Se puso las botas y salió. Habían algunos soldados yanquis en el campo, y quizá no hubieran visto al toro. Cuando llegó al portalón, se detuvo y se rascó la cabeza. Algo extraño estaba pasando.
Los tanques no habían aplastado la hierba ni habían dejado huellas. Pero los soldados americanos estaban haciendo huellas con algo semejante a un arado.
Cuando Sid trataba de darse cuenta de qué era lo que estaba sucediendo, el toro vio los tanques. Los miró durante un rato, luego resopló y embistió. Iba a embestir a un tanque.
—Pedazo de estúpido, te romperás la cabeza —murmuró Sid.
Los soldados también estaban observando el toro. Parecían considerar que el asunto era gracioso.
El toro fue directamente al tanque y de una cornada horadó la carrocería metálica del vehículo. Sid deseó fervientemente que los tanques británicos fueran más resistentes que los americanos.
Se oyó un fuerte chirrido cuando el toro sacó los cuernos. El tanque se aplastó como un globo que se desinfla. Los soldados americanos se agruparon riendo a carcajadas.
Todo resultaba muy extraño.
Percival Godliman atravesó a paso rápido Parliament Square, con su paraguas. Debajo de su impermeable llevaba un traje a rayas, y sus zapatos negros estaban bien lustrados; por lo menos lo habían estado hasta que salió a la lluvia. No sucedía todos los días, ni siquiera todos los años, que tuviera una audiencia con Churchill.
Un militar de carrera hubiera sentido gran inquietud por presentarse con tan malas noticias ante el comandante supremo de las Fuerzas Armadas de la nación. Godliman no estaba nervioso. Un historiador distinguido no tenía nada que temer —se dijo— ni de los militares ni de los políticos, a menos que su enfoque de la Historia fuera bastante más radical de lo que era el de Godliman. No estaba, pues, nervioso, pero sí preocupado. Evidentemente preocupado.
Estaba pensando en el esfuerzo, los planes, las precauciones, el dinero y la energía humana que se habían empleado en la creación del Primer Ejército de los Estados Unidos como un fantasma apostado en East Anglia. Los cuatrocientos barcos construidos de tela y sostenidos sobre montantes que eran tambores de combustible, apostados en los puertos y estuarios; los carros de combate y camiones inflables, así como gran cantidad de pertrechos de guerra; las quejas publicadas en las cartas de los lectores de los periódicos locales acerca de la declinación de la moral de la población desde la llegada de miles de soldados americanos a la zona; el falso puerto de abastecimiento de combustible en Dover, diseñado por el más distinguido arquitecto de Gran Bretaña y construido con madera terciada y tuberías viejas por artesanos de los estudios de cine; los informes falsos transmitidos a Hamburgo por los agentes alemanes y preparados por la Comisión XX; y el incesante parloteo por radio, emitido para beneficio del servicio de espionaje, consistente en mensajes recopilados por escritores profesionales de ficción y que incluían hasta un «Quinto Regimiento de su Majestad integrado por mujeres, presumiblemente no autorizado, entre los voluntarios». ¿Qué se haría con todo aquello? ¿Transportarlo a Calais?
Indudablemente, se había realizado una gran labor. Todo indicaba que los alemanes habían tragado el anzuelo. Y ahora todo el plan quedaba en tela de juicio a causa de un maldito espía. Un espía que se le había escapado a Godliman. Lo que era, por cierto, la razón de que él estuviera yendo a donde iba.
Sus cortos pasos, como de pájaro, cubrieron la distancia que le separaba de la pequeña puerta del número dos de la Great George Street, en Westminster. La guardia armada que se encontraba junto al muro de bolsas de arena examinó su salvoconducto y le franqueó la entrada. Cruzó el corredor y bajó hasta los cuarteles generales de Churchill en el subsuelo.
Era como ir a la sala de máquinas de una embarcación de guerra. Protegido de las bombas por un techo de cemento de más de un metro de espesor, el refugio tenía puertas de hierro macizas y antiguas vigas de madera. Al tiempo que Godliman entraba en la sala de mapas, un grupo de jóvenes de cara solemne emergía de una sala de sesiones situada al lado. Tras ellos seguía un secretario que identificó a Godliman.
—Es usted muy puntual, señor —dijo—. Lo está esperando.
Había alfombras en el suelo y un retrato del Rey sobre la pared. Un ventilador eléctrico esparcía el humo en el aire. Churchill estaba sentado ante una vieja mesa muy lustrosa, en el centro de la cual se veía la estatuilla de un fauno, que era el emblema de las armas de simulacro del propio Churchill: la sección de Control de Londres. Godliman decidió no saludar.
—Siéntese, profesor —dijo Churchill.
De pronto, Godliman advirtió que Churchill no era un hombre corpulento, pero que se sentaba como si lo fuera: los hombros levantados, los codos en los brazos de su asiento, la barbilla hacia abajo, las piernas separadas. Llevaba una chaqueta negra a rayas, corta, como de abogado y pantalones grises a rayas, con un corbatón de lunares azules y una impecable camisa blanca. Pese a su contextura compacta y a su abdomen, la mano que sostenía el lápiz era delicada, de dedos finos. Su tez era rosada como la de un niño. En la otra mano sostenía un cigarro, y sobre la mesa, junto a los papeles, había un vaso con algo que al parecer era whisky.
Estaba escribiendo notas sobre el margen de un informe escrito a máquina y ocasionalmente, a medida que escribía, murmuraba algo. Godliman no se sintió realmente apabullado por el gran hombre. En opinión de Godliman, Churchill había sido un desastre como estadista de tiempo de paz. Sin embargo, tenía las cualidades de un gran jefe guerrero, y Godliman le respetaba mucho por eso. (Churchill modestamente negaba ser el gran león británico, diciendo que él sólo había tenido el privilegio de soltar el rugido; Godliman pensaba que la estimación era más o menos correcta.)
Súbitamente levantó la mirada.
—Supongo que no cabe duda de que el maldito espía descubrió en lo que andamos metidos, ¿verdad?
—Absolutamente ninguna, señor —respondió Godliman.
—¿Cree usted que ha escapado?
—Le seguimos la pista hasta Aberdeen. Es casi seguro que salió de allí hace dos noches en un barco robado. Presumiblemente debían ir a su encuentro en el mar del Norte. Sin embargo, no pudo haber estado lejos del puerto cuando comenzó la tormenta. Es posible que fuera recogido por el submarino antes de que se iniciara la tormenta, pero es poco probable. Lo más probable es que se haya ahogado. Lamento no poder ofrecer una información más concreta.
—También lo siento yo —y de pronto pareció enfadado, aunque no con Godliman. Se levantó de la silla y fue hasta el reloj en la pared, quedándose con la vista fija, como hipnotizado, ante la inscripción: Victoria, R. 1 Ministerio de Trabajo, 1889. Luego, como si hubiese olvidado que Godliman estaba ahí, comenzó a caminar de un lado a otro junto a la mesa, murmurando algo para sí mismo. Godliman pudo oír las palabras y quedó asombrado ante lo que él decía: «Esta figura compacta, con una ligera inclinación, iba de un lado al otro, súbitamente inconsciente de toda presencia salvo sus propios pensamientos…» Era como si Churchill estuviera ensayando un guión para una película de Hollywood, que escribía al mismo tiempo que caminaba.
La representación concluyó tan súbitamente como había comenzado, y si el hombre sabía que había estado comportándose de manera excéntrica, no lo demostraba en absoluto. Se sentó, le alargó a Godliman una hoja de papel y le dijo.
—Hasta la semana pasada éste era el orden de los Ejércitos alemanes. Godliman leyó:
«Frente ruso: 122 divisiones de infantería. 25 divisiones acorazadas. 17 divisiones diversas.»
«Italia y los Balcanes: 37 divisiones de infantería. 9 divisiones acorazadas. 4 divisiones diversas.»
«Frente occidental: 64 divisiones de infantería. 12 divisiones acorazadas. 12 divisiones diversas.»
«Alemania: 3 divisiones de infantería. 1 división acorazada.4 divisiones diversas.»
Churchill dijo:
—De esas doce divisiones acorazadas en el Oeste, solamente una está realmente en la costa normanda. Las grandes divisiones, Das Reich y Adolf Hitler, están en Toulouse y Bruselas respectivamente, y no dan muestras de pensar en moverse. ¿Qué le dice a usted todo esto, profesor?
—Que nuestros planes de engaño parecen haber surtido efecto —respondió Godliman, y advirtió la confianza que Churchill había depositado en él. Hasta este momento, Normandía nunca le había sido mencionada, no por su tío el coronel Terry, o alguien más, aunque él había inferido lo que estaba sucediendo, sabiendo, como sabía, que se estaban levantando falsas construcciones en Calais. Por cierto, él aún desconocía la fecha de la invasión —el día D— y estaba agradecido por ello.
—Un efecto total —dijo Churchill—. Están confundidos e inseguros, y sus apreciaciones más certeras sobre nuestras intenciones también son erróneas. Y, sin embargo, pese a todo, el general Walter Bedell Smith, el jefe del Estado Mayor de Ike, me dice que… —tomó una hoja de papel de su mesa y leyó en voz alta—: «Nuestras posibilidades de copar con éxito la playa, particularmente después de que los alemanes establezcan sus defensas, son de sólo el cincuenta por ciento.»
Dejó su cigarro sobre el cenicero y su voz se tornó muy suave.
—Lograr esta oportunidad del cincuenta por ciento ha requerido la totalidad del esfuerzo militar e industrial de todo el mundo de habla inglesa —la mayor civilización desde el Imperio Romano—. Cuatro años han sido necesarios para lograr esta posición del cincuenta por ciento de posibilidades. Si este espía se escapa perdemos incluso eso. Lo cual, equivale a decir que lo perdemos todo.
Por un momento se quedó mirando a Godliman, luego levantó su lápiz con una mano frágil y blanca.
—No me traiga probabilidades, profesor. Tráigame a Die Nadel.
Bajó la vista y comenzó a escribir. Pasado un momento, Godliman se levantó y silenciosamente abandonó la habitación.
El tabaco del cigarrillo se consume a ochocientos grados centígrados. Sin embargo, el carbón en el extremo del cigarrillo está rodeado por lo general de una delgada capa de ceniza. Para causar una quemadura, debe presionarse el cigarrillo contra la piel durante casi un segundo, pues el mero contacto escasamente llegará a sentirse. Esto vale inclusive para los ojos; el pestañeo es la reacción involuntaria más veloz del cuerpo humano. Sólo los aficionados arrojan cigarrillos, y David Rose era un aficionado; un aficionado totalmente frustrado y sediento de acción. Los profesionales no les toman en cuenta.
Faber ignoró el cigarrillo encendido que David Rose le arrojó y estuvo acertado, porque el cigarrillo le rozó la frente y cayó sobre el suelo de metal del jeep. Hizo ademán de coger el arma de David, lo cual fue un error. Tendría que haber empuñado inmediatamente haberle el estilete y apuñalado a David. Éste, a su vez, podría haberle disparado primero, pero anteriormente David nunca había apuntado sobre un ser humano, y menos aún asesinado a alguien, de modo que era casi seguro que en el momento preciso le acometería la duda y que entonces Faber le mataría. Faber decidió que su error se debía al reciente lapso de humanidad por el que había pasado, pero sería el último e intolerable error.
David tenía ambas manos en torno a la parte media de la escopeta —la mano izquierda sobre el cañón, la derecha sobre la recámara—, y casi lo había desenfundado cuando Faber empuñó el arma por la boca con una mano mientras David la tiraba hacia sí, pero por un momento el puño de Faber se mantenía firme y el arma apuntaba hacia el parabrisas.
Faber era fuerte, pero David lo era aún más. Sus hombros, brazos y muñecas habían desplazado su cuerpo y su silla de ruedas durante cuatro años, y los habían desarrollado de manera anormal. Además, sostenía el arma con las dos manos, y en cambio Faber lo hacía sólo con una y sentado en un ángulo muy incómodo. David volvió a tironear, esta vez con más determinación, y Faber perdió el control de la boca del arma.
En ese instante, con la escopeta apuntada sobre su barriga y el dedo de David doblándose sobre el disparador, Faber sintió la muerte muy de cerca.
Dio un salto fuera del asiento. Su cabeza fue a chocar contra la tela del techo del jeep al tiempo que se producía el disparo, que le ensordeció y le provocó un fuerte dolor en la parte de atrás de los ojos. El cristal del lado de su asiento estalló en pedazos y comenzó a entrar la lluvia por el boquete. Faber se retorció y se lanzó no de regreso a su asiento sino sobre David. Con las dos manos le apretó la garganta presionando con los pulgares.
David trató de interponer el arma entre los dos cuerpos y accionar el otro gatillo, pero la escopeta era demasiado grande. Faber le miró a fondo en los ojos y, ¿qué vio en ellos? Alegría. El hombre, por fin, tenía verdaderamente la oportunidad de luchar por su país. Luego, a medida que sentía la falta de oxígeno y luchaba por él, su expresión fue cambiando.
David soltó el arma y levantó sus codos cuanto le fue posible para golpear con fuerza las costillas del otro.
Faber distorsionó su expresión en un gesto de dolor, pero mantuvo firmes las manos sobre la garganta de David, sabiendo que era más fácil soportar ese dolor que la falta de aliento.
David debió tener el mismo pensamiento. Cruzó los antebrazos entre sus cuerpos y empujó con fuerza, alejando a Faber; entonces, cuando la distancia fue un poco mayor levantó las manos hacia arriba y afuera golpeando con fuerza en los brazos de Faber y aflojándole los dedos. Entonces cerró el puño y le aplicó un fuerte puñetazo en la mejilla, que si bien hizo lagrimear a Faber, no le hirió.
Faber le devolvió una serie de golpes en el cuerpo; David siguió golpeándole la cara. Se encontraban demasiado cerca el uno del otro para dañarse seriamente en poco tiempo, pero la mayor fortaleza de David comenzó a hacerse notar.
Casi con admiración, Faber se dio cuenta de que David astutamente había elegido el lugar y el momento para la pelea, y en consecuencia tenía las ventajas de la sorpresa, el arma, y el espacio confinado en el cual sus músculos contaban mucho, y en cambio la mayor profesionalidad y capacidad de maniobra de Faber contaban poco. Sólo había cometido el error de la bravuconada, comprensible quizá, de mencionar la cápsula de la película, con lo cual puso sobreaviso a Faber.
Este último deslizó despacio su peso y entró en contacto con la palanca de cambios, que accionó con el cuerpo, de tal modo que el jeep siguió andando y dio unos tirones, haciéndole perder el equilibrio. David aprovechó la oportunidad para aplicarle un puñetazo con la izquierda que, más por suerte que por cálculo, fue a dar en el mentón de Faber y le dejó atravesado en el jeep. Su cabeza dio contra el armazón del parabarisas, con el hombro golpeó la manija de la puerta, que se abrió para arrojarlo fuera del coche y echarle de cara contra el barro.