Pero en su fuero interno sabía que Faber no sería hallado.
Pasó más de una hora antes de que el tren volviera a arrancar. Faber tenía su tobillo izquierdo acalambrado y la nariz llena de polvo. Oyó que el maquinista y los fogoneros volvían a sus puestos, y pescó trozos de conversación sobre un cadáver hallado en el tren. También le llegó el sonido metálico de la pala que removía el carbón, luego el silbido del vapor, el rechinar de los pistones, un empujón y la humareda a medida que el tren arrancaba. Con alivio, Faber cambió su posición y hasta se permitió un estornudo. Eso le permitió sentirse mejor.
Estaba al fondo del vagón de carbón, bien enterrado en el mismo, de modo que a un hombre con una pala hubiera necesitado unos buenos diez minutos para descubrirle. Tal como esperaba, la Policía se asomó al vagón carbonero, miró bien y no pasó de ahí.
Se preguntó si ya sería oportuno aparecer. Debía de estar aclarando ya; ¿resultaría visible desde el puente que se veía en la distancia? Decidió que no. Su piel estaba bastante ennegrecida, y en un tren que se desplazaba en la pálida luz del amanecer él sería tan sólo un manchón oscuro sobre un fondo igualmente oscuro. Sí, se arriesgaría. Despacio y con sumo cuidado, fue desbrozando su salida de aquella tumba de carbón.
Respiró profundamente el aire fresco. El carbón era sacado del vagón can una pala por un pequeño agujero en la parte delantera. Quizá más tarde, cuando la pila de combustible disminuyera, el fogonero tendría que entrar en el vagón. Pero por el momento estaba seguro.
Cuando la luz aumentó, se echó una mirada. Estaba cubierto de polvo de carbón de pies a cabeza, como un minero que saliera de la mina. De algún modo tendría que lavarse y cambiarse de ropas.
Arriesgó una mirada por el costado del vagón. El tren aún se encontraba en los suburbios, pasaba por las fábricas y por hileras de casas tristes y pequeñas. Tenía que pensar cuál sería su próximo movimiento.
Su plan original era bajarse en Glasgow, tomar otro tren a Dundee y seguir hasta la costa este de Aberdeen. Aún le era posible desembarcar en Glasgow. Por cierto que no lo haría precisamente en la estación, pero podría saltar justo antes de llegar o poco después de salir. Sin embargo, eso implicaba riesgo. Era seguro que el tren pararía en estaciones intermedias entre Liverpool y Glasgow, y en esas paradas podía ser reconocido. No, tenía que saltar pronto del tren y hallar otro medio de transporte.
El lugar ideal sería un tramo solitario justo en las afueras de una ciudad o pueblo. Tenía que ser un lugar bien solitario para que no le vieran saltar del vagón carbonero, pero también debía ser en la proximidad de las casas para que pudiera robar ropas y un automóvil. Y tenía que ser en un tramo cuesta arriba para que el tren fuese lo bastante despacio como para saltar.
En este momento iría a unos cincuenta kilómetros por hora. Faber volvió a recostarse en el carbón para esperar. No podía inspeccionar constantemente el lugar por donde iban por miedo de que le vieran. Decidió que miraría hacia afuera cada vez que el tren disminuyera la marcha. Pero en tanto no fuera así, permanecería inmóvil.
Tras pocos minutos, se descubrió adormeciéndose pese a la incomodidad de la postura. Se movió y se apoyó sobre un codo, de modo que si se dormía caería y el mismo golpe le despertaría.
El tren seguía ganando velocidad. Entre Londres y Liverpool casi parecía no moverse; ahora, en cambio, humeaba veloz a través de la campiña. Para completar su incomodidad, comenzó a llover. Era una llovizna fría y constante que le fue penetrando las ropas y parecía convertirse en hielo sobre su carne. Razón de más para abandonar el tren; podía morir congelado antes de llegar a Glasgow.
Tras media hora de marcha constante a alta velocidad, comenzó a considerar la posibilidad de matar a la tripulación de la máquina y parar él mismo el tren. El código de señalización les salvó la vida. El tren comenzó a disminuir súbitamente la velocidad, y a medida que se le aplicaba los frenos, se desaceleraba en etapas. Faber advirtió que había indicaciones de límites de velocidad. Echó una mirada afuera. Estaban una vez más en el campo. Pudo advertir por qué había que disminuir la velocidad; estaban llegando a una bifurcación.
Faber permaneció alerta mientras el tren se detenía. Pasados cinco minutos arrancó de nuevo. Faber trepó al borde del vagón, donde quedó un momento a horcajadas, y saltó.
Aterrizó sobre un pastizal y permaneció boca abajo hasta que el tren desapareció de la vista. Entonces se puso en pie. El único signo de civilización en las cercanías era el poste de señalización situado en una construcción de dos pisos, de madera, con grandes ventanas en la cabina de control en la parte de arriba, una escalera exterior y una puerta a nivel del suelo. En el lado opuesto había un sendero.
Faber caminó en un amplio círculo para aproximarse al lugar desde la parte trasera, donde no había ventanas. Entró por la puerta de abajo y encontró lo que esperaba; un wáter, un lavabo y, como si eso fuera poco, un capote colgado de una percha en la pared.
Se quitó la ropa empapada, se lavó las manos y la cara y se frotó vigorosamente el cuerpo con una toalla astrosa. El pequeño cilindro de celuloide que contenía los negativos aún estaba sobre su pecho, pegado con tela adhesiva. Volvió a ponerse la ropa, pero sustituyendo el capote del ferroviario por su propia chaqueta mojada.
Ahora todo lo que necesitaba era un medio de transporte. El ferroviario debía de tener algo en alguna parte. Faber salió y encontró una bicicleta asegurada con una cadena a una empalizada en la parte de atrás de la pequeña edificación. Con la hoja del estilete hizo saltar el pequeño candado y comenzó a alejarse en línea recta por la parte de atrás, donde no había ventana alguna. Pedaleó hasta que estuvo fuera del alcance de la vista del puesto de control de señales. Luego siguió a campo traviesa a pie, hasta encontrar un sendero, donde montó de nuevo la bicicleta y se alejó.
Percival Godliman había traído un pequeño catre de I!i¡ campaña desde su casa y descansaba en su oficina vestido con pantalón y camisa, tratando en vano de dormir.
Hacía casi cuarenta años que no sufría de insomnio, por lo menos desde que realizó sus últimos exámenes en la Universidad. Con gusto habría cambiado la ansiedad de aquellos días por la que ahora le mantenía en vela.
Había sido un hombre distinto en ese entonces, lo sabía; no era tan sólo que fuera más joven, sino considerablemente menos… abstraído. Era directo, agresivo, ambicioso; proyectaba meterse en política. Entonces no era estudioso y tenía por tanto, sus razones para estar ansioso.
Sus entusiasmos se dividían entre la discusión y el baile. Se había distinguido como orador en la «Oxford Union» y había aparecido en The Tatler bailando el vals con principiantes. No perseguía obsesivamente a las mujeres; le gustaba el sexo con una mujer a quien amara, no porque tuviera altos principios en tal sentido, sino simplemente porque lo sentía de ese modo.
De modo que se había mantenido virgen hasta que conoció a Eleanor, que no era una principiante, pues se trataba de una brillante graduada en Matemáticas, dueña de calidez y gracia, y con un padre que se moría de una enfermedad en los pulmones tras cuarenta años de trabajo en las minas. Él la llevó a que conociera a su familia. Su padre era alguacil del condado y la casa le había parecido a Eleanor una mansión, pero se había comportado con naturalidad y simpatía, sin sentirse apabullada en absoluto; y cuando en un momento dado la madre de Percy se mostró desafortunadamente condescendiente con respecto a ella, su reacción fue de despiadado ingenio, lo cual hizo que él la quisiera aún más.