Esta vez, la fascinación quedó interrumpida por algo que ella vio. Al principio fue sólo un vislumbre de color en la depresión de la ola, tan fugaz que no estaba segura de qué color se trataba, y era tan pequeño y distante que inmediatamente dudó si en realidad lo había visto. Lo buscó, pero no volvió a verlo, y su mirada retornó a la bahía y al pequeño malecón sobre el que se juntaba la escoria, para luego volver a ser arrastrada por la próxima ola grande. Cuando pasara la tormenta, ella y Jo irían a recorrer la playa para ver qué tesoros había arrancado el mar, y volverían con piedras de colores extraños, trozos de madera a los que atribuían origenes remotos, enormes caracolas y fragmentos retorcidos de metales herrumbrados.
Una vez más volvió a divisar el relumbrón de color, esta vez mucho más cerca, visible durante unos pocos segundos. Era de un amarillo brillante, del color de sus impermeables para la lluvia. Lo escudriñó a través de la cortina de lluvia, pero no podía identificar la forma antes de que volviera a desaparecer. Ahora la marejada lo aproximaba más, junto con las demás cosas que traía a la bahía y depositaba sobre la arena, como un hombre que se vacía los bolsillos del pantalón sobre la mesa.
Era realmente un impermeable: pudo verlo cuando el mar lo levantó sobre la cresta de la ola y se lo mostró por tercera y definitiva vez. El día anterior Henry había vuelto con el suyo puesto. Entonces, ¿cómo había ido a parar al mar? La ola rompió contra el malecón y arrojó el objeto sobre el maderamen mojado de la rampa, y Lucy advirtió que no era el de Henry, porque su dueño estaba allí dentro. Su exclamación de horror fue arrastrada por el viento, de modo que ni ella pudo oírla. ¿Quién era? ¿De dónde salía? ¿Sería otro barco naufragado?
Se le ocurrió que quizás aún estuviera vivo. Debía bajar y comprobarlo. Se inclinó y le grito a Jo al oído:
—¡Quédate aquí, quietecito, no te muevas! —luego echó a correr por la rampa.
A mitad camino oyó pasos detrás de ella. Jo la seguía. La rampa era estrecha y resbaladiza, muy peligrosa. Se detuvo y alzó al niño en los brazos.
—¡Desobediente! ¡Te he dicho que me esperaras! —miró al cuerpo abajo y la distancia hasta la cumbre sin saber si seguir o regresar. Se dio cuenta de que el mar se volvería a llevar el cuerpo en cualquier momento, y siguió camino abajo con Jo.
Una ola más pequeña cubrió el cuerpo, y cuando el agua retrocedió Lucy estaba lo suficientemente cerca como para advertir que se trataba de un hombre, y que había estado el tiempo suficiente en el mar como para tener las facciones hinchadas y desfiguradas, lo cual significaba que estaba muerto. No podía hacer nada por él, y no iba a arriesgar su vida y la de su hijo por un cadáver. Estaba a punto de volver sobre sus pasos cuando algo le pareció familiar en aquel rostro desfigurado. Se quedó mirándolo, sin comprender, tratando de rescatar las facciones de alguien en su memoria; y luego, súbitamente, reconoció la cara. Quedó paralizada por el terror, el corazón pareció detenérsele y murmuró:
—¡No, David, no!
Se aproximó olvidando el peligro. Otra ola menor la alcanzó hasta las rodillas llenándole las botas con agua salada y espuma, pero no lo notó. Jo forcejeaba entre sus brazos para mirar hacia delante.
—¡No mires! —le gritó al oído, y le apoyó la cabeza contra su hombro. Él comenzó a llorar.
Ella se arrodilló al lado del cuerpo y le tocó la horrible cara con la mano. David. No cabía la menor duda. Estaba muerto, y ya hacía algún tiempo. Llevada por la espantosa necesidad de estar absolutamente segura, levantó el borde del capote y miró los muñones de sus piernas.
Era imposible aceptar el hecho de la muerte. De algún modo había estado deseando que él estuviera muerto, pero sus sentimientos con respecto a él eran confusos por la mezcla de culpabilidad y miedo de que se descubriera su infidelidad. Espanto, pesar, alivio, todo se mezclaba en su interior sin que ningún sentimiento tomara la delantera.
Se hubiera quedado ahí, inmóvil, pero la próxima ola era grande. Su fuerza la levantó en vilo y tragó bastante agua. De alguna manera pudo sostener a Jo y permanecer en la rampa; y cuando la marea se llevó la ola, se puso de pie y corrió hacia arriba, lejos de la insaciabilidad del océano.
Caminó hasta la cumbre del acantilado sin mirar hacia atrás. Cuando divisó la cabaña, vio el jeep afuera. Henry había regresado.
Llevando aún a Jo en sus brazos se echó a correr, desesperada por compartir su herida con Henrv, por sentir sus brazos en torno a ella y lograr que él la confortara. Su respiración se mezclaba con los sollozos y sus lágrimas se mezclaban con la lluvia, irreconocibles. Fue hasta la parte trasera de la casa, irrumpió en la cocina y depositó suavemente a Jo en el suelo.
Henry dijo como al descuido:
—David ha decidido quedarse otro día en casa de Tom. Ella se quedó mirándole con la mente en blanco. Luego, aún sin poderlo creer, lo comprendió.
Henry había asesinado a David.
La conclusión llegó primero, como un demoledor golpe en el estómago; los motivos se mostraron un segundo después. El naufragio, el cuchillo de forma extraña, y del que nunca se desprendía, el jeep accidentado, el boletín de noticias con la mención del asesino del estilete, de Londres. De pronto todo encajó, como una herramienta cuyas piezas se tiran al aire y cae montada, armada, en una pirueta increíble.
—No parezcas tan sorprendida —le dijo Henry con una sonrisa—. Tienen bastante trabajo que hacer allá, aunque debo admitir que no le estimulé para que volviera.
Tom. Debía acudir a Tom. Él sabría qué hacer; él les protejería a ella y a Jo hasta que viniera la Policía; él tenía un arma y un perro.
Su miedo fue interceptado por una vaharada de tristeza, de pesar, porque el Henry en el cual ella había creído, el que casi había amado, evidentemente no existía; ella se lo había imaginado. En lugar de un hombre cálido, fuerte, afectivo, vio ante ella a un monstruo que permanecía sonriente y con toda tranquilidad le comunicaba mensajes inventados de su marido, a quien había asesinado.
Se esforzó por no temblar. Tomando la mano de Jo, salió de la cocina, fue hasta el salón y atravesó la puerta de salida. Subió al jeep, sentó a Jo a su lado y puso el motor en marcha.
Pero Henry estaba ahí, con su pie descuidadamente apoyado sobre el estribo del coche y la escopeta entre las manos.
—¿Adónde vas?
Si ella arrancaba, quizá disparara. ¿Qué secreto instinto le había hecho llevar el arma a la casa esta vez? Y mientras ella podía correr el riesgo, no podía hacer lo mismo con Jo. Le respondió:
—Voy a guardar el jeep.
—¿Necesitas que Jo te ayude a hacerlo?
—Le gusta ir en él. ¡Haz el favor de no interrogarme más!
Él se encogió de hombros y retiró el pie.
Ella le miró un momento, vestido con la chaqueta de fajina de David y llevando tan tranquilamente su escopeta, y se preguntó si realmente la mataría en caso de que apretara el acelerador y partiera. Y entonces recordó esa veta de hielo que había intuido en él desde el comienzo, y supo que ese fondo, esa inclemencia, le permitiría hacer cualquier cosa.
Con una espantosa sensación de hastío, condujo el jeep hasta la parte de atrás de la casa y lo metió en el cobertizo, cerró el contacto y fue caminado con Jo de regreso a la casa. No tenía idea de qué le diría a Henry, de qué haría en su presencia, ni cómo escondería lo que sabía, si en realidad no lo había dejado traslucir ya.
No tenía planes.
Pero dejó abierta la puerta del cobertizo.
—Ése es el lugar, número uno —dijo el capitán, y bajó el telescopio.
El primer piloto oteó a través de la lluvia y la bruma del oleaje.
—No es precisamente un lugar ideal para pasar unas vacaciones. ¿No le parece, señor? Parece un páramo.
—Así es el capitán era un oficial de Marina de la vieja guardia, con una barba cana, que había prestado servicio en el mar durante la primera guerra con Alemania. Sin embargo, había aprendido a pasar por alto el descuidado estilo coloquial de su primer piloto, pues el muchacho había resultado, contra todo lo previsto, un magnífico marinero.
El «muchacho», que tenía más de treinta años, y era considerado un veterano según las pautas de aquella guerra, no tenía ni idea de la magnanimidad de que estaba gozando. Se agarraba de la baranda y se aferraba con fuerza cuando la corbeta se levantaba con la cresta de la ola y se inclinaba y enderezaba según lo exigía el mar.
—Y ahora que estamos aquí, señor, ¿qué hacemos?
—Circundaremos la isla.
—Muy bien, señor.
—Y mantendremos los ojos bien abiertos para descubrir un submarino.
—No creo que con este tiempo podamos detectar ninguno cerca de la superficie, y de estar ahí, no lo veríamos, a menos que lo tuviéramos delante de las narices.
—La tormenta amainará esta noche; a lo sumo mañana.
El capitán comenzó a llenar su pipa con tabaco.
—¿Usted cree?
—Estoy seguro.
—Por instinto náutico, supongo.
—El parte meteorológico.
La corbeta fue bordeando la isla, y vieron una pequeña bahía con un malecón. Arriba, en la parte más alta del acantilado, había una pequeña cabaña, plantada contra el viento. El capitán la señaló.
—En cuanto podamos desembarcaremos una partida.
—De todos modos… —dijo el primer piloto asintiendo.
—¿Sí?
—Cada vuelta en torno a la isla nos tornará más o menos una hora, diría yo.
—¿Y bien?
—Que a menos que tengamos una suerte de locos y estemos exactamente en el lugar debido en el minuto debido…
—El submarino subirá a la superficie, rescatará a su pasajero y se sumergirá de nuevo sin que hayamos visto siquiera los rizos de la superficie —finalizó el capitán.
—Sí.
El capitán encendió su pipa de una manera que hablaba de su larga experiencia en encender pipas en mares picados. Dio dos o tres chupadas cortas, luego inhaló profundamente y dijo:
—No nos corresponde hacer razonamientos —y sacó el humo a través de la nariz.
—Es una cita desafortunada, señor.
—¿Por qué?
—Se refiere a una notable carga de la Brigada Ligera.
—Nunca lo supe —el capitán volvió a echar una bocanada de humo—. Supongo que es una de las ventajas de no ser culto.
Había otra pequeña cabaña hacia el este de la isla. El capitán la observó a través de los prismáticos y señaló que tenía una antena de radio de aspecto profesional.
—¡Sparks! —llamó—. Vea si puede sintonizar ese lugar. Inténtelo con la frecuencia del Royal Observer Corps.
Cuando dejó de verse la cabaña, el radioperador dijo:
—No hay respuesta, señor.
— Está bien, Sparks —respondió el capitán—. No era importante.
La tripulación del cúter guardacostas estaba bajo la cubierta jugando al blackjack con calderilla, en el puerto de Aberdeen. Hacían comentarios sobre la falta de inteligencia que invariablemente parecía ser prerrogativa de los altos mandos.
—Twist —dijo Smith, que era más escocés de lo que indicaba su nombre.
Albert Parrish, al que llamaban Slim, un londinense gordo que se encontraba lejos de su hogar, le jugó un Jack.
—Bust —dijo Smith.
Slim hurgó en su monedero y apostó al máximo. —Espero vivir lo bastante para tener tiempo de gastármelo —dijo, haciendo aspavientos.
Smith limpió el cristal empañado del interior del ojo de buey y atisbó el exterior; los barcos se balanceaban suavemente en el puerto.
—La forma en que actúa el patrón haría pensar que estamos a punto de ir al propio Berlín y no a la Isla de las Tormentas.
—¿No lo sabías? Somos la punta de lanza de la invasión aliada.
Slim jugó un diez, se guardó un rey y dijo:
—Al veintiuno pago.
—¿Y quién es ese tipo después de todo —dijo Smith—, un desertor?
Slim mezcló las cartas, luego dijo:
—Yo os diré lo que es, es un prisionero de guerra que se ha evadido —siguió el juego. Hicieron gestos de no creerle—. Está bien; cuando le agarremos prestad atención a su acento —dejó el mazo—. Escuchad, ¿qué barcos van a la Isla de las Tormentas?
—Sólo el de aprovisionamiento —dijo alguien.
—De modo que la única forma en que puede volver a tierra firme es en la lancha de aprovisionamiento. Lo único que tendría que hacer la Policía es esperar a que Charlie hiciera su viaje de rutina a la isla, y pescarle cuando pusiera el pie en tierra. No hay razón para que nosotros estemos aquí sentados, esperando levar anclas y largarnos a la velocidad de la luz en cuanto amaine la tormenta, a menos… —hizo una pausa melodramática— a menos que tenga otra forma de salir de la isla.
—¿Y qué otra forma puede ser?
—Un submarino, eso es lo que puede ser.
—Cojones —cantó Smith; los demás simplemente rieron. Slim repartió otra mano. Esta vez ganó Smith, pero todos los demás perdieron.
—Me estoy convirtiendo en un capitalista —dijo Slim—. Creo que me voy a retirar a esa hermosa casita de Devon. A ese individuo no le pescaremos, por cierto.
—¿Al desertor?
—Al prisionero de guerra.
—¿Y por qué no?
Slim le palmeó la cabeza.
—Usa tu mollera. Cuando pase la tormenta, nosotros estaremos aquí y el submarino estará al pie de la bahía, junto a la isla. Entonces, ¿quién llegará primero? Los otros.
—Y entonces, ¿por qué diablos hacemos esto? —dijo Smith.
—Porque los que imparten las órdenes no son tan inteligentes como tú, Albert Parrish. Por más que te rías —repartió otra mano—. Bueno, cantad. Ya veréis cómo tengo razón. ¿Qué es eso? ¿Cuánto has puesto? ¿Un penique? Tranquilo, Gorblimey, sé lo que te digo; apuesto doble contra sencillo a que volvemos de la Isla de las Tormentas con las manos vacías. ¿Alguien apuesta? Doble contra sencillo, ¿eh? Doble contra sencillo.
—No apostamos nada —dijo Smith—. Da cartas. Slim repartió las cartas.
El jefe de la flotilla aérea, Peterkin Blenkinsop (que había tratado de acortarse el nombre convirtiendo Peterkin en Peter, aunque de algún modo sus hombres siempre descubrían cómo se llamaba), se cuadró ante el mapa y se dirigió al resto de los ocupantes de la habitación.
—Volaremos en formación de tres —comenzó—. Los primeros despegarán tan pronto como el tiempo lo permita. Nuestro objetivo —dijo tocando el mapa con un puntero— es éste: Isla de las Tormentas. Al llegar volaremos en círculo durante veinte minutos a baja altura, tratando de localizar el submarino. Pasados los veinte minutos volveremos a la base —hizo una pausa—. Aquellos cuyas mentes funcionan con lógica ya habrán deducido que, para mantener el lugar constantemente vigilado, la segunda formación de tres aparatos debe despegar exactamente veinte minutos después que el primero, y así sucesivamente. ¿Alguna pregunta?