Durante un momento, quedó demasiado atontado para moverse. Cuando abrió los ojos, sólo podía ver destellos de relámpagos azules contra un brumoso fondo rojizo. Oyó el motor a toda marcha. Sacudió la cabeza tratando de dejar de ver estrellas, y ayudándose con las manos consiguió ponerse de rodillas. Se apagó el sonido del motor y luego volvió a oírse como acercándose. Volvió la cabeza hacia el lugar de donde procedía el ruido y, a medida que los colores desaparecían de sus ojos, vio el vehículo que se le aproximaba.
David le iba a atropellar.
Con el parachoques a menos de un metro de su cara, se echó de lado y rodó sobre su propio cuerpo. Sintió una ráfaga. Un guardabarros chocó contra su pie estirado cuando el jeep pasó junto a él. Las ruedas escupían barro y arrancaban la hierba. Rodó dos veces sobre sí mismo en el suelo empapado y luego se incorporó sobre una rodilla. El pie le dolía. Vio que el jeep giraba en un círculo cerrado y se le venía encima una vez más.
Alcanzó a ver la cara de David a través del parabrisas. El joven estaba inclinado hacia delante, apoyado sobre el volante, con los labios replegados sobre los dientes en una mueca de risa casi salvaje… parecía que el frustrado combatiente se imaginaba en la cabina de un «Spitfire», lanzándose desde las nubes sobre un avión enemigo con las ocho ametralladoras «Brownings» descargando 1.260 disparos por minuto.
Faber se corrió hacia la orilla del acantilado. El jeep adquirió velocidad. Faber sabía que por un momento estaba incapacitado para correr. Recorrió la zona con la mirada. Estaban sobre una loma vertical, rocosa, desde la cual se veía el mar enfurecido cuarenta metros más abajo. El jeep venía lanzado en la bajada hacia él. Faber buscó desesperadamente un saliente, o algo en qué apoyarse. No había nada.
El jeep estaba a tres o cuatro metros de distancia y venía a considerable velocidad, sus ruedas estaban a unos sesenta centímetros del borde del precipicio. Faber se tiró al suelo con las piernas colgando en el vacío y sosteniendo el peso del cuerpo con los antebrazos.
Las ruedas le pasaron a pocos centímetros. Un poco más allá, efectivamente, una de las ruedas se deslizó en el vacío. Durante un momento Faber pensó que el coche resbalaría, precipitándose al mar, pero las otras tres ruedas lo salvaron del peligro.
El suelo bajo los antebrazos de Faber cedía. La vibración producida por el coche al pasar había aflojado la tierra. Sintió que resbalaba un poco. Más de cuarenta metros más abajo el mar bullía entre las rocas. Faber estiró al máximo uno de sus brazos y hundió con fuerza sus dedos en el suelo blando. Sintió que se le desgarraba una uña, pero ignoró el dolor. Repitió el proceso con el otro brazo. Una vez que tuvo ambos brazos bien afirmados, alzó el cuerpo hacia arriba. El proceso era espantosamente lento, pero en un momento dado tuvo la cabeza a la misma altura que las manos, luego la cadera a la altura del suelo, y entonces pudo dar un envión y rodar sobre el borde del acantilado.
El jeep volvía una vez más. Faber corrió hacia él. Le dolía mucho el pie, pero decidió que no estaba fracturado. David aceleró para arrollarle. Faber se volvió y corrió en línea perpendicular a la dirección del vehículo, lo cual forzó a David a virar, y en consecuencia a disminuir la velocidad.
Faber sabía que no podía mantener ese juego mucho tiempo; estaba seguro de cansarse antes que David. Ésta debía ser la última escaramuza.
Corrió más rápido. David giró para interceptarle el paso y volvió a ir al encuentro de Faber. Faber caracoleó, y el jeep zigzagueó. Ahora estaba muy cerca. Faber hizo una pirueta forzando a David a conducir en un círculo muy cerrado. El jeep iba cada vez más despacio, y Faber se acercaba más. Ahora sólo había unos pocos metros entre ellos, y David se dio cuenta de la intención de Faber. Trató de alejarse, pero era demasiado tarde. Faber se lanzó sobre el costado del jeep y saltó arriba, dando con la cara sobre el techo de tela.
Se quedó en esa posición durante unos pocos segundos, tomando aliento. Tenía la sensación de que el pie le quemaba; le dolían los pulmones.
El jeep aún se movía. Faber desenvainó el estilete de bajo de su manga y tajeó la tela del techo, que se descolgó hacia abajo, y Faber se encontró mirando la parte de atrás de la cabeza de David.
David miró hacia arriba y hacia atrás, con expresión de sorpresa. Faber echó atrás el brazo para asestar la puñalada. David empujó a fondo la manivela del aceleador y giró de golpe. El jeep picó y dio un curva cerrada sobre dos ruedas. Faber luchó para no caer. El jeep, a mayor velocidad, aún cimbreó al volver a afirmarse sobre las cuatro ruedas. Volvió a levantarse sobre dos. Zigzagueó precariamente durante unos pocos metros; las ruedas patinaron sobre el terreno fangoso y el vehículo se estrelló de costado con gran ruido.
Faber había sido arrojado a varios metros y cayó con un gemido ante el impacto. Pasaron varios segundos antes de que pudiera moverse:
La carrera alocada del jeep siguió peligrosamente cerca del acantilado.
Faber vio el estilete sobre la hierba a algunos metros de él. Lo recogió y volvió al jeep.
De alguna manera, David había salido con su silla de ruedas por el techo roto, y ahora estaba sentado en la silla y la hacía rodar hacia el precipicio. Faber, corriendo tras él, no pudo menos que reconocer su coraje.
David debió oír sus pasos, porque antes de que Faber le alcanzara se detuvo e hizo girar la silla. Faber observó que tenía un pesado palo en la mano.
Faber chocó contra la silla de ruedas, volcándola. Su último pensamiento fue que los dos irían a parar al mar… luego el garrote le dio de pleno en la parte posterior de la cabeza y perdió el conocimiento.
Cuando volvió en sí, la silla de ruedas estaba a su lado, pero David no se veía por ninguna parte. Se levantó y miró totalmente azorado.
—Aquí.
La voz llegaba desde el acantilado. David debió de darle con el garrote antes de saltar de la silla y caer por el acantilado. Faber fue penosamente hasta el borde y miró.
David estaba agarrado de un arbusto que crecía justamente debajo del borde del acantilado. Con la otra mano se aferraba a un reborde de la roca. Estaba suspendido en el vacío tal como lo había estado Faber unos minutos antes. Ahora ya no hacía gala de bravura.
—Ayúdeme, por Dios —exclamó con voz ahogada.
—¿Cómo se enteró de la existencia de la película? —preguntó Faber, inclinándose más cerca.
—Ayúdeme, por favor.
—Contésteme a lo que le he preguntado.
—Oh, Dios—. David hizo un poderoso esfuerzo por concentrarse—. Cuando usted fue a dar una vuelta por la casa de Tom dejó la chaqueta colgada en la cocina para que se secara. Tom fue arriba a buscar más whisky y yo registré los bolsillos y encontré los negativos.
—¿Y eso era prueba suficiente para que usted tratara de asesinarme?
—Eso y lo que usted hizo con mi esposa en mi casa… ningún inglés se hubiera comportado así.
Faber no pudo evitar reírse. Después de todo aquel hombre era un chiquillo.
—¿Y dónde están ahora los negativos?
—En mi bolsillo…
—Entréguemelos y le ayudo.
—Los tendrá que sacar usted, yo no puedo soltarme… Dese prisa…
Faber se acostó boca abajo y estiró el brazo hasta el bolsillo interior del impermeable de David. Cuando sus dedos tocaron el rollo, suspiró aliviado y lo recogió cuidadosamente. Lo miró; parecía estar completo. Se puso la cápsula en el bolsillo de su capote, se lo abotonó y volvió a David. Ya no podía permitirse más errores.
Cogió el arbusto del cual David estaba agarrado, y con un violento tirón lo arrancó de raíz.
David gritó un «¡ No! » desesperado e intentó asirse mientras su otra mano resbalaba inexorablemente soltando el borde de la roca.
—¡No es justo! —gritó, y luego su mano soltó definitivamente el reborde.
Pareció pender por un momento en el aire, luego cayó, rebotando dos veces contra la roca hasta que, con un chasquido, fue a caer al agua.
Faber quedó mirando un momento para asegurarse de que no saldría de nuevo.
—¿No es justo? ¿No es justo? ¿Acaso no sabe que estamos en guerra?
Durante algunos minutos siguió mirando el mar. En un momento dado creyó vislumbrar en la superficie el amarillo del impermeable, pero desapareció antes de que pudiera verlo con claridad. Sólo se veían el mar y las rocas. Súbitamente se sintió espantosamente cansado. Cada uno de sus golpes y heridas fueron individualizándose: el pie golpeado, el hematoma de la cabeza, los rasguños de la cara. David Rose habría sido un poco tonto, jactancioso, e insatisfactorio como marido, y había muerto pidiendo ayuda; pero se había comportado valientemente, y había muerto por su país, y ésa era su contribución.
Faber se dijo si su propia muerte tendría esa dignidad. Se alejó del borde del acantilado y volvió al jeep volcado.
Percival Godliman se sintió renovado, decidido, incluso —lo cual le parecía raro— inspirado.
Cuando reflexionó sobre lo que le sucedía, se sintió incómodo. La locuacidad se dejaba para los soldados rasos, y los intelectuales se creían inmunes a los discursos emotivos. Sin embargo, aunque sabía que la representación del gran hombre había sido cuidadosamente preparada, los crescendos y diminuendos de sus palabras, aunque estuvieran preestablecidos como en una sinfonía, lo habían afectado tanto como si hubiera sido el capitán del equipo estudiantil de cricket que escuchaba las exhortaciones de última hora de su entrenador.
Volvió a su oficina ardiendo por hacer algo.
Dejó su paraguas en el recibidor, colgó el impermeable y miró en el espejo del interior de la puerta. Indudablemente, algo había cambiado en su rostro desde que se había convertido en uno de los cazadores de espías de Inglaterra. Unos días atrás había encontrado una fotografía suya que le había sido tomada en 1937, con un grupo de estudiantes en un curso de Oxford. En aquellos días realmente parecía mayor que ahora: la piel blanca, el pelo mal peinado, la cara afeitada y las ropas demasiado holgadas, propias de un hombre solitario. El pelo ya no existía, ahora era calvo, sólo le quedaba una especie de aro monjil. Llevaba ropa de ejecutivo, no de profesor. Le parecía —quizá fuera producto de su fantasía— que tenía una mandíbula más firme, los ojos más brillantes, y que tenía más cuidado en afeitarse bien.
Se sentó ante su escritorio y encendió un cigarrillo. Aquella innovación no era un hallazgo; le había producido tos, había tratado de dejarlo pero advirtió que se había vuelto adicto. Pero en la Inglaterra de la época de guerra todo el mundo fumaba, inclusive algunas mujeres. Bueno, estaban haciendo trabajo de hombre y tenían derecho, pues, a vicios masculinos. El humo le atascó la garganta y Godliman se puso a toser. Apretó el cigarrillo contra la tapa de lata que usaba como cenicero.
La dificultad para estar inspirado para realizar lo imposible, reflexionó, era que la inspiración no sugería medios prácticos. Recordó su tesis universitaria sobre los viajes de un oscuro monje medieval llamado Thomas de Tree. Godliman se había impuesto la tarea menor pero difícil de trazar el itinerario del monje durante un período de cinco años. Había un desconcertante lapso que correspondía a la época en que había estado en París o en Canterbury, pero Godliman no había podido rastrear con certeza dónde, y eso amenazaba con desvalorizar todo el proyecto. Los materiales que él estaba utilizando simplemente no contenían esa información. Si la estancia del monje no había sido registrada, sería imposible corroborar dónde había estado, no había vueltas que darle al asunto. Con el optimismo propio de la juventud, el joven Godliman se negó a aceptar que la información no existía, y había trabajado en la suposición de que en alguna parte existiría la información acerca de cómo Thomas había pasado esos meses. Pese al hecho bien conocido de que casi todo lo sucedido en la Edad Media carecía de registros fidedignos. Si Thomas no estaba en París o en Canterbury, debió de haber estado en camino hacia uno de esos lugares, sostenía Godliman; y luego halló registros de viajes por barco en un museo de Amsterdam, y según dichos registros, Thomas se encontraba a bordo de un barco que iba a Dover, que fue desviado por los vientos y en un momento dado naufragó en las costas de Irlanda. Este modelo de investigación histórica fue lo que le valió a Godliman su profesorado.
Podría tratar de aplicar ese procedimiento de elaboración mental al problema de lo que sucedía con Faber.
Lo más posible era que Faber se hubiera ahogado. De no ser así, probablemente en este momento estuviera en Alemania. Ninguna de estas dos posibilidades propiciaba una actuación, de modo que debían ser descartadas. Debía suponer que estaba vivo y que había llegado a tierra en algún lugar.
Salió de su oficina y bajó un tramo de escaleras hasta el cuarto de mapas. Ahí estaba su tío, el coronel Terry, de pie ante el mapa de Europa, con el cigarrillo entre los labios. Godliman sabía que ésa era escena común en la War Office durante esos días: hombres de alta jerarquía de pie como hipnotizados ante los mapas, haciendo silenciosamente sus propios cálculos sobre si la guerra sería ganada o perdida. Pensó que el hecho se debía a que ya estaban hechos todos los planes y, en consecuencia, la gran maquinaria estaba en funcionamiento, y aquellos a quienes correspondían las grandes decisiones sólo les restaba esperar y ver si habían acertado.
Terry le vio entrar y le preguntó:
—¿Cómo te ha ido con el gran hombre?
—Estaba bebiendo whisky —respondió Godliman.
—Bebe todo el día, pero no parece hacerle ningún efecto —dijo Terry—. ¿Para qué te llamó?
—Quiere la cabeza de Die Nadel sobre una bandeja. —Godliman atravesó la habitación hasta el mural con el mapa de Gran Bretaña, y puso el dedo en Aberdeen.
—Si tuvieras que enviar un submarino para recoger un espía fugitivo, ¿cuál dirías que es el lugar más cercano para que el sujeto llegue con menos riesgo a la costa?
Terry se quedó a su lado y observó el mapa.
—A mí no me gustaría acercarme a más de tres millas. Pero si tuviera que actuar según mis preferencias, me quedaría diez millas mar adentro.
—Está bien—. Godliman trazó dos líneas paralelas a la costa, una a tres millas y otra a diez—. Ahora bien, si fueras un marino aficionado, que saliera de Aberdeen en un pequeño barco pesquero, ¿cuánto lograrías navegar sin que te invadiera la inquietud?