—Bueno, yo había ido al fondo —comenzó Emma—, estaba en el gallinero, tratando de ver si habían puesto algún huevo. Jessie estaba en la cocina.
—Me sorprendió —terció Jessie—. Ni siquiera me dio tiempo de ir en busca de la escopeta.
—Tú ves demasiadas películas del Oeste —le reconvino Emma.
—Son mejores que tus películas de amor; sólo lágrimas y besos.
Bloggs sacó una fotografía de Faber de su cartera.
—¿Es éste el hombre?
—Sí, es él —dijo Jessie observando la foto.
—¡Qué maravilla de inteligencia! —exclamó Emma.
—Si fuéramos tan inteligentes ya le habríamos pescado —dijo Bloggs—. ¿Qué hizo?
—Me puso un cuchillo en la garganta —relató Jessiey dijo: «Cualquier movimiento y le rebano el gañote», y yo creo que estaba dispuesto a hacerlo.
—Oh, Jessie, tú me dijiste que te había dicho: «No le haré daño alguno si hace lo que le digo.»
—Bueno, Emma, son cosas que se dicen.
—¿Y qué quería? —preguntó Bloggs.
—Comida, un baño, ropas secas y un coche. Bueno, entonces le dimos los huevos, naturalmente. Hallamos algunas ropas que pertenecieron al difunto marido de Jessie, Norman…
—Por favor, ¿quiere describírmelas?
—Sí. Un capote azul, overall azul, camisa a cuadros. Y se llevó el coche del pobre Norman. No sé cómo nos arreglaremos ahora para ir al cine. Se da cuenta…, es el único vicio que tenemos…
—¿Qué clase de coche era?
—Un «Morris». Norman lo compró en 1924. Nos venía bien nuestro cochecito.
—Pero no se dio el baño caliente, sin embargo —dijo Jessie.
—Bueno —intervino Emma—, tuve que explicarle que dos mujeres que viven solas no pueden admitir que un hombre esté desnudo bañándose en su cocina…
—Hubieras preferido que te rebanara la garganta antes que tener un hombre en cueros, ¿no? ¡Hay que ser tonta! —dijo Jessie.
—¿Y qué dijo él cuando usted se negó? —preguntó Bloggs.
—Se rió —dijo Emma—. Pero creo que interpretó bien nuestra posición.
—Creo —dijo Bloggs sin poder resistir una sonrisa— que usted se ha comportado con mucha valentía.
—No soy nada valiente, créame.
—De modo que él partió en un «Morris» de 1924, llevaba un overall y un capote azul. ¿Qué hora sería? —Alrededor de las nueve y media.
Sin quererlo, el pie de Bloggs dio con un gato pelirrojo que lo miró entrecerrando los ojos, arqueó el lomo y empezó a ronronear.
—¿Había mucho combustible en el coche?
—Unos quince litros, pero se llevó nuestros cupones.
—¿Cómo se las arreglan para tener derecho a cupones de combustible si está racionado?
—Con fines agrícolas —dijo Emma a la defensiva, mientras se sonrojaba.
—Y además estamos solas, y somos mayores. Por cierto que tenemos derechos.
—Y cuando vamos al cine aprovechamos para ir a la tienda de granos y semillas —agregó Emma—. No malgastamos la gasolina.
—Está bien, está bien, no se preocupen —dijo Bloggs levantando las manos—. El racionamiento no es asunto de mi incumbencia. ¿Qué velocidad alcanza el coche?
—Nosotros nunca pasamos de cuarenta kilómetros por hora —dijo Emma.
Bloggs consultó su reloj. Aun a esa velocidad ya podía estar a unos cien kilómetros de distancia. Se puso en pie.
—Debo comunicar estos detalles a Liverpool. Ustedes no tendrán un teléfono, ¿verdad?
—No.
—¿Qué modelo de «Morris» es?
—Un «Cowley». Norman solía llamarle Nariz de Toro.
—¿Color?
—Gris.
—¿Número de matrícula?
—MLN 29.
Bloggs tomó nota de todo.
—¿Cree que alguna vez recuperaremos nuestro coche? —preguntó Emma.
—Así lo espero…, pero quizá no esté en muy buenas condiciones. Cuando alguien conduce un coche robado, por lo general no lo trata con miramientos. —Se levantó y se fue hacia la puerta.
—Ojalá puedan detenerle —llegó la voz de Emma.
Jessie le acompañó hasta la puerta. Aún estaba aferrada a la escopeta. Una vez ante la puerta y tirándole a Bloggs de la manga, le dijo en un murmullo:
—Dígame, ¿qué es? ¿Un condenado que se escapó, un asesino, un violador?
Bloggs bajó la cabeza para mirarla. Sus ajillos verdes brillaban con ansiedad. Él inclinó la cabeza para hablarle bajo el oído.
—No se lo cuente a nadie, pero es un espía alemán. Sonrió con deleite. «Obviamente —pensó—, él veía las mismas películas que ella.»
Faber cruzó el puente de Sark y entró en Escocia poco después del mediodía. Pasó por el «Sark Toll Bar House», un edificio bajo con un gran cartel de propaganda que se anunciaba como la primera posada de Escocia, más arriba había una inscripción con algún texto sobre el matrimonio que él no pudo leer. Medio kilómetro más adelante comprendió al entrar en Gretna, que efectivamente ése era un lugar donde los que se fugaban venían a casarse.
Las carreteras aún estaban mojadas por la lluvia temprana, pero el sol las estaba secando rápidamente. Los postes de señalización y los nombres de lugares habían sido repuestos desde que la posibilidad de invasión se había desvanecido, y Faber apresuró la marcha a través de pequeños pueblos, en las tierras bajas: Kirkpatrick, Kirtlebridge, Ecclefechan. El campo abierto era agradable, el marjal verde brillaba al sol.
Se había detenido a repostar gasolina en Carlisle. La mujer que le atendió, de edad mediana, con un astroso delantal cubierto de aceite, no le había hecho preguntas raras. Faber llenó el depósito y también el de reserva.
Estaba muy satisfecho con el pequeño coche de dos plazas. Todavía podía dar sesenta kilómetros pese a su edad. El motor de válvula lateral de 1.548 centímetros cúbicos, de cuatro cilindros, trabajaba perfecta e incansablemente al subir y descender las montañas de Escocia. El asiento tapizado en cuero era confortable. Apretó la perilla de la bocina para prevenir a una oveja descarriada sobre su aproximación.
Atravesó la pequeña ciudad mercantil de Lockerbie, cruzó el río Annan por el pintoresco puente de Johnstone y comenzó a ascender a Beattock Summit. Se encontró con que cada vez exigía más a su coche de tres velocidades.
Había decidido no tomar la vía más directa a Aberdeen, por Edimburgo y la carretera de la costa. Buena parte de la costa Este de Escocia a ambos lados del estuario de Forth era un área de circulación restringida. Los visitantes tenían prohibida la circulación en una amplia faja de quince kilómetros. Por cierto que las autoridades no podían vigilar severamente semejante cordón de tierra. Sin embargo, Faber corría menos riesgo de ser detenido e interrogado cuanto más lejos se mantuviera de la zona de seguridad.
En un momento dado tendría que entrar en ella, pero cuanto más tarde mejor, y se volvió a ocupar su mente con la historia que inventaría en caso de que lo interrogaran. Desde hacía un par de años, el paseo en coche por mero placer había desaparecido a causa de la severa restricción de combustible, y aquellos que tenían automóvil podían ser enjuiciados por salirse de su ruta habitual por razones personales, aunque fuera unos pocos kilómetros. Faber había leído que un famoso empresario había sido encarcelado por utilizar el combustible pedido por razones de cultivo agrícola para llevar varios actores desde un teatro al hotel «Savoy». Una publicidad interminable le repetía a la gente que un bombardero Lancaster necesitaba unos dos mil litros de combustible para llegar al Ruhr. Nada podía complacer más a Faber que gastar la gasolina que de otro modo sería empleada para bombardear su patria en circunstancias normales; pero ser detenido ahora, con la información que llevaba sujeta al pecho, y arrestado por violar las disposiciones de racionamiento, sería una ironía insoportable.
Era difícil. Casi todo el tránsito era de carácter militar, pero él no tenía documentación militar. Tampoco podía argumentar que llevaba un tipo de abastecimiento indispensable, porque no llevaba en el coche nada que pudiera entregar a nadie.
Frunció el ceño. ¿Quién viajaba en estos días? Los marineros con licencia, los funcionarios, una que otra persona en vacaciones, obreros muy especializados… Eso estaba bien. Sería un mecánico, un especialista en algún campo esotérico como aceites para cajas de velocidades a alta temperatura que se dirigía a Inverness para revisar las máquinas de un establecimiento fabril, y si le preguntaban cuál respondería que estaba clasificado como secreto. (Su presunto destino debía quedar en el otro extremo del lugar verdadero al que se dirigía, de modo que nunca pudiera ser interrogado por alguien que supiera que tal establecimiento no existía.) Dudó acerca de si los técnicos especializados llevarían ropa de trabajo como la que había robado a las ancianas hermanitas. Pero en tiempo de guerra todo era posible.
Una vez llegado a esta conclusión, se sintió razonablemente a salvo de una imprevista detención en el camino. El peligro de ser detenido por alguien que buscara específicamente a Henry Faber, espía fugitivo, era otro problema. Esa fotografía que tenían… Conocían su cara. ¡Su cara!
Y antes de que pasara mucho tiempo tendrían la descripción del coche en el cual viajaba. No pensó que bloquearían los caminos puesto que no sabían hacia dónde se dirigía él; pero en cambio estaba seguro de que cada uno de los policías del país estaría al acecho de un «Morris» gris modelo «Cowley», matrícula número MLN 29.
En el caso de que le descubrieran en pleno campo, no le capturarían inmediatamente; los policías rurales tenían bicletas, no coches. Pero un policía podía hablar por teléfono a la central y en pocos minutos los coches se lanzarían en su persecución. Si veía un policía, pues, tendría que desbarrancar aquel coche y robar otro, y además cambiar la trayectoria programada, sin embargo, en aquellas tierras escocesas tan poco pobladas tenía la posibilidad de poder seguir todo su camino hasta Aberdeen sin encontrar a un policía rural. En las ciudades sería distinto. Ahí, el peligro de verse perseguido por un coche de la Policía era muy grande. Le resultaría más que difícil escapar; su coche era viejo y bastante lento, y los policías por lo general eran buenos conductores. Su mejor posibilidad era dejar el vehículo y perderse entre la multitud de las calles vecinas. Consideró la posibilidad de enterrar el «Morris» en algún zanjón y robar otro coche cada vez que se viera forzado a pasar por una ciudad de cierta importancia. El problema era que dejaría un rastro descomunal para que MI5 le siguiera. Quizá la mejor solución fuera algo intermedio; pasaría por las ciudades pero emplearía solamente las calles apartadas. Miró su reloj. Al oscurecer llegaría a Glasgow, y en adelante se beneficiaría de la oscuridad.
Bueno, no era muy satisfactorio, pero la única forma de estar totalmente seguro era no siendo espía.
Cuando llegó a las alturas del Beattock Summit comenzó a llover. Faber detuvo el coche y bajó para levantar la capota. El aire era oprimentemente caluroso. Faber levantó la vista al cielo, que se había nublado muy rápidamente y prometía rayos y truenos.
Mientras continuaba la marcha fue descubriendo algunas de las limitaciones del coche. El viento y la lluvia se colaban por varios agujeros de la capota y el pequeño limpiaparabrisas que sólo limpiaba la mitad superior del cristal dividido horizontalmente, proporcionaba una visión como de túnel de la carretera ante su vista. A medida que el terreno se hacía progresivamente más montañoso, el motor comenzó a pistonear. No era extraño; era un coche de veinte años y se le estaba exigiendo demasiado.
El chaparrón amainó. La tormenta que se cernía amenazante no se produjo, pero el cielo permaneció oscuro y la atmósfera sobrecargada.
Faber pasó por Crawford, aposentada entre colinas verdes; por la iglesia de Abington, y una oficina de Correos sobre la orilla Oeste del río Clyde; y por Lesmahagow, al borde de un marjar cubierto de vegetación.
Media hora más tarde llegaba a las afueras de Glasgow. En cuanto entró en el área urbana dobló hacia el Norte, para salir de la calle principal en la esperanza de bordear la ciudad. Siguió una sucesión de calles secundarias y cruzó las arterias principales para internarse en la parte Este de la ciudad, hasta llegar a Cumbernauld Road, donde volvió a girar hacia el Este alejándose rápidamente de la ciudad.
Todo había sido más rápido de lo que él esperaba. Seguía teniendo suerte. Se encontraba en la calle A80, habiendo dejado atrás las fábricas, minas y establecimientos agrícolas. La mayoría de los nombres escoceses no habían alcanzado a aparecer cuando ya desaparecían de su mente: Millerston, Stepps, Muirheard, Mollinburn, Condorrat.
La suerte le abandonó entre Cumbernauld y Stirling.
Aceleraba en una recta pendiente abajo, con campos despejados a ambos lados. Cuando la aguja del velocímetro iba llegando a los setenta kilómetros por hora, se produjo un súbito estallido en la máquina, luego un gran ruido como de cadena que pasa por una polea. Disminuyó la velocidad a cincuenta, pero el ruido no se hizo menor. Era evidente que estaba fallando alguna pieza importante del mecanismo.
Faber prestó atención. Se había roto un cojinete en la transmisión, o algo en el cigüeñal o se había dañado seriamente un terminal. Por supuesto, no era nada tan simple como el carburador bloqueado, o una bujía sucia; aquello no era algo que pudiera repararse fuera del taller mecánico.
Levantó el capó y examinó el motor. Parecía estar todo lleno de aceite, pero salvo ese indicio nada podía advertir. Volvió al volante y apartó el coche de la orilla del camino; no corría pero aún funcionaba.
Unos kilómetros más adelante comenzó a salir humo del radiador. Faber se dio cuenta de que el coche se pararía definitivamente. Buscó un lugar para dejarlo y descubrió un camino lleno de barro que se apartaba de la carretera. Probablemente condujera a una granja. A unos ochenta metros de la carretera había una curva cubierta por arbustos de zarzamora. Faber aparcó muy cerca de los arbustos y cerró el contacto. El silbido del vapor que se desprendía del motor fue apagándose poco a poco. Se bajó y cerró la portezuela con llave. Sintió un poco de lástima por Emma y Jessie, para quienes sería muy difícil tener arreglado su coche antes del fin de la guerra.
Fue a pie hasta la carretera principal. Desde ahí no se podía ver el coche. Podían pasar uno o dos días antes de que el vehículo abandonado despertara sospechas. «Para ese entonces —pensó Faber— podré estar en Berlín.»