—Hoy no podrás hacer mucho —dijo Lucy—. Parece que la tormenta seguirá.
—No importa. Pese a todo las ovejas requieren cuidado con bueno o mal tiempo.
—¿Dónde estarás?
—Hacia el lado de Tom. Ire en el jeep.
—¿Puedo ir? —dijo Jo.
—No, hoy no —dijo Lucy—. Está demasiado húmedo y frío.
—Pero no me gusta el hombre.
No seas tonto —le sonrió Lucy—. No nos hará ningún daño. Está tan enfermo que casi no puede moverse.
—¿Quién es?
—No sabemos su nombre. Se le hundió el barco y tenemos que cuidarle hasta que se ponga bien y pueda volver a tierra firme. Es un hombre muy simpático.
—¿Es mi tío?
—Es sólo un desconocido, Jo. Come. Jo parecía defraudado. En una ocasión había conocido un tío. En su mente los tíos eran personas que regalaban caramelos, que a él le gustaban, y dinero, que él no sabía cómo emplear.
David terminó su desayuno y se puso la capelina, una especie de gran plástico con mangas y un agujero para la cabeza. Cubría la mayor parte de su silla de ruedas, además de su cuerpo. Se puso un sombrero de lluvia, se lo ató debajo del mentón, besó a Jo y se despidió de Lucy.
Un par de minutos después oyó que el jeep iba cuesta arriba y fue a la ventana para ver cómo David se iba bajo la lluvia. Las ruedas traseras del vehículo patinaban en el barro.
Tendría que conducir con sumo cuidado. Se volvió hacia Jo y él le dijo:
—Éste es un perro —estaba haciendo un dibujo sobre el mantel con gachas y leche.
Lucy le dio una palmada en las manos.
—¡Mira lo que has hecho! —el niño adoptó una expresión de ofensa y desagrado, y Lucy pensó en lo mucho que se parecía a su padre. Tenían el mismo pelo oscuro, casi negro, la piel morena y una misma manera de replegarse cuando estaban enfadados. Pero Jo reía con facilidad… por fortuna había heredado algo de la familia materna.
Jo confundió la mirada contemplativa de la madre con enojo y dijo:
—Lo siento.
Ella le lavó en la pileta de la cocina, luego limpió y lavó las cosas del desayuno pensando en el desconocido que se encontraba arriba. Ahora que la crisis inmediata había pasado y que al parecer el hombre no se iba a morir, estaba picada por la curiosidad acerca de él. ¿Quién era? ¿De donde provenía? ¿Qué estaba haciendo en medio de la tormenta? ¿Tenía familia? ¿Por qué vestía ropas de obrero y sus manos no lo eran? ¿Su acento, de dónde era? Resultaba muy interesante.
Pensó que de haber vivido en cualquier otro lugar no habría aceptado aquella presencia que le caía de golpe. Quizá fuera un desertor, o un criminal, o incluso un prisionero de guerra. Pero viviendo en una isla uno olvidaba que otros seres humanos podían ser amenazadores en lugar de solidarios. Era tan hermoso ver una cara nueva, que albergar sospechas parecía innoble. Quizás —el pensamiento era desagradable— ella fuera más apta que nadie para dar la bienvenida a un hombre atractivo… Trató de quitarse tal idea de la cabeza.
Era una tontería, una tontería. Él estaba tan cansado y enfermo que no podía representar una amenaza para nadie. Ni siquiera en tierra firme alguien podría haberse negado a brindarle ayuda, ¿verdad? ¿Quién podría haberse negado a recibirle, casi moribundo e inconsciente? Cuando se sintiera mejor podrían interrogarle, y si su historia de cómo había llegado allí era algo menos que verosímil podrían comunicarlo a tierra firme desde la casa de Tom.
Cuando acabó las tareas de la cocina se dirigió arriba para echarle un vistazo. Dormía de cara a la puerta y cuando ella se detuvo a observarlo los ojos de él se abrieron instantáneamente. Una vez más se produjo ese inicial segundo de expresión temerosa.
—Bueno, bueno —murmuró Lucy—, sólo quería asegurarme de que usted se encuentra bien.
El cerró los ojos sin hablar.
Ella volvió a bajar. Se puso ropas de lluvia y botas, y lo mismo hizo con Jo, y salieron. Aún llovía a cántaros, y el viento era fuertísimo. Miró al techo; efectivamente habían perdido algunas tejas. Se encaminó hacia la cumbre, inclinándose en dirección contraria al viento.
Llevaba a Jo cogido con fuerza de la mano, pues el viento podía arrebatárselo en cualquier momento. Dos minutos después estaba deseando no haber salido. La lluvia le penetraba por el cuello del impermeable y por encima de las botas. Jo también debía de estar empapado, pero puesto que ya se habían mojado podían aguantarse unos minutos más. Lucy quería ir a la playa.
Sin embargo, cuando llegaron al final de la rampa se dio cuenta de que lo que se proponía era imposible. El estrecho camino de tablas estaba sumamente resbaladizo por la lluvia, y con semejante viento era posible que perdiera pie y cayera rodando hasta la playa, veinticinco o treinta metros más abajo. Debía contentarse con mirar.
Era todo un espectáculo.
Enormes olas, cada una del tamaño de una pequeña casa, llegaban a la playa siguiéndose muy de cerca. Una vez que atravesaban la playa crecían aún más, y su cresta se re torcía en signo de interrogación y se arrojaba furiosamente contra el acantilado. La espuma convertida en vapor, subía en grandes sábanas hasta el final de la piedra, haciendo que Lucy retrocediera rápidamente un paso atrás y Jo lanzaba gritos de deleite. Lucy podía oír la risa de su hijo, sólo porque éste se le había subido a los brazos y tenía la boca a la altura del oído de su madre; el ruido del viento y del mar ahogaban sonidos más distantes.
Mirar los elementos desatados, rugiendo con fuerza, era algo estremecedor, y más aún estar de pie al borde del acantilado, sintiéndose amenazada y a salvo al mismo tiempo, temblando de frío y sudando de miedo. Era estremecedor en verdad, tanto más por cuanto tan pocas emociones habían en su vida.
Estaba a punto de volver, temerosa de que Jo se enfriara cuando divisó la barca.
Ya no era una barca, por cierto. Eso era lo terrible del espectáculo. Todo lo que quedaba eran los grandes tablones de la cubierta y de la quilla. El resto estaba desperdigado por las rocas debajo del acantilado, como las cerillas de una caja aplastada. Lucy advirtió que había sido una barca grande. Un hombre solo podría haberla manejado, pero no era nada fácil, y el daño que le había causado el mar era sobrecogedor. Se podía decir que no habían quedado dos pedazos de madera unidos.
¿Cómo era posible, Dios santo, que el desconocido hubiera salido de aquello con vida? Se estremeció al pensar en lo que las olas en conjunción con las rocas podían haber hecho a un cuerpo humano. Jo advirtió su súbito cambio de estado de ánimo y le dijo al oído:
—Vayamos a casa, mamá —ella volvió rápidamente sobre sus pasos y se apresuró por el camino enlodado para llegar a su casa.
Una vez allí se quitaron las ropas mojadas, chaquetas, sombreros, botas y las colgaron en la cocina para que se secaran. Lucy fue hasta arriba y volvió a mirar al desconocido. Esta vez él no abrió los ojos. Parecía estar durmiendo muy tranquilamente. Sin embargo, ella tuvo la sensación de que él había despertado y que al reconocer su paso en la escalera había cerrado nuevamente los ojos antes de que ella abriera la puerta.
Se metió en el cuarto de baño y llenó la bañera con agua caliente. Desnudó a Jo y lo metió dentro. Luego, sin detenerse a pensarlo, se quitó también ella las ropas y se metió junto con él. El calor del agua era una bendición. Cerro los ojos y se relajó. Aquello también era agradable. Estar en una casa, sentirse al abrigo mientras la lluvia golpeaba con impotencia las fuertes paredes de piedra.
De pronto la vida se había vuelto interesante. En una noche se había producido una tormenta, un naufragio, y había aparecido un hombre misterioso; esto después de tres años de… Deseó que el desconocido despertara pronto para poder averiguar cosas acerca de él.
Mientras tanto se hizo la hora de que empezara a cocinar el almuerzo para los hombres. Tenía cordero para hacer un guiso. Salió de la bañera y empezó a secarse tranquilamente. Jo se entretenía con un juguete de goma, un gato muy mordisqueado. Lucy se miró en el espejo examinándose las estrías que le recordaban su embarazo. Poco a poco iban como borrándose, pero nunca desaparecerían por completo. Sin embargo, los baños de sol contribuirían a disimularlas. Sonrió, pensando que no tenía muchas posibilidades de tomarlos. Por otra parte, ¿a quién podría interesarle las condiciones de su piel, como no fuera a sí misma?
—¿Puedo quedarme un minuto más? —dijo Jo.
Era una frase que utilizada por él podía significar cualquier cantidad de tiempo. «Un minuto más» podía ser medio día.
—El tiempo de vestirme, no más —le dijo, colgó la toalla y se dirigió a la puerta.
El desconocido estaba en el vano mirándola.
Se quedaron mirándose. «Era extraño —pensó Lucy más tarde— que no se sintiera atemorizada en absoluto.» Quizá por la forma en que él la miró: en su expresión no había amenaza alguna, ni deseo, ni agresividad. Él no le miraba el pubis, tampoco los senos, solamente la miraba a la cara, a los ojos. Ella recordaba que se sorprendió pero no se sintió confundida, y en algún recodo de la mente se preguntó por qué no gritaba, ni se cubría con las manos, ni le cerraba la puerta con ademán rotundo.
Por fin sus ojos adquirieron cierta expresión. Quizás ella la imaginaba, pero advirtió admiración, un ligero aire de sincero humor, y un matiz de tristeza. Y luego la situación se quebró. Él se dio la vuelta y volvió a su habitación, cerrando la puerta tras él. Un momento después, Lucy oyó crujir el somier, lo cual indicaba que había vuelto a meterse en la cama.
Y sin que hubiera una razón determinada para ello, se sintió terriblemente culpable.
Para entonces, Percival Godliman había levantado todas las restricciones.
Todos los policías del Reino Unido tenían un duplicado de la fotografía de Faber, y casi la mitad de ellos trabajaban a todo ritmo en la búsqueda. En las ciudades controlaban los hoteles y las casas de pensión, las estaciones de tren y las terminales de autobús, los bares y los centros comerciales; y los puentes y lugares bombardeados, que eran refugio de delincuentes. Y en el campo registraban los silos, los graneros, las casas vacías, los castillos en ruinas, los setos, los claros en las espesuras boscosas y en los maizales. Mostraban las fotografías a los empleados del ferrocarril, a los de las gasolineras, a los encargados de los transbordadores y a los mozos de equipaje. Había hombres de guardia en todos los puertos y aeródromos, y su fotografía estaba pinchada en todos los mostradores de control de pasaportes.
La Policía, por cierto, aún creía que estaba buscando a un simple asesino. El agente de guardia sabía que el hombre de la fotografía había matado a dos personas en Londres con un estilete. Los oficiales sabían algo más; que uno de los asesinatos había implicado violación, otro era aparentemente inmotivado y un tercero —lo cual no debían difundir entre sus hombres— la inexplicable muerte de un soldado que iba en el tren de Euston a Liverpool. Solamente los inspectores y unos pocos jefes de Scotland Yard sabían que el soldado había tenido un destino temporal con MI5 y que todos los asesinatos tenían que ver de un modo u otro con la seguridad del Estado.
Los periódicos también pensaban que se trataba de la búsqueda de un asesino ordinario. Al día siguiente de la concesión de información decretada por Godliman, la mayoría de ellos traía los informes detallados en la última edición. Las primeras ediciones destinadas a Escocia, Ulster y el norte de Gales no la incluían, pues traerían una versión sintetizada al día siguiente. La víctima de Stockwell había sido identificada como un trabajador a quien se le atribuían nombre y actividades falsas en Londres. El comunicado de Prensa proveniente de Godliman vinculaba el asesinato con la muerte de la señora Una Garden en 1940, pero era ambiguo en torno a la naturaleza del vínculo. El arma empleada había sido un estilete.
Los dos periódicos de Liverpool muy pronto se enteraron del hallazgo del cadáver en el tren, y los dos se preguntaron si el asesino del estilete de Londres no sería el responsable. Hicieron averiguaciones en la Policía de Liverpool. Los jefes de redacción de los dos periódicos recibieron llamadas telefónicas del jefe de Policía y ninguno de los dos publicó más información. Ciento cincuenta y siete hombres trigueños fueron arrestados bajo sospecha de ser Faber. Todos excepto veintinueve pudieron probar que ninguno de ellos podría haber cometido los crímenes. Encuestadores de MI5 hablaron con los veintinueve. Veintisiete hicieron comparecer padres, parientes y vecinos que afirmaron que los sospechosos habían nacido en Inglaterra, donde vivían desde veinte años atrás, época en que Faber había estado en Alemania.
Los dos restantes fueron llevados a Londres, donde se les volvió a interrogar; esta vez lo hizo Godliman personalmente. Los dos eran solteros, vivían solos, no tenían parientes vivos y su vida era un tanto desconcertante. El primero vestía bien, era seguro y afirmaba imperturbablemente que se ganaba la vida viajando por el país y aceptando trabajos diversos como obrero manual. Godliman le explicó que —a diferencia de la Policía— él tenía autorización para encarcelar a cualquiera durante el tiempo que durara la guerra y sin que mediara proceso alguno de por medio. Además, le señaló, él no estaba interesado en absoluto en los pecadillos comunes, y toda información que se le diera a él, allí en la War Office era estrictamente confidencial y no iba más lejos.
El sospechoso confesó diligentemente ser un embaucador, y dio las direcciones de diecinueve mujeres maduras a quienes había engatusado en las tres últimas semanas apoderándose de sus joyas. Godliman le entregó a la Policía.
No se sintió en la obligación de ser sincero con un mentiroso profesional.
El último sospechoso también cedió ante el tratamiento de Godliman. Su secreto consistía en que lejos de ser soltero estaba casado en Brighton, y en Solihull, Birmingham, y en Colchester, Newbury, y en Exeter. En los cinco casos las esposas pudieron presentar sus certificados de matrimonio. El bígamo múltiple fue a la cárcel, donde permaneció a la espera de que se le abriera juicio.
Godliman durmió en la oficina mientras la búsqueda continuaba.
Bristol Temple Meads, estación de ferrocarril.
—Buenos días, señorita, ¿quiere mirar esto?
—Chicas, venid. !El poli nos va a enseñar fotos!
—Vamos, no haga escándalo, simplemente dígame si le conoce o no.