—¿Quieres decir cuál es la distancia razonable para navegar en una embarcación de ese tipo?
—Naturalmente.
—Consulta a la Marina —dijo Terry, encogiéndose de hombros—. Yo diría entre quince y veinte millas.
—Tienes razón—. Godliman trazó un arco con un radio de veinticinco millas y su centro en Aberdeen—. Ahora bien, si Faber está vivo, se encuentra de nuevo en Inglaterra o en algún lugar dentro de este espacio —e indicaba el área comprendida entre las líneas paralelas y el arco.
—Es que en esa zona no hay tierra.
—¿No tenemos un mapa más grande?
Terry abrió un cajón y sacó un gran mapa de Escocia; lo extendió sobre la mesa. Godliman copió las marcas hechas con lápiz en el mapa de escala más pequeña.
Aún no había tierra dentro del área.
—Pero mira —dijo Godliman—, exactamente al Este, dentro del límite de los quince kilómetros hay una larga y estrecha isla. —Terry observó más de cerca.
—Isla de las Tormentas —leyó—. Justo.
—Podría ser… —dijo Godliman chasqueando los dedos.
—¿Puedes enviar a alguien ahí?
—Cuando amaine la tormenta. Bloggs partió hacia arriba. Haré que le envíen un avión. Puede partir en cuanto mejore el tiempo —dijo encaminándose a la puerta.
—¡ Buena suerte! —le gritó Terry.
Godliman fue hasta el próximo piso subiendo de dos en dos los escalones y entró a su oficina. Levantó el teléfono.
—Póngame al habla con el señor Bloggs, en Aberdeen, por favor.
Mientras aguardaba, dibujaba con su lápiz sobre el bloc de notas, esbozaba la isla, que era como la empuñadura de un bastón, con la curva en el extremo Oeste. Tendría unos quince kilómetros de largo y quizás uno y medio de ancho. No tenía idea sobre qué clase de lugar sería: ¿un árido acantilado, una floreciente comunidad de pastos? Si Faber estaba ahí todavía, podría ponerse en contacto con su submarino; en ese caso, Bloggs tendría que llegar a la isla antes que el submarino.
—El señor Bloggs está en la línea —dijo la telefonista.
—¿Fred?
—Hola, Percy.
—Creo que está en una isla que se llama Isla de las Tormentas.
—No, no está —dijo Bloggs, acabamos de detenerle. (Eso era lo que él esperaba.)
El estilete tenía veinticinco centímetros de largo, con un mango labrado y una pequeña pieza en cruz antes de comenzar la hoja. Era muy puntiagudo y afilado. Bloggs consideró que realmente parecía un instrumento eficacísimo para matar. Había sido afilado recientemente.
Bloggs y el inspector jefe Kincaid se quedaron mirándolo; ninguno de los dos quería tocarlo.
—Trataba de coger un autobús a Edimburgo —dijo Kincaid—. Un agente le vio en la ventanilla cuando iba a sacar el billete y le pidió la documentación. Él soltó la maleta y salió corriendo. Una mujer conductora de autobús le pegó en la cabeza con el artefacto de los billetes. Tardó diez minutos en volver en sí.
—Bueno, vamos a echarle un vistazo —dijo Bloggs. Atravesaron el pasillo hasta llegar a la celda.
—Es éste —dijo Kincaid.
Bloggs le observó por la mirilla. El hombre estaba sentado sobre un banco, en el extremo opuesto de la celda, con la espalda apoyada contra la pared. Tenía las piernas cruzadas, los ojos cerrados, las manos en los bolsillos.
—Tiene antecedentes penales —señaló Bloggs. El hombre era alto, con un rostro alargado y agradable, pelo oscuro. Podría haber sido el hombre de la fotografía, pero no podía tener ninguna seguridad.
—¿Quiere entrar? —le preguntó Kincaid.
—Dentro de un momento. ¿Qué había en su maleta, además del estilete?
—Las herramientas usuales de un ladrón. Bastante dinero. Una pistola, algunos cargadores. Ropas negras y zapatos con suela de goma. Doscientos paquetes de cigarrillos «Lucky Strike».
—¿Nada de fotografías ni negativos?
Kincaid sacudió la cabeza.
—Caray— dijo Bloggs con una especie de presentimiento.
—Los papeles le identifican como Peter Fredericks, de Wembley, en Middlesex. Certifican que es un herrero sin trabajo que busca empleo.
—¿Herrero? —repitió Bloggs escépticamente—. No ha habido un solo artesano sin empleo desde hace cuatro años. Un espía no cometería ese error…
—¿Quiere que comience yo el interrogatorio? —preguntó Kincaid—. ¿O prefiere hacerlo usted?
—No, no. Hágalo usted.
Kincaid abrió la puerta y Bloggs entró tras él. El hombre sentado en el rincón abrió los ojos sin curiosidad. No alteró su posición. Kincaid se sentó ante una pequeña mesa. Bloggs se apoyó contra la pared. Kincaid dijo:
—¿Cuál es su verdadero nombre?
—Peter Fredericks.
—¿Qué hace tan lejos de su casa?
—Busco trabajo.
—¿Por qué no está en el Ejército?
—Sufro del corazón.
—¿Dónde ha estado durante estos últimos días? —Aquí, en Aberdeen. Anteriormente en Dundee, y antes en Perth.
—¿Cuándo llegó a Aberdeen?
—Anteayer.
Kincaid miró a Bloggs, quien asintió.
—Su historia es estúpida —dijo Kincaid—. Los herreros no necesitan andar buscando trabajo. Será mejor que diga la verdad.
—Estoy diciendo la verdad.
Bloggs tomó las monedas sueltas que tenía en el bolsillo y las ató en un pañuelo. Mientras contemplaba el interrogatorio en silencio, balanceaba el bulto en su mano derecha.
—¿Dónde está la película? —dijo Kincaid aludiendo a lo que Bloggs le había dicho, aunque no sabía nada sobre el contenido de la película.
La expresión del hombre permaneció inalterable.
—No sé de qué está hablando.
Kincaid se encogió de hombros y miró a Bloggs.
—En pie —dijo Bloggs.
—¿Cómo?
Póngase en pie!
El hombre se puso desganadamente de pie.
—Un paso adelante.
El hombre dio dos pasos hacia la mesa.
—¿Nombre?
—Peter Fredericks.
Bloggs se apartó de la pared y golpeó al hombre en la cara, justo en el puente de la nariz. Lanzó un grito y se llevó las manos al rostro.
—Conteste a lo que se le pregunta.
El hombre se enderezó y dejó caer las manos a los costados del cuerpo.
—Peter Fredericks.
Bloggs volvió a pegarle exactamente en el mismo lugar de antes. Esta vez cayó sobre una rodilla y los ojos se le llenaron de lágrimas.
—¿Dónde está la película?
El hombre sacudió la cabeza.
Bloggs lo levantó casi en vilo, le dio un rodillazo en la ingle, un puñetazo al estómago.
—¿Qué ha hecho con los negativos?
El hombre cayó al suelo y se levantó. Bloggs le dio un puntapié en la cara. Se oyó un ruido seco.
—¿Qué ha pasado con el submarino? ¿Dónde deben encontrarse? ¿Cuál es la consigna? Maldito sea…
Kincaid agarró a Bloggs desde atrás.
—Es suficiente —dijo—. Es mi sección y sólo puedo hinchar un ojo. Usted me entiende…
—No se trata de caso de mera ratería —dijo Bloggs volviéndose directamente hacia él—. Soy un MI5 y voy a hacer lo que me dé la gana en su sección. Si el prisionero muere cargaré con la responsabilidad.
—Una vez más se dio vuelta para enfrentarse al hombre que estaba en el suelo, y que les miraba a él y a Kincaid con la cara ensangrentada y
una expresión de incredulidad.
—¿De qué están hablando? —dijo débilmente—. ¿Qué es esto?
Bloggs le puso violentamente de pie.
—Usted es Heinrich Rudolph Hans von MüllerGüder, nacido en Oln el 26 de mayo de 1900, también conocido como Henry Faber, teniente coronel del Servicio de Inteligencia alemán. En tres meses será colgado por espionaje, a menos que sea más útil vivo que muerto. Empiece a
volverse útil, coronel MüllerGüder.
—No —dijo el hombre—. ¡ No, no! Soy un ladrón, no un espía. ¡Por favor! —se agachó apartándose de Bloggs con los puños en alto—. !Puedo probarlo!
Bloggs volvió a pegarle, y Kincaid intervino por segunda vez.
—Bueno… está bien, Fredericks, si ése es su nombre.
Pruebe que es un ladrón.
—La semana pasada robé en tres casas en Jubilee Crescent —jadeó el hombre—. De la primera saqué unas quinientas libras y de la otra algunas alhajas, anillos de brillantes y algunas perlas. De la otra no pude sacar nada por el perro… usted debe saber que estoy diciendo la verdad porque tienen que haber hecho la denuncia. ¿No es así? Oh, Dios mío.
Kincaid miró a Bloggs.
—Todos esos robos realmente ocurrieron. —Puede haberse enterado por los periódicos.
—El tercero no fue denunciado.
—Tal vez los cometió, pero eso no quiere decir que no sea un espía. Los espías también pueden robar —se sentía muy mal.
—Pero esto sucedió la semana pasada, mientras su hombre estaba en Londres. ¿No es así?
Bloggs se quedó por un momento en silencio. Luego dijo:
—Bueno, mierda… —y salió de la celda.
Peter Fredericks levantó la mirada hacia Kincaid y su cara era una máscara sangrienta.
—¿Quién es ese maldito SS? —exclamó.
—Alégrese de no ser el hombre que él está buscando —respondió Kincaid, mirándole a su vez.
—¿Y bien? —preguntaba Godliman por teléfono.
—Falsa alarma —la voz de Bloggs se oía entrecortada y distorsionada a través de la línea de larga distancia—. Un asaltante menor que dio la casualidad que llevaba un estilete y además tenía un gran parecido físico con Faber…
—Volvemos al punto de partida —dijo Godliman.
—Usted había dicho algo acerca de una isla.
—Sí. La Isla de las Tormentos. Queda a unas quince millas de la costa, al este de Aberdeen. La encontrará en un mapa de escala de mayor amplitud.
—¿Qué le hace estar seguro de que se encuentra ahí?
—No estoy seguro, pero tenemos que controlar hasta la última posibilidad. Pero si en realidad robó la lancha, la…
—Marie 11.
—Sí. Si realmente la robó, el encuentro seguramente debía tener lugar en el área de la isla; y en ese caso se ahogó o está como náufrago en la isla…
—Está bien, eso es lógico.
—¿Cómo está el tiempo por ahí?
—Ningún cambio.
—¿Cree que con un barco grande podrá llegar a la isla?
—Supongo que con un barco grande se puede superar cualquier tormenta. Pero esa isla no debe tener un gran atracadero, ¿verdad?
—Es mejor que lo averigüe, pero supongo que tiene razón. Ahora bien, escuche… Hay una base de la RAF cerca de Edimburgo. Mientras usted llega, tomaré las medidas necesarias para que un hidroavión le espere. Parta en cuanto la tormenta se lo permita. Haga que la guardia costera local esté lista para proceder en cuanto reciba la orden de partida. No sé quién llegará primero.
—Pero si el submarino también aguarda a que amaine la tormenta, él llegará primero —respondió Biogg.
—Tiene razón—. Godliman encendió un cigarrillo procurando que la inspiración no le abandonara—. Bueno, podemos hacer que una corbeta de la marina circunde la isla y escuche las señales de radio de Faber. Cuando amaine la tormenta puede enviar una lancha hasta la isla.
—¿Quizá con algunos soldados?
—Sí. Sólo que, lo mismo que usted, tendrán que aguardar a que amaine la tormenta.
—Ya no puede durar mucho.
—¿Qué pronostican los meteorólogos escoceses?
—Que durará por lo menos un día más. Pero mientras nosotros estemos atascados, él también lo estará.
—Si es que está ahí.
—Sí.
—Está bien —dijo Godliman—. Tendremos la corbeta, los guardacostas, algunos soldados de la Marina y un hidroavión. Usted póngase en marcha en seguida. Llámeme desde Rosyth. Suerte.
—Gracias.
Godliman colgó. Su cigarrillo olvidado sobre el borde del cenicero se había consumido.
El jeep semitumbado se veía fuerte, pero imposibilitado como un elefante herido. El motor se había trabado. Faber le dio un buen empujón y consiguió que volviera a colocarse majestuosamente sobre sus cuatro ruedas. Había sobrevivido a la lucha relativamente indemne. La capota de tela estaba destruida, por cierto, el tajo que Faber le había hecho con el estilete se había convertido en un boquete que iba de lado a lado. El parachoques delantero, que se había hundido en la tierra y encallado el vehículo, estaba retorcido, y el faro del lado del barranco totalmente destrozado. El cristal de la puerta de ese mismo lado se había hecho trizas con el disparo de la escopeta. El parabrisas, en cambio, estaba milagrosamente intacto.
Faber subió al asiento del conductor, puso la palanca en punto muerto y probó el arranque, que respondió y se detuvo. Volvió a intentarlo, y por fin el motor respondió. Se sintió agradecido por ello, pues realmente no hubiera podido realizar una caminata larga.
Se quedó un momento sentado ante el volante, haciendo inventario de sus heridas. Se tocó el tobillo derecho con mucho cuidado; estaba hinchándose todo el pie. Quizá tuviera el hueso fracturado. Por suerte el jeep estaba preparado para que lo condujera un hombre sin piernas. Él no hubiera podido presionar el pedal. El chichón en la parte posterior de la cabeza parecía enorme al tacto, por lo menos del tamaño de una pelota de golf; cuando se lo tocó retiró la mano pegajosa de sangre. Se miró la cara en el espejo retrovisor. Era una masa de cortes y magulladuras, como la cara del perdedor al final de un combate de boxeo.
Había dejado su capote en la cabaña, de modo que la chaqueta y el overall estaban empapados y embarrados. Necesitaba entrar muy pronto en calor.
Se aferró al volante. Sintió un dolor quemante en la mano. Habíase olvidado de la uña arrancada. Se la miró. Era la más espantosa de sus heridas. Tendría que conducir con una sola mano.
Salió despacio y encontró lo que consideró que sería el camino. No había peligro de perderse en la isla. Todo lo que tenía que hacer era seguir el borde del acantilado hasta llegar a la casa de Lucy.
Necesitaba inventar una mentira para explicarle a Lucy qué había pasado con su marido. Sabía que desde esa distancia ella no habría oído el disparo de la escopeta. Podría, indudablemente, decirle la verdad, puesto que ella no estaba en condiciones de hacer nada. Sin embargo, si se volvía molesta tendría que asesinarla y le disgustaba tener que hacerlo. Mientras conducía despacio barranco abajo en medio de la lluvia y el viento, se asombraba de esa novedad en él, ese escrúpulo. Era la primera vez que sentía resistencia a matar. No era que fuese un amoral. Tenía la convicción de que cada una de las muertes que él causaba estaban en el mismo nivel que las causadas en el campo de batalla, y sus sentimientos estaban sujetos a su intelectualización. Después de matar, siempre tenía la misma reacción: vomitaba, pero eso era algo incomprensible que no trataba de explicarse.