—En 1940. —Se sirvió otro coñac—. Desde que vinimos aquí, sólo he salido de la isla una vez, y fue para tener al niño. En estos días no se puede viajar demasiado, ¿no es así?
—¿Qué les hizo venir aquí?
—Bueno… —Se sentó, tomó un sorbo de su bebida, y miró el fuego.
—Quizá no debería…
—No, está bien. Tuvimos un accidente el día de nuestra boda. Así perdió David sus piernas. Estaba entrenándose como piloto de caza… los dos quisimos entonces apartarnos, creo. Fue un error, pero, como se dice, en ese momento parecía una buena idea.
—Es una razón para que un hombre saludable se sienta insatisfecho.
—Es usted muy sutil —dijo ella, lanzándole una aguda mirada.
—Salta a la vista —señaló él tranquila y pausadamente—. También su infelicidad.
—Ve usted demasiado —dijo ella con un pestañeo nervioso.
—No es difícil. ¿Y por qué siguen juntos si la cosa no anda?
—No sé muy bien qué decirle —o qué decirse a sí misma por hablar tan abiertamente con él—. ¿Quiere que le conteste con frases hechas? Por la forma en que era antes, el vínculo matrimonial, el niño, la guerra… Si hay algo más que agregar no puedo hallar la forma de traducirlo en palabras.
—Quizá la culpa —dijo Faber—. Pero usted está pensando en dejarle, ¿no es verdad?
Ella se quedó mirándole y lentamente asintió con la cabeza.
—¿Cómo sabe usted tanto?
—Después de cuatro años en esta isla, ha perdido usted el arte del disimulo. Además, estas cosas son más simples vistas desde afuera.
—¿Ha estado usted casado?
—No, casado precisamente, no.
—¿Por qué no? Creo que usted debería estarlo.
Ahora le tocó a Faber desviar la mirada al fuego. ¿Por qué no, en verdad? Su respuesta para sí mismo y sin profundizar, era su profesión. Pero por cierto que no podía decirle eso a ella, y de todos modos era demasiado convencional.
—No confío en que pueda amar a nadie hasta ese punto. —Las palabras le habían salido sin pensarlas, y estaba asombrado de ello. Además, se preguntó si no sería la pura verdad. Un momento después estaba admirado de la forma en que Lucy había violado sus controles, justamente cuando creyó que la estaba desarmando.
Durante un momento, ninguno de los dos dijo nada. El fuego se estaba extinguiendo. Unas pocas gotas de agua se habían filtrado por la chimenea y restallaron al caer sobre los carbones que se enfriaban. Faber se encontró pensando en la última mujer que había tenido. ¿Cómo se llamaba? Gertrud. De esto hacía siete años, pero ahora, ante el fuego vacilante, la recordaba nítidamente: una cara redonda, alemana, pelo rubio, ojos verdes, hermosos senos, caderas demasiado anchas, piernas gordas, pies desagradables; el tipo de relación que se establece en un tren expreso, con un entusiasmo desbordante e inextinguible por el sexo… Ella le había seducido porque admiraba su mente (eso decía) y adoraba su cuerpo (eso no necesitaba decírselo). Escribía poemas para canciones populares y se los leía en un pobre apartamento de sótano en Berlín; no era una profesión lucrativa. Él la recordaba en aquel dormitorio descuidado, acostada, desnuda y urgiéndole a realizar actos de complicado erotismo: que la castigara, que se masturbara, que estuviera totalmente inmóvil mientras ella le hacía el amor… Sacudió ligeramente la cabeza para barrer de su mente aquellos recuerdos. No había tenido esos pensamientos durante todos los años que había permanecido célibe, y ahora las imágenes le resultaban perturbadoras. Miró a Lucy.
—Estaba usted muy lejos —dijo ella con una sonrisa.
—Recuerdos —respondió él—. Esta conversación sobre el amor.
—No debo apesadumbrarle.
—No lo hace usted.
—¿Son buenos recuerdos?
—Muy buenos. ¿Y los suyos? Usted también estaba pensando.
—En el futuro, no en el pasado —volvió a sonreír ella.
—¿Y qué ve en el futuro?
Parecía estar a punto de responder, pero luego cambió de idea. Le sucedió dos veces. Había signos de tensión en torno a sus ojos.
—Yo la veo encontrando a otro hombre —dijo Faber, y mientras lo decía pensaba: «¿Por qué estoy haciendo esto?»—. Es un hombre más débil que David, y menos atractivo, pero es en parte por su debilidad que usted le ama. Es inteligente pero no es rico, solidario sin ser sentimental; tierno, amante…
La copa de coñac en la mano de ella se quebró por la presión de sus dedos. Los fragmentos cayeron sobre sus rodillas y sobre la alfombra, y los ignoró. Faber cruzó hasta su silla y se arrodilló ante ella. Le sangraba el pulgar. Él le cogió la mano.
—Se ha cortado.
Ella la miró. Estaba llorando.
—Lo lamento —dijo él.
El corte era superficial. Ella cogió el pañuelo del bolsillo de sus pantalones y enjugó la sangre. Faber le soltó la mano y comenzó a recoger los trozos de cristal, deseando haberla besado cuando se le presentó la ocasión, y colocó los restos sobre la repisa.
—No fue mi intención perturbarla —dijo él ( ¿Era así?) Ella retiró el pañuelo y se miró el dedo. Aún sangraba.
(Sí que había querido. Y Dios sabe que lo había logrado.) —Un poco de vendaje —sugirió él.
—En la cocina.
Él encontró un rollo de venda, un par de tijeras y un alfiler imperdible. Llenó un pequeño cuenco con agua caliente y volvió a la sala.
En su ausencia ella había borrado toda huella de lágrimas de su cara. Permaneció quieta, dejándole hacer, mientras él le sumergía el dedo en el agua, se lo secaba y le ponía un pequeño vendaje. Ella le miraba el rostro todo el tiempo, no las manos; pero su expresión era indesci frable.
Él concluyó la operación y se echó hacia atrás súbitamente, lo cual fue una tontería. Había llevado las cosas demasiado lejos. Debía concederle algún tiempo para volver al ritmo normal.
—Bueno, lo mejor será que me vaya a la cama —dijo él.
Ella asintio.
—Lo siento mucho…
—Deje de pedir disculpas —interrumpió ella—. No le sienta bien.
El tono de ella era severo. Él advirtió que también ella sentía que había perdido el control de la situación.
—¿Se queda levantada? —preguntó.
Ella sacudió la cabeza.
—Bueno… Él la siguió a través de la sala y escaleras arriba, y observó el movimiento de sus caderas, que se balanceaban suavemente.
Al final de las escaleras, en el pequeño rellano, ella se volvió y le dijo en voz baja:
—Buenas noches.
—Buenas noches, Lucy.
Ella le miró durante un momento. Él extendió su mano al encuentro de la de ella, pero ella se volvió inmediatamente, entró en su dormitorio y cerró la puerta sin mirar atrás, dejándole ahí de pie preguntándose qué pasaba por la mente de ella y, lo que viene más al caso, qué pasaba
realmente en la de él.
Bloggs condujo peligrosamente aprisa, a través de la noche en un coche patrulla «Sumbean Talbot», especialmente preparado para alta velocidad. El serpenteante camino de montaña estaba resbaladizo por la lluvia, y en algunas depresiones había entre cuarenta y cincuenta centímetros de agua. La lluvia caía contra el parabrisas como una masa compacta. En las partes más altas del camino, la fuerza del viento amenazaba con arrastrar el coche hacia la parte del barranco. Kilómetro tras kilómetro, Bloggs condujo incorporado hacia delante en el asiento, atisbando a través del pequeño espacio que dejaba el limpiaparabrisas, esforzando la vista para descubrir la forma de la carretera mientras los faros competían con la lluvia torrencial. Al norte de Edimburgo atropelló tres conejos, sintiendo el desagradable estampido mientras las ruedas destrozaban sus pequeños cuerpos. Pero no aminoró la marcha. Durante un rato se quedó pensando si los conejos eran animales que salían por la noche.
La tensión le produjo dolor de cabeza, y la posición en el asiento, dolor de espalda. Además, sentía hambre. Bajó el cristal para que la brisa fresca le mantuviera despierto, pero entraba tanta agua que se vio forzado a subirlo de nuevo. Pensó en Die Nadel, o Faber, o cualquiera que fuese ahora su nombre: un joven en pantalón corto, sosteniendo un trofeo. Y bien, hasta el momento Faber iba ganando la carrera. Le llevaba cuarenta y ocho horas de adelanto, y además tenía la ventaja de que solamente él conocía la ruta que debía seguir. A Bloggs le hubiera encantado establecer una competencia con él si los costos no fueran tan altos, tan endemoniadamente altos.
Se dijo que si en algún momento se topaba frente a frente con aquel hombre, «La mataría sin pensarlo dos veces antes de que él me matara a mí.» Faber era un profesional, y sabía que no había que mezclarse jamás con esa clase de gente. La mayor parte de los espías eran aficionados: revolucionarios frustrados de la izquierda o de la derecha, gente que fantaseaba con los encantos ocultos del espionaje, hombres codiciosos, mujeres ninfomaníacas o víctimas del chantaje. Los pocos profesionales eran realmente peligrosos, pues además eran inclementes.
Aún faltaba una o dos horas para que amaneciera cuando llegó a Aberdeen. Nunca en su vida le estuvo tan agradecido a las luces de las calles, por muy amortiguadas y veladas que estuvieran. No tenía idea de dónde se encontraba la Comisaría Central de Policía, y no había nadie en las calles para orientarle, de modo que anduvo dando vueltas por la ciudad hasta que advirtió la familiar luz azul (también amortiguada).
Aparcó el coche y corrió a través de la lluvia hasta el edificio. Le esperaban. Godliman había hablado por teléfono y en este momento era una autoridad muy alta. Hicieron pasar a Bloggs a la oficina de Alan Kincaid, un inspector jefe de unos cincuenta y cinco años. Había otros tres oficiales en la habitación. Se intercambiaron apretones de manos e inmediatamente olvidó sus nombres.
—Ha hecho buen promedio de velocidad desde Carlisle —dijo Kincaid.
—Casi me mato por lograrlo —replicó Bloggs, y se sentó—. Si puede, invíteme a un bocadillo…
—Naturalmente. —Kincaid sacó la cabeza fuera de la puerta y gritó algo—. Lo tendrá en un instante —le dijo a Bloggs.
La oficina tenía paredes blanqueadas, suelo de madera y los muebles indispensables: un escritorio, unas pocas sillas y un fichero. Eso era todo; no había cuadros ni ornamentos, ni toque personal alguno. Sobre el suelo descansaba una bandeja con tazas sucias y el aire se espesaba por el humo. Olía a lugar donde los hombres han estado trabajando toda la noche.
Kincaid tenía un pequeño bigote, ralo pelo gris y llevaba gafas. Era un hombre robusto, de aspecto inteligente, que andaba en mangas de camisa y tirantes. Hablaba con acento local, signo de que, al igual que Bloggs, había ido ascendiendo y provenía de las filas del pueblo, aunque para su edad estaba claro que su ascenso había sido más lento que el de Bloggs.
—¿Qué es lo que sabe usted acerca de todo este asunto? —preguntó Bloggs.
—No mucho, no mucho —dijo Kincaid—. Pero su jefe, Godliman, dijo que los crímenes de Londres son lo menos que ha cometido este hombre. También sabemos cuál es el departamento al que usted pertenece, de modo que apostaría doble contra sencillo a que el tal Faber…
—Y hasta ahora, ¿qué han hecho? —preguntó Bloggs. Kincaid puso los pies sobre el escritorio.
—Llegó aquí hace dos días, ¿correcto? En ese momento comenzamos la búsqueda. Teníamos las fotografías, sospecho que todas las fuerzas del país la tienen.
—Sí.
—Revisamos los hoteles y casas de pensión, la estación y la sala de equipajes de las terminales de autobús. Nos esmeramos mucho, aunque no sabíamos que había venido aquí. Es innecesario decirle que no obtuvimos resultado alguno. Estamos realizando de nuevo las comprobaciones, por cierto; pero en mi opinión, lo más probable es que haya salido inmediatamente de Aberdeen.
Una mujer policía entró con una taza de té y un gran bocadillo de queso. Bloggs le dio las gracias y se puso a comer inmediatamente, mientras Kincaid decía:
—Apostamos un hombre en la estación de ferrocarril antes de que saliera el primer tren de la mañana, y lo mismo hicimos en la terminal de autobús. De modo que si salió de la ciudad lo hizo en un automóvil robado o alguien le recogió en el camino. No tenemos denuncias de ningún coche robado, de modo que me inclino a creer lo segundo…
—Puede haber salido por mar —dijo Bloggs con la boca aún llena de pan.
—De los barcos que salieron ese día, ninguno era lo suficientemente grande como para salir al mar, y después vino la tormenta, de modo que no pudo salir nadie.
—¿No hubo barcos robados?
—Nadie lo denunció, al menos.
—Bueno, si no hay forma de salir a navegar —dijo Bloggs encogiéndose de hombros—, es posible que los dueños no se hayan llegado al puerto… en cuyo caso no se conocería el robo hasta que pase la tormenta.
Uno de los oficiales que estaba en el cuarto, dijo:
—Eso no lo hicimos, jefe.
—Así es —respondió Kincaid.
—Quizá la guardia de puerto podría hacer un recorrido por los embarcaderos —sugirió Bloggs.
—Tiene razón —respondió Kincaid. Se puso a marcar el número. Pasado un momento dijo—: ¿Capitán Douglas? Kincaid. Sí, ya sé que la gente civilizada duerme a esta hora. Pero todavía no ha oído lo peor… quiero que salga a dar un paseo bajo la lluvia. Sí, me ha oído bien… —Kincaid puso la mano sobre el receptor—. ¿Sabe lo que se dice acerca del vocabulario de la gente de mar? Es la pura verdad —luego volvió a hablar al receptor—: Dese una vuelta por todos los atracaderos usuales y tome nota de cualquiera de los barcos que no vea en su lugar. Pase por alto los que usted sabe que están auténticamente fuera de la rada, y me da los nombres y direcciones de sus propietarios, y también los números de teléfono, si los tiene. Sí, sí, ya sé… lo haré por partida doble. Está muy bien. Una botella. Y muy buenos días también a usted, amigo mío —y colgó.
—¿Se ha enfadado mucho? —sonrió Bloggs.
—Bueno, si yo hiciera lo que él sugirió que hiciese con mi trasero, no podría volver a sentarme. —Kincaid se puso serio—. Necesitará una media hora. Luego necesitaremos un par de horas para controlar todas las direcciones. Vale la pena hacerlo, aunque creo que él logró que alguien lo recogiera en la carretera.
—Lo mismo pienso yo —dijo Bloggs.
La puerta se abrió y entró un hombre vestido de civil. Kincaid y sus oficiales se pusieron de pie, y Bloggs se les unió.
—Buenos días, señor —dijo Kincaid—. Éste es el señor Bloggs. Señor Bloggs, Richard Porter.