El disparo pasó por encima de la cabeza de Faber, pero de todos modos él vaciló sobre sus pies, se volvió y, zigzagueando, corrió de regreso al jeep. Lucy sintió la tentación de volver a disparar, pero se detuvo a tiempo, dándose cuenta de que si él sabía que había gastado los dos cartuchos nada le impediría volver sobre sus pasos.
Él abrió la puerta del jeep, saltó dentro e inició la marcha hacia abajo.
Lucy sabía que volvería.
Pero de pronto se sintió feliz, casi contenta. Había ganado el primer asalto; lo había alejado…
Pero volvería.
Aún le quedaba el segundo cartucho. Estaba bajo techo y tenía tiempo de prepararse.
Prepararse. Debía estar preparada para enfrentarse a él. La próxima vez sería más astuto. De un modo u otro, trataría de sorprenderla.
Ella tenía la esperanza de que él esperara hasta el amanecer. Eso le daría tiempo…
Primero, tenía que volver a cargar el arma.
Fue a la cocina. Tom lo guardaba todo en la cocina: comida, carbón, herramientas, provisiones, y tenía una escopeta igual a la de David. Ella sabía que las dos armas eran iguales porque David había examinado la de Tom y luego encargado una igual. Los dos hombres se pasaban largas horas hablando sobre el asunto.
Encontró la escopeta de Tom y una caja de municiones. Puso las dos armas y la caja sobre la mesa de la cocina.
Estaba convencida de que las armas eran simples, y que sólo por aprensión y tontería las mujeres se alborotaban cuando se encontraban delante de ella.
Estuvo jugueteando con la escopeta de David, manteniendo el cañón apuntando en dirección contraria de sí misma, hasta que se abrió la recámara, y continuó practicando con ella algunas veces más.
Era sorprendentemente simple.
Cargo las dos escopetas. Luego, para asegurarse de que lo había hecho correctamente, apuntó la de Tom a la pared de la cocina y apretó el gatillo.
Cayó una lluvia de revoque y Bob ladró como enloquecido, y ella volvió a golpearse la cadera y a quedar ensordecida. Pero estaba armada.
Debía recordar que los gatillos debían apretarse con suavidad, de modo que la sacudida no desviara su puntería. Probablemente, a los hombres les enseñaban ese tipo de cosas en el Ejército.
¿Qué más debía hacer? Hacer difícil a Henry la tarea de introducirse en la casa.
Ninguna de las dos puertas tenía cerradura, por cierto; si en la isla se cometía un robo, se sabía que el ladrón vivía en la otra casa. Lucy revolvió en la caja de herramientas de Tom y encontró un hacha brillante y bien afilada. Se detuvo ante la escalera y comenzó a cortar la baranda.
El trabajo la fatigó, pero en cinco minutos tuvo seis listones de roble. Encontró un martillo y algunos clavos, y clavó los listones atravesando la puerta del frente y la de atrás; tres en cada puerta, y cuatro clavos en cada listón. Cuando acabó le dolían terriblemente las muñecas y el martillo le pesaba como si fuese de plomo, pero aún no había acabado.
Consiguió otro puñado de clavos de seis centímetros y. recorrió todas las ventanas de la casa, claveteándolas. Se dio cuenta, con una sensación de descubrimiento, de por qué los hombres siempre se ponían los clavos en la boca: necesitaban tener las dos manos libres para trabajar, y si uno los ponía en el bolsillo luego se pinchaba con ellos.
Cuando acabó el trabajo era de noche.
Aún podía entrar en la casa, por cierto, pero por lo menos no le resultaría fácil. Tendría que romper algo y, en consecuencia, alertarla. Entonces estaría esperándole con las armas.
Fue arriba con las dos escopetas para controlar a Jo. Aún seguía dormido, envuelto en su manta, sobre la cama de Tom. Lucy encendió una cerilla para mirarle la cara. El somnífero realmente le había hecho un efecto contundente, pero tenía el mismo color de siempre y su temperatura parecía normal; además, respiraba con tranquilidad. «Quédate así, querido mío», murmuró Lucy. El súbito acceso de ternura la volvió más aún contra Henry.
Registró toda la casa con gran ansiedad, espiando por las ventanas hacia la oscuridad exterior, mientras el perro la seguía allá adonde iba. Dejó una de las escopetas al pie de la escalera y decidió tener la otra entre sus manos y colgarse el hacha en el cinturón de sus pantalones.
Recordó la radio y pulsó su SOS varias veces. No tenía idea de si alguien la escucharía, ni siquiera si la radio funcionaba. Sólo conocía eso del código Morse, de modo que no podía transmitir nada más.
Se le ocurrió que probablemente Tom no conociera el código Morse. Seguramente debía tener un libro en alguna parte. Si por lo menos pudiera transmitir a alguien lo que estaba pasando en la isla… Buscó por toda la casa, empleando gran cantidad de fósforos, sintiéndose aterrorizada cada vez que encendía uno cerca de una ventana de abajo. No encontró nada.
Muy bien. Quizá Tom conociera el código Morse.
Por otra parte, ¿para qué habría de necesitarlo? Lo único que debía comunicar a tierra firme era si algún avión enemigo se aproximaba, no había ninguna razón para que esa información no fuera transmitida directamente… ¿Cuál era la frase que usaba David? Au clair.
Fue de nuevo al dormitorio y volvió a contemplar la instalación. A un lado del aparato central había un micrófono que no había visto antes.
Si ella podía hablar con ellos, ellos podían responderle.
De pronto, el sonido de otra voz humana, una voz normal, concreta, proveniente de Inglaterra, le parecía la cosa más valiosa del mundo.
Cogió el micrófono y comenzó a probar diversas palancas.
Bob gruñó suavemente.
Ella dejó el micrófono y estirando una mano hasta tocar el perro en la oscuridad, le dijo:
—¿Qué pasa, Bob?
Bob volvió a gruñir. Podía palpar sus orejas enhiestas. Estaba aterrorizada. La confianza que había adquirido al enfrentarse a Henry con la escopeta, al aprender a cargarla, al asegurar las puertas y clavar las ventanas… se evaporaba ahora ante el gruñido de un perro vigilante.
—Vamos abajo —le murmuró—. Despacito.
Le cogió del collar y dejó que él la condujera escaleras abajo. En la oscuridad tanteó la baranda, olvidando que la había cortado y casi perdió el equilibrio. Volvió a afirmarse y se chupó el dedo donde se había clavado una astilla.
En el salón el perro pareció dudar, luego gruñó más fuerte y tiro hacia la cocina. Ella le detuvo y le apretó el hocico para silenciarlo. Luego se deslizó por la puerta.
Miró en dirección de la ventana, pero ante sus ojos sólo había una absoluta oscuridad.
Se quedó escuchando. La ventana crujió, al principio casi de modo inaudible, luego con más fuerza. Estaba tratando de entrar. Bob gruñía amenazadoramente con un gruñido que le salía del fondo de la garganta, pero parecía comprender el significado que tenía el apretón del hocico.
La noche se volvió más tranquila. Lucy advirtió que la tormenta estaba amainando de forma casi imperceptible. Henry parecía haber abandonado la ventana de la cocina. Ella se trasladó al salón.
Escuchó el mismo crujido de la vieja madera que resistía la presión. Ahora Henry parecía más decidido: se oyeron tres golpes apagados, como si estuviera golpeando el marco de la ventana con la parte inferior de la mano.
Lucy dejó el perro y asió la escopeta. Podría haber sido pura imaginación, pero podía distinguir la ventana como recuadro gris en medio de la oscuridad. Si él llegaba a abrir lá ventana, dispararía inmediatamente.
Se oyó un golpe mucho más fuerte. Bob perdió el control y soltó un fuerte ladrido. Ella oyó un movimiento afuera.
Luego le llegó la voz.
—¿Lucy?
Ella se mordió el labio.
—¿Lucy?
Utilizaba el mismo tono de voz que cuando estaban en la cama: profunda, suave, íntima.
—Lucy, ¿puedes oírme? No tengas miedo. No quiero hacerte daño. Por favor, háblame.
Ella tuvo que luchar contra el deseo compulsivo de apretar los dos gatillos al mismo tiempo para silenciar aquel espantoso sonido y destruir los recuerdos que le traía.
—Lucy, querida… —Ella creyó escuchar un sollozo apagado—. Lucy, él me atacó. Tuve que matarle… maté por mi país, no deberías odiarme por eso…
¿Qué quería decir eso…? Sonaba descabellado. ¿Estaría loco y había podido ocultarlo durante dos días de intimidad? En realidad parecía más en sus cabales que la mayoría de las personas, y sin embargo ya había cometido varios asesinatos… aunque ella no tenía idea de las circunstancias… Ella se estaba tranquilizando exactamente lo que él pretendía.
Se le ocurrió una idea.
—Lucy, respóndeme.
La voz de él se perdió cuando ella fue de puntillas hacia la cocina. Seguramente, Bob la avisaría si Henry hacía algo más que hablar. Revolvió en la caja de herramientas de Tom y encontró un par de tenazas. Luego fue hasta la ventana de la cocina y con la punta de los dedos localizó las cabezas de los clavos que había colocado allí. Cuidadosamente, tan silenciosamente como le fue posible, los sacó. El trabajo le exigió todo su esfuerzo.
Una vez que hubo arrancado los clavos volvió al salón a escuchar.
—…no me provoques problemas y te dejaré tranquila…
Levantó la ventana de la cocina. Tan silenciosamente como le fue posible. Se deslizó hasta el salón, cogió al perro y volvió una vez más a la cocina.
—…lo último que haría en el mundo sería causarte daño…
Palmeó al perro dos o tres veces y le murmuró:
—No haría esto si no fuera imprescindible, ¿sabes? —y lo hizo pasar fuera de la ventana.
La cerró rápidamente, cogió el clavo y lo clavó en otro lugar con tres golpes secos.
Dejó caer el martillo, cogió la escopeta, y corrió hasta la habitación del frente para estar cerca de la ventana, pegada a la pared.
—¡…te daré una última oportunidad!
Se oyó una carrera; era de Bob, seguida de un terrible, aterrorizador ladrido, como nunca había oído antes en un perro ovejero; luego se oyó un sonido apagado y el ruido de un hombre que caía. Podía oír la respiración jadeante de Henry; luego otra embestida de Bob, y un grito de dolor, una maldición en un idioma extranjero, otro terrible ladrido.
Los ruidos se hicieron ahora más apagados y distantes. Luego, de pronto, terminaron. Lucy esperó, muy pegada a la pared, junto a la ventana, aguzando el oído. Quería ir y controlar a Jo, quería intentarlo una vez más con el radiotransmisor, quería toser, pero no se atrevía a moverse. Imágenes de lo que Bob podía haberle hecho a Henry atravesaban su mente, y ansiaba oír que el perro olisqueaba ante la puerta.
Miró a la ventana… luego se dio cuenta de que realmente veía la ventana; podía ver, ya no se trataba simplemente de un recuadro de color gris ligeramente más claro, sino que distinguía el pedazo de madera atravesado que había clavado sobre el marco. Todavía era de noche, pero era sólo todavía, y ella sabía que de mirar afuera vería un cielo levemente difuso, con una luz apenas perceptible en lugar de una boca de lobo. Amanecería en cualquier momento, y podría ver los muebles de la habitación, y Henry ya no podría sorprenderla en la oscuridad…
Se produjo un ruido de cristales rotos a pocos centímetros de su cara. Ella saltó; sintió un agudo dolor en la mejilla, se llevó la mano al lugar, y supo que una astilla desprendida le había cortado la cara. Agarró la escopeta, esperando que Henry apareciera por el marco de la ventana. No sucedió nada. Sólo después de uno o dos minutos comenzó a preguntarse qué habría roto el cristal de la ventana.
Escudriñó el suelo. Entre los trozos de cristal rotos había una gran forma negra. Descubrió que podía verla mejor si la miraba por los bordes en vez de por el centro mismo de la mancha, y al hacerlo así pudo distinguir la familiar silueta del perro.
Cerró los ojos y desvió la mirada. Ya no podía sentir emoción alguna. Sus sentimientos estaban denonadados por el terror y las muertes que habían precedido a esta última; primero David, luego Tom, luego la interminable noche de asedio… Todo lo que sentía era hambre. Durante el día de ayer había estado demasiado nerviosa para comer, lo cual significaba que habían pasado unas treinta y seis horas desde la última comida. Ahora, de manera incongruente y absurda, se encontró suspirando por un bocadillo de queso.
Algo más estaba entrando por la ventana.
Alcanzó a verlo con el rabillo del ojo. y entonces volvió la cabeza para mirar directamente.
Era la mano de Henry.
Se quedó mirándola cono hipnotizada: era una mano de dedos largos, sin anillos, blanca debajo de la mugre, con uñas cuidadas y una tirita en torno al dedo índice; una mano que la había tocado a ella íntimamente, había pulsado su cuerpo como un instrumento, había hundido un cuchillo en el corazón de un viejo pastor de ovejas.
La mano desprendió un trozo de vidrio, luego otro, ampliando el hueco de la ventana. Luego entró hasta el codo y tanteó el pestillo.
Tratando de mantenerse totalmente en silencio, con dolorosa lentitud, Lucy pasó la escopeta a su mano izquierda y cogió con la derecha el hacha que pendía de su cinturón, la levantó bien arriba, por encima de su cabeza y la hizo bajar con todas sus fuerzas sobre la mano de Henry.
Él debió intuirlo, o quizá oyó el silbido de la hoja hendiendo el aire, o vio un relumbrón de movimiento detrás de la ventana, porque retrocedió súbitamente antes de que llegara el golpe.
El hacha golpeó el marco y se quedó clavada. Durante una fracción de segundo, Lucy creyó que había fallado el golpe; luego, desde fuera, llegó un grito de dolor, y ella vio junto a la hoja del hacha, incrustados en la madera, dos dedos seccionados.
Oyó el sonido de pies que corrían.
Vomitó.
Luego se sintió exhausta, y a continuación se vio inundada por un gran sentimiento de autoconmiseración. Bien sabía Dios que ella había sufrido bastante, ¿no? En el mundo había policías y soldados para controlar una situación como aquélla… nadie podía pretender que un ama de casa y madre como tantas pudiera resistir indefinidamente a un asesino. ¿Quién podría culparla si se daba por vencida? ¿Quién podría decir honestamente que lo hubiera hecho mejor, que hubiera resistido más tiempo o se le habrían ocurrido más argucias?
Ya no podía más. Tenían que hacerse cargo, acudir desde afuera los policías, los soldados, quienquiera que estuviese en el otro extremo del receptor. Ella ya no podía más…
Apartó los ojos de los grotescos objetos de la ventana y fue exhausta escaleras arriba. Cogió la segunda escopeta y se llevó las dos al dormitorio.