Por lo tanto, Faber se estaba evadiendo por la costa Este. Godliman repasó los métodos posibles para recoger a un espía que quiere escapar: un avión ligero que aterrizara en un lugar solitario; navegando a través del mar del Norte en un barco robado, ser rescatado por un submarino, como había supuesto Bloggs, internándose mar adentro, en un barco mercante pasando por un país neutral hacia el Báltico, desembarcando en Suecia y cruzando la frontera en dirección de la parte ocupada de Noruega… Había demasiadas formas.
De cualquier modo, Scotland Yard debía estar informada de los últimos movimientos. Ellos pedirían a toda la Policía de Escocia que trataran de hallar a alguien que hubiera recogido a un caminante en las afueras de Stirling. Godliman volvió a la sala para hablar por teléfono, pero éste sonó antes de que él lo cogiera. Levantó el receptor.
—Habla Godliman.
—Un tal Richard Porter le llama desde Aberdeen.
—¡ Oh! —Godliman había esperado que Bloggs llamara desde Carlisle, Póngame con él, por favor. ¡Hola! Habla Godliman.
—Hola, sí. Habla Richard Porter. Pertenezco a la comisión local de vigilancia.
—¿En qué puedo servirle?
—Bueno en realidad, amigo mío, es muy deplorable lo que me ha sucedido.
Godliman controlaba su impaciencia.
—Dígalo de una vez.
—EI tipo ese que andan buscando…, el que cometió asesinatos con un estilete y demás. Bueno, estoy seguro de que le llevé en mi propio coche.
Godliman se aferró con más fuerza al receptor.
—¿Cuándo?
—Anteanoche. Mi coche se averió en la A80, justo saliendo de Stirling. En medio de la cochina noche. Por ahí venía el tipo ese, a pie, y me solucionó el problema en un momento. Entonces, naturalmente…
—¿Dónde le dejó?
—Aquí en Aberdeen. Dijo que iba a Banff. El asunto es que dormí casi todo el día de ayer, de modo que fue esta tarde cuando me enteré…
—No se lo reproche, señor Porter; muchas gracias por llamar.
—Bueno, adiós.
Godliman agitó la horquilla y el operador de la War Office volvió a tomar la línea.
—Por favor, póngame con el señor Bloggs —dijo Godliman—. Está en Carlisle.
—En ese momento está en la línea, esperando para hablar con usted, señor.
—¡ Magnífico!
—Hola, Percy. ¿Qué noticias hay?
—Nuevamente le estamos siguiendo la pista. Fue identificado en una gasolinera de Carlisle y abandonó el «Morris» justo en las afueras de Stirling. Luego hizo autostop y consiguió que le llevaran hasta Aberdeen.
—¡ Aberdeen!
—Debe de estar tratando de salir por el Este.
—¿Cuándo llegó a Aberdeen?
—Probablemente ayer por la mañana, temprano.
—En ese caso no puede haber tenido tiempo para salir, a menos que fuera realmente muy rápido. En este momento ahí se ha desatado la peor tormenta de que se tenga memoria. Comenzó anoche y aún no ha amainado. Ningún barco ha zarpado y ni pensar en que haya aterrizado un avión. Con este tiempo sería absurdo pensarlo.
—Bueno. Vaya para allá en cuanto pueda. Entretanto pondré en movimiento a la Policía local. Llámeme en cuanto llegue a Aberdeen.
—Me marcho ahora mismo.
Cuando Faber despertó, era casi de noche. A través de la ventana del dormitorio podía ver las últimas vetas de gris que se iban cubriendo por la oscuridad de la noche. La tormenta no había amainado; la lluvia golpeaba el tejado y caía por una canaleta, y el viento aullaba y soplaba incansablemente.
Apretó el botón de una mesita de noche situada al lado de su cama. El esfuerzo le cansó, y tuvo que dejarse caer en la almohada. Le atemorizó sentirse tan débil. Quienes creen que la fuerza es la razón deben estar siempre fuertes, y Faber era lo suficientemente autoconsciente para conocer las implicaciones de su propia ética. El temor no abandonaba la tónica de sus emociones; quizá por eso había sobrevivido tanto. Tenía una incapacidad crónica de sentirse a salvo. Comprendía, de esa manera vaga en que uno a veces comprende las cosas más fundamentales sobre uno mismo, que esa misma inseguridad era lo que le había llevado a elegir la profesión de espía; era la única forma de vida que podía permitirle matar inmediatamente a quien pudiera representar la más leve amenaza. El temor a ser débil era parte del síndrome que incluía su independencia obsesiva, su inseguridad y su menosprecio por sus superiores militares.
Mientras descansaba en la cama del niño, en el dormitorio de paredes rosadas, pasaba revista a su propio cuerpo. Parecía haber sufrido golpes por todas partes, pero aparentemente no tenía nada roto. Tampoco se sentía afiebrado. Su organismo, pese a la noche pasada en la barca, no había contraído una infección bronquial. Lo que sentía era simplemente debilidad. Sospechaba que era lago más que agotamiento. Recordaba un momento, cuando llegaba al tope de la rampa, en que pensaba que moriría; y se preguntaba si no se habría infligido a sí mismo algún daño permanente en ese último impulso obsesivo por no aflojar antes de la gran la meta.
También controló sus pertenencias. La cápsula con los negativos fotográficos seguía adherida a su pecho, el estilete seguía enfundado en su antebrazo izquierdo, y sus papeles y dinero se encontraban en el bolsillo de la chaqueta del pijama que le habían prestado.
Echó a un lado las mantas y se sentó con los pies en el suelo. Durante un momento se mareó. Se puso en pie. Era importante no permitirse actitudes psicológicas de inválido. Se puso la bata y salió para meterse en el cuarto de baño.
Cuando volvió, sus propias ropas estaban a los pies de la cama, lavadas y planchadas; las interiores, el overall y la camisa. Súbitamente recordó haberse levantado en algún momento por la mañana y haber visto a una mujer desnuda en el cuarto de baño. Fue una escena extraña y no estaba seguro de su significado. Recordaba que era muy hermosa, de eso estaba seguro.
Se vistió lentamente. Le habría gustado afeitarse, pero decidió pedirle permiso a la dueña de la casa antes de utilizar la maquinilla que había en el cuarto de baño. Algunos hombres eran tan posesivos con sus adminículos de afeitar como con sus mujeres. No obstante, se tomó la libertad de usar el peine de baquelita del niño, que halló en el último cajón del armario.
Se miró al espejo sin orgullo. No era pedante. Sabía que algunas mujeres le encontraban atractivo y otras no, y dio por descontado que con los hombres ocurría lo mismo. Por cierto, que le importaba más la consideración de las mujeres que la de los hombres, pero atribuyó esto último a su apetito, no a su aspecto. Su imagen en el espejo le indicó que estaba presentable, que era cuanto deseaba saber.
Dejó el dormitorio y bajó lentamente las escaleras. Una vez más sintió una oleada de debilidad, y una vez más se propuso superarla aferrándose al pasamanos de la escalera y colocando deliberadamente un pie ante el otro hasta llegar a la planta baja.
Se detuvo fuera de la puerta de la sala y, al no oír ruido alguno, continuó hasta la cocina. Dio unos golpes a la puerta y entró. La joven pareja estaba a la mesa terminando de comer.
—¡Se ha levantado! —dijo ella poniéndose de pie al verle entrar—. ¿Está seguro de que no le hará daño?
Faber se dejó conducir hasta una silla.
—Gracia —dijo—. Realmente no tendrían que estimularme para que me decrete enfermo.
—Creo que usted no se da cuenta de cuán terrible es la experiencia que ha soportado —comentó ella—. ¿Tiene ganas de comer algo?
—La estoy molestando…
—En absoluto. No diga tonterías. Le he guardado un poco de sopa bien caliente.
—Son ustedes muy generosos —dijo Faber—, y no sé siquiera cómo se llaman.
—David y Lucy Rose. —Con un cucharón le sirvió sopa en un cuenco y la puso en la mesa, ante él—. Córtame pan, David, por favor.
—Soy Henry Baker—. Faber no sabía por qué había dicho eso, pues no tenía documentos con ese nombre. Henry Faber era el hombre que buscaba la Policía, de modo que era atinado haber dicho que se llamaba James Baker, pero de algún modo él deseaba que aquella mujer le llamara Henry, que era el nombre inglés más aproximado a Heinrich, su verdadero nombre.
Tomó una cucharada de sopa y, de pronto, se dio cuenta de que estaba famélico. Comió la sopa con ansiedad, luego el pan. Cuando acabó, Lucy se echó a reír. Estaba hermosa, abría mucho la boca, dejando al descubierto dos hileras de dientes blancos, y los ojos se le fruncían graciosamente en los costados.
—¿Más? —le ofreció.
—No, muchas gracias.
—Veo que le sienta bien. Ya le sube color a las mejillas.
Faber advirtió que se sentía físicamente mejor. Se forzó a aceptar un segundo plato, que comió más lentamente por cortesía, pero aún disfrutaba al comerlo.
—¿Qué hizo para que le pescara la tormenta fuera de puerto? —era la primera vez que él hablaba.
—No le acoses, David…
—No, no, está bien —dijo Faber inmediatamente—. Fui un tonto, eso es todo. Éste era el primer fin de semana libre que tenía desde que empezó la guerra, y no quería dejármelo arruinar por el tiempo. Me propuse salir de pesca. ¿A usted le gusta pescar?
—Me dedico a la cría de ovejas —respondió David sacudiendo la cabeza.
—¿Tiene muchos peones?
—Sólo uno, Tom.
—Supongo que hay otras personas dedicadas a la cría de ovejas en la isla.
—No. Vivimos en este extremo y Tom en el otro, y entre medio no hay más que ovejas.
Faber asintió. Magnífico… estupendo. Una mujer, un inválido, un niño y un viejo… y él ya se estaba encontrando mejor, iba recuperando sus fuerzas.
—¿Cómo se las arreglan para establecer contacto con tierra firme? —preguntó Faber.
—Cada quince días llega una lancha. Debe llegar este lunes, pero si la tormenta prosigue, seguramente no vendrá. Hay un radiotransmisor en la cabaña de Tom, pero sólo podemos usarlo en casos de urgencia. Si consideráramos que le pueden estar buscando, o si necesitara asistencia médica urgente, podría utilizarlo. Pero tal como están las cosas me parece que no es necesario. Sobre todo porque nadie puede venir a recogerle hasta que no amaine la tormenta, y cuando haya amainado la lancha de todos modos vendrá, de modo…
—Naturalmente —el tono de Faber escondía su deleite. El problema de cómo establecer contacto con el submarino el lunes era algo que le había estado preocupando sin planteárselo directamente. Había visto que en la sala de los Rose había un aparato de radio común, y, de ser necesario, él podría convertirlo en un transmisor. Pero el hecho de que aquel Tom tuviera un transmisor propio, hacía que todo fuera mucho más simple—. ¿Para qué necesita Tom un transmisor?
—Es miembro del Royal Observer Corps. Aberdeen fue bombardeada en 1940, sin que mediara alarma aérea. Hubo cincuenta muertos. Entonces reclutaron a Tom, lo cual fue muy atinado porque su oído es mucho mejor que su vista.
—Supongo que los bombarderos vienen desde Noruega.
—Supongo que sí.
—Vayamos al otro lado —dijo Lucy.
Los hombres la siguieron. Faber ya no se sintió ni débil ni mareado. Sostuvo la puerta para que pasara David, quien condujo su silla hasta la proximidad del fuego. Lucy ofreció un coñac a Faber, pero él no lo aceptó. Ella sirvió uno para su marido y otro para sí misma.
Faber se sentó cómodamente y comenzó a estudiarles. Lucy era realmente asombrosa: rostro ovalado, ojos almendrados de un raro color ámbar, como los gatos, y abundante pelo rojo oscuro. Se notaba que, pese al jersey de pescador y los pantalones amplios, tenía una figura que vestida con medias de seda y un modelo para cóctel, por ejemplo, resultaría muy atractiva. David también era atractivo… casi guapo, como no fuera por una sombra de barba muy oscura. El pelo casi negro y la piel de aspecto mediterráneo. De haber tenido piernas hubiera sido alto, dada la longitud de sus brazos, que según Faber sospechó, debían tener una fuerza extraordinaria y una poderosa musculatura, desarrollada por aquellos años de conducir su propia silla de ruedas.
Era una pareja atractiva, pero había algo entre ellos que no andaba bien. Faber no era ningún experto en matrimonios, pero su entrenamiento en técnicas de interrogatorio le había enseñado a leer el lenguaje silencioso del cuerpo; a saber, por pequeños gestos, cuándo alguien sentía temor, seguridad, escondía algo o mentía. Lucy y David rara vez se miraban, y nunca se tocaban. Le hablaban a él más de lo que se hablaban entre ellos. Se desplazaban uno en torno al otro como los pavos que necesitan cierto espacio libre entre uno y otro. La tensión entre los dos era muy grande. Eran como Churchill y Stalin, obligados a luchar temporalmente juntos y tratando de sofocar una enemistad mayor. Faber se preguntaba cuál sería la verdadera causa de su separación. Aquella pequeña casa confortable era una especie de olla a presión emocional, pese a sus alfombras y a su pintura brillante, sus sillones con diseños floreados, sus leños ardientes y sus paredes con cuadros. Vivir solos, con un viejo y un niño por toda compañía, con ese algo oculto entre ellos… Le hacía pensar en una obra de teatro que había visto en Londres, de un autor llamado Tennessee No Sé Qué.
Abruptamente, David tragó su bebida y dijo:
—Tengo que irme a dormir, la espalda me lo pide.
—Lo lamento, le he mantenido en vela.
—De ningún modo —dijo David haciéndole ademán con la mano de que volviera a sentarse—. Usted ha dormido todo el día… seguramente no tiene ganas de irse inmediatamente a la cama. Además, Lucy debe de tener ganas de charlar, estoy seguro. Lo que pasa es que maltrato mi espalda… las espaldas están hechas para compartir el peso del cuerpo con las piernas, ¿comprende?
—Entonces es mejor que esta noche tomes dos píldoras— dijo Lucy. Tomó un frasco del estante superior de la biblioteca, sacó dos tabletas y se las dio a su marido. Él se las tragó en seco.
—Bueno, hasta mañana —dijo marchándose con su silla.
—Hasta mañana, David.
—Hasta mañana, señor Rose.
Pasado un momento, Faber oyó que David se arrastraba escaleras arriba y se preguntó cómo lo haría.
Como para ahogar el ruido que él producía al subir, Lucy comenzó a hablar:
—¿Dónde vive usted, señor Baker?
—Por favor, llámeme Henry. Vivo cerca de Londres.
—Hace años que no voy a Londres. Probablemente no es mucho lo que queda en pie.
—Está cambiada, pero no tanto como podría creerse. ¿Cuándo estuvo por última vez?