—¡Oh! ¡Oooh! ¿No es sensacional? ¡Ojalá le conociera!
—No querría, si supiera lo que ha hecho. Por favor, ¿quieren mirar todas?
—Nunca le he visto.
—Yo tampoco.
—Ni yo.
—Cuando le pesque, dígale si quiere conocer a una chica guapa de Bristol…
—Vamos, muchachas, no me lo explico. En cuanto os dan un par de pantalones y un puesto de mozo de equipajes, ya creéis que debéis actuar como hombres…
El transbordador de Woolwich.
—Día inmundo, inspector.
—Buenos días, capitán. Supongo que en alta mar será peor.
—¿En qué puedo ayudarle? ¿O simplemente es una visita de cortesía?
—Quiero que vea una foto, capitán.
—A ver, espere que me ponga las gafas. Oh, no se preocupe, para guiar el barco veo lo suficiente. Es para ver las cosas de cerca que necesita gafas. A ver, veamos…
—¿Le dice algo?
—Lo lamento, inspector, pero no me recuerda a nadie.
—Bueno, si llega a verle hágamelo saber. —Naturalmente.
—Buen viaje.
—Por lo menos que no haya sangre.
Número 35 de Leak Street, Londres E1:
—¡Sargento Riley! ¡Qué sorpresa tan agradable!
—No malgastes amabilidades, Mabel. ¿A quienes tienes en tu casa?
—Todos huéspedes honorables, sargento; usted me conoce.
—Así es, por eso mismo estoy aquí. ¿Alguno de tus simpáticos y respetables huéspedes anda fugitivo?
—¿Desde cuándo se dedica a reclutar gente para el Ejército?
—No estoy reclutando, Mabel, ando en busca de alguien, y si está aquí probablemente te ha dicho que anda perseguido.
—Mira, Jack, si te digo que no hay nadie aquí, no veo por qué… ¿Quieres largarte y dejar de tomarme el pelo?
—¿Por qué habría de creerte?
—Por lo de 1936.
—Entonces eras más guapa, Mabel.
—Y tú también, Jack.
—Está bien, tienes razón. Si sabes algo dímelo, ¿quedamos así?
—Prometido.
—Tampoco te preocupes demasiado por el asunto.
—Está bien.
—Mabel… el tipo asesinó a una mujer de tu edad. Ten cuidado.
El bar de Bill, en la A30, cerca de Bagshot:
—Un té, por favor, Bill. Con dos terrones.
—Buenos días, cabo Pearson. Qué día tan espantoso.
—¿Qué hay en el plato, Bill, albóndigas de Portsmouth?
—Y también bollos y buñuelos, como siempre.
—Ah, bueno, entonces ponme dos. Gracias… Bueno, muchachos, si alguien quiere que le registren el camión entero puede ir saliendo. Así va mejor. Echad una mirada a esta foto, por favor.
—¿Por qué le buscan, cabo, por andar sin luces?
—Bueno, basta de bromas, Harry. Haz circular la foto. ¿Alguien llevó a este tipo en su camión?
—Yo, no.
—No.
—Tampoco, lo siento.
—Jamás le he visto.
—Gracias, muchachos. Si llegáis a verle decídmelo en seguida. Adiós.
—Cabo..,
—¿Sí, Bill?
—No ha pagado los buñuelos.
Gasolinera de Smethwich, Carlisle:
—Buenos días, señora. Cuando tenga un momento… —En seguida estoy con usted, oficial. Despacho a este señor… Doce libras y seis peniques, señor. Gracias. Adiós…
—¿Qué tal anda el negocio?
—Más o menos, como siempre. ¿En qué puedo servirle?
—¿Podemos entrar un momento en la oficina?
—Sí, cómo no… Bueno, suéltelo ya.
—Echele una mirada a esta foto y dígame si ha despachado gasolina a ese individuo en los últimos días.
—Bueno, a ver, no creo que me sea muy difícil recordarle, porque no viene demasiada gente. ¡Oh! ¿Sabe usted que me parece que sí?
—¿Cuándo?
—Anteayer, por la mañana.
—¿Está segura?
—Bueno… Era mayor que en esa foto, pero le diría que sí.
—¿Qué automóvil conducía?
—Un coche gris. No soy muy buena para las marcas; en realidad, el que entiende es mi marido, pero ahora está en la Marina.
—Bueno, ¿cómo era?
—Era un coche antiguo, con capota plegable, de dos asientos, tipo sport. Tenía un depósito de reserva que también le llené.
—¿Se acuerda de cómo iba vestido?
—Realmente, no… me parece que con ropa de trabajo.
—¿Era un hombre alto?
—Sí, más alto que usted.
—¿Tiene un teléfono…?
William Duncan tenía veinticinco años, medía un metro sesenta, pesaba setenta kilos y gozaba de excelente salud. La vida al aire libre y su total desinterés por el tabaco, la bebida, la vida nocturna y los problemas lo mantenían en esa buena forma. Sin embargo, no estaba en el Ejército.
Cuando niño parecía normal, algo lento, pero normal; así fue hasta los ocho años, momento en que su mente perdió la capacidad de seguir desarrollándose. No había sufrido ningún trauma, al menos nadie tenía noticia de ello, y tampoco ningún daño físico que pudiera justificar su situación. En realidad, algunos años antes nadie había notado que hubiera nada anormal en él, pues a los diez años sólo era algo lento, y a los doce poco lúcido; pero a los quince era evidentemente simple, y a los dieciocho se le conocía por el apodo de el tonto Willie.
Sus padres pertenecían a un oscuro grupo religioso cuyos miembros tenían prohibido casarse fuera del grupo religioso (lo cual puede o no haber tenido algo que ver con su retraso mental). Rezaban por él, naturalmente; pero además le llevaron a un especialista en Stirling. El médico, hombre mayor, le sometió a una serie de tests y luego les dijo, mirándoles por encima del arco de oro de sus medio anteojos, que el muchacho tenía una edad mental de ocho años y que su capacidad mental nunca iría más allá. Ellos continuaron rezando, pero sospecharon que el Señor les había sometido a esta prueba deliberadamente, por lo que trataron de asegurarse de que el alma de Willie estuviera salvada, y aguardaron el día en que le reencontrarían en la Gloria ya curado, Mientras, el muchacho necesitaba encontrar un trabajo.
Un chico de ocho años puede guardar vacas, pero además guardar vacas es un trabajo, por lo que el tonto Willie se convirtió en pastor de las vacas, y fue mientras estaba desempeñando esta función cuando descubrió un coche abandonado.
Dio por descontado que en el interior habría una pareja de enamorados,
Willie sabía de eso; es decir, sabía que los enamorados existen, y que se hacen cosas irrepetibles el uno al otro en lugares oscuros, entre los matorrales, en los cines y en los coches, y que en esos casos uno no les hablaba. De modo que apresuró el paso de las vacas por el lugar donde estaba aparcado el «Morris Cowlev Bullnose 1924» de dos asientos (él sabía de coches tanto como cualquier niño de ocho años), y trató por todos los medios de no mirar hacia adentro, no fuera a ser que alcanzara a divisar el pecado.
Llevó sus vacas a un cobertizo para que las ordeñaran y se fue por un camino distinto a su casa, le leyó un capítulo del Levítico a su padre lo hizo en voz alta y con gran empeño— y luego se fue a la cama para soñar con los amantes.
Al anochecer del día siguiente el coche aún seguía en el mismo lugar.
Por mucha que fuera la candidez de Willie, sabía que los amantes no se hacían lo que fuera que se hiciesen durante veinticuatro horas sin parar, de modo que esta vez fue directamente hasta el coche y miró adentro. Estaba vacío. El suelo bajo el motor estaba negro y pegajoso de aceite. Willie elaboró otra conclusión: el coche se había estropeado y había sido abandonado por su conductor. No se le ocurrió pensar cuál sería la causa de que estuviera semi-escondido entre los arbustos.
Cuando llegó de regreso al cobertizo, le dijo al granjero lo que había visto.
—Hay un coche roto en el desvío que va a la carretera. El granjero era un hombre grandote con pobladas cejas color arena, que se juntaban cuando él estaba pensando.
—¿No había nadie cerca?
—No… y ayer tampoco.
—¿Y por qué no me lo dijiste ayer, entonces?
—Bueno… yo creí… —dijo Willie sonrojándose— que quizás… usted sabe… hubiera dos…
El granjero advirtió que Willie no estaba dando rodeos sino que estaba verdaderamente confundido. Palmeó al muchacho en el hombro.
—Bueno, vete a casa y deja que yo me ocupe del asunto.
Después de ordeñar, el granjero fue a echar una mirada por sí mismo. A él sí se le ocurrió pensar por qué estaría el coche semi-escondido. Había oído hablar del asesino del estilete, y si bien no llegó a la conclusión de que el coche había sido abandonado por el asesino de Londres, pensó que podría existir alguna relación entre el coche abandonado y un crimen, de modo que después del almuerzo mandó a su hijo
mayor a caballo al pueblo para que telefoneara a la Policía de Stirling.
La Policía llegó antes de que volviera el muchacho del pueblo. Había por lo menos doce, y todos eran incansables bebedores de té. El granjero y su mujer estuvieron en pie la mitad de la noche, atendiéndoles.
El tonto Willie fue llamado a contar su historia una vez más, repitiendo que había visto el coche el día anterior, y sonrojándose de nuevo cuando explicó que había dado por sentado que en su interior había dos amantes.
En definitiva, fue para ellos la noche más excitante desde el estallido de la guerra.
Esa noche, Percival Godliman, ante la perspectiva de pasar su cuarta noche consecutiva en la oficina, fue a su casa a bañarse, cambiarse y traerse alguna ropa.
Tenía su apartamento en una zona residencial de Chelsea. Era pequeño pero suficiente para un hombre solo, y estaba limpio y cuidado excepto en el despacho al que la mujer de la limpieza tenía prohibida la entrada, y que en consecuencia estaba atestado de periódicos y libros. El moblaje era de antes de la guerra, por cierto, pero había sido bien elegido y el lugar tenía un aspecto confortable, con sillas de madera y cuero, y un sofá en la sala. La cocina estaba llena de artefactos que ahorraban el trabajo y que casi nunca se usaban.
Mientras llenaba la bañera fumaba un cigarrillo —últimamente se había aficionado a ellos, pues la pipa causaba demasiado alboroto—, contemplando su posesión más valiosa, que era una extraña escena medieval probablemente de Jerónimo Bosch. Representaba una herencia familiar y Godliman nunca había pensado en venderlo, ni siquiera en momentos de necesidad.
En la bañera pensó en Bárbara Dickens y en su hijo Peter. No le había contado nada a nadie acerca de ella, tampoco a Bloggs, aunque estuvo a punto de hacerlo cuando tuvieron la conversación acerca de volver a casarse, pero el coronel Terry la había interrumpido. Ella era viuda; su marido había muerto en acción de guerra al comienzo mismo de la contienda. Godliman no sabía su edad, pero representaba unos cuarenta años, trabajaba en la decodificación de señales interceptadas y era inteligente, entretenida y muy atractiva. También era rica. Godliman la había invitado a cenar dos o tres veces antes que la presente crisis se produjera. El veía que ella estaba enamorada de él.
Bárbara había arreglado un encuentro entre su hijo Peter, que era capitán, y Godliman. A él le gustó el muchacho. Pero además sabía algo que ni ella ni su hijo sabían; Peter debía ir a Francia el día D.
Y que los alemanes estuvieran o no ahí esperándole dependía de que pudieran apresar a Die Nadel.
Salió de la bañera y se afeitó a fondo, mientras se preguntaba si estaba enamorado de ella. No estaba seguro de cómo se sentía el amor cuando se es ya maduro. Evidentemente, no era la pasión desbordante de la juventud. Si el afecto, la admiración, la ternura y un cierto deseo sexual eran amor, entonces él la amaba.
Y él ahora necesitaba compartir su vida. Durante años había necesitado su soledad y su investigación. Ahora la camaradería del Servicio de Inteligencia Militar le estaba absorbiendo: las reuniones, las sesiones nocturnas por búsquedas desesperadas de personas que siempre tienen la muerte cerca, pero como algo siempre impredecible. Todo esto había terminado por atraparle. Sabía que una vez concluida la guerra quedarían otras cosas, aunque todo esto desapareciera: la necesidad de hablar con alguien cercano sobre sus frustraciones y sus triunfos, la necesidad de tocar a alguien por la noche, la necesidad de decir: «Vamos, mira esto. ¿No es magnífico?»
La guerra era cruenta, opresiva y frustrante, pero uno tenía amigos. Si la paz traía de nuevo la soledad, Godliman pensó que no iba a poder sobrellevarla.
En este momento la sensación de tener ropa interior limpia y una camisa recién planchada constituía todo un lujo. Puso más ropa limpia en la maleta, y luego se sentó a disfrutar de un vaso de whisky antes de emprender el camino de regreso a la oficina. El chófer militar y el comandante Daimler podían esperar un poco más.
Estaba llenando la pipa cuando sonó el teléfono. Dejó la pipa y encendió un cigarrillo.
Su teléfono estaba conectado con el conmutador de la War Office. El operador le dijo que el inspector jefe Dalkeith estaba llamando desde Stirling.
Esperó a oír el click de la conexión.
—Habla Godliman.
—Hemos encontrado su «Morris Cowlen» —dijo Dalkeith sin más preámbulos.
—¿Dónde?
—En la A80, justo al sur de Stirling.
—¿Vacío?
—Sí. Reventado. Hace veinticuatro horas que está allí. Fue apartado unos metros de la carretera y escondido entre los arbustos. Un muchacho algo retrasado que trabaja en una granja lo encontró.
—¿Hay alguna estación de autobús o tren cerca del lugar?
—No.
—De modo que lo más probable es que nuestro hombre haya tenido que caminar o hacer autostop después de dejar el coche.
Así es.
—En ese caso, sería conveniente hacer averiguaciones en el lugar…
—Ya estamos tratando de saber si alguien de la localidad le vio o le transportó.
—Bien. Comuníqueme cualquier novedad… Mientras tanto, pasaré las noticias al Yard. Gracias, Dalkeith.
—Nos mantendremos al habla. Adiós, señor.
Godliman colgó el receptor y volvió a su escritorio. Se sentó y abrió un mapa de carreteras del norte de Inglaterra. Londres, Liverpool, Carlisle, Stirling… Faber iba hacia el noroeste de Escocia.
Godliman pensaba si no debería reconsiderar la teoría de que Faber estaba tratando de salir del país. El mejor modo de salir era por el Oeste, por Irlanda. La costa Este, sin embargo, era el centro de toda clase de actividades militares. ¿Sería posible que Faber tuviera el coraje de continuar su reconocimiento, sabiendo que MI5 le estaba pisando los talones? Decidió que quizá lo fuera sabía que era un hombre que no se amilanaba—. Pese a todo era poco probable. Nada de lo que descubriera en Escocia podría ser tan importante como la información que ya poseía.