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Authors: Ken Follett

Tags: #Espionaje, Belica, Intriga

La isla de las tormentas (14 page)

BOOK: La isla de las tormentas
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—Se le necesita en Londres. No me pregunte para qué, porque no lo sé. Deje a su segundo a cargo y vuelva a la base. En la carretera le estará esperando un vehículo.

—Sí, señor.

—Las órdenes también dicen que bajo ningún concepto debe usted arriesgar su vida. ¿Comprendido?

Parkin esbozó una sonrisa al pensar en la torre del reloj y la dinamita.

—Comprendido.

—Muy bien, entonces en marcha, tío afortunado.

«Todos se habían referido a él como un muchacho, pero le habían conocido antes de que se alistara en el Ejército», pensó Bloggs. No cabía duda de que ahora era un hombre, que caminaba con confianza en sí mismo y con gracia, que miraba a su alrededor con agudeza, y que era respetuoso sin hallarse incómodo en compañía de los oficiales de mayor graduación. Bloggs sabía que estaba mintiendo sobre la edad, no por su apariencia o sus modales, sino por los pequeños síntomas que aparecían cuando se mencionaba la edad; signos que Bloggs, un experimentado interrogador, reconocía por la práctica.

Le había divertido cuando le dijeron que querían que mirase algunas fotografías. Ahora, cuando ya hacía tres días que estaba en la polvorienta cripta del señor Middleton, en Kensington, la diversión se había convertido en tedio. Lo que más le irritaba era la prohibición de fumar.

Lo más aburrido para Bloggs era que debía sentarse y observarle. Llegado un momento, Parkin dijo:

—Supongo que no me habrán llamado para hacerme volver de Italia por un crimen de cuatro años atrás que podría esperar a que finalizara la guerra. Además, estas fotos son en su mayoría de oficiales alemanes. Si este caso es algo secreto, sería mejor que me lo dijeran.

—Es algo secreto —dijo Bloggs.

Parkin volvió a las fotografías.

Todas eran viejas, la mayoría descoloridas y poco claras. Muchas estaban tomadas de libros, revistas y periódicos. A veces Parkin usaba una lupa que el señor Middleton, hombre previsor, le había facilitado para que observara más detenidamente una cara pequeña en medio de un grupo; y cada vez que sucedía esto, el corazón de Bloggs se aceleraba, sólo para desacelerarse cuando Parkin dejaba la lupa a un lado y volvía a coger otra fotografía.

Fueron hasta un pub cercano para almorzar. La cerveza era floja, como casi toda la cerveza de tiempo de guerra, pero aun así Bloggs consideró adecuado restringir a dos vasos la cuota del joven Parkin. De haber estado solo, se hubiera despachado un litro.

—El señor Faber era de carácter tranquilo —dijo Parkin—. Nadie hubiera dicho que tuviera esa característica. Además, la dueña de la casa no era un adefesio, y ella le iba detrás. Pensándolo bien, creo que yo podría haberle hecho el favor si hubiera sabido cómo afrontar el asunto. Pero, claro…, sólo tenía dieciocho años.

Comieron pan y queso, y Parkin engulló una docena de cebolletas en vinagre. Cuando volvían del restaurante, se detuvieron ante la fachada de la casa mientras Parkin fumaba otro cigarrillo.

—Fíjese —dijo— en que era un tipo más bien grandote, guapo, que se expresaba bien. Todos le menospreciábamos un poco por la vestimenta pobretona, y andaba en una bicicleta y no tenía dinero. Quizá fuese una forma sutil de disfraz. —Sus cejas se alzaron con expresión interrogante.

—Quizá lo fuese.

Esa tarde, Parkin halló no una, sino tres fotos de Faber. En una de ellas tenía sólo nueve años.

El señor Middleton guardaba el negativo.

Heinrich Rudolph Hans von MüllerGüder (también conocido como Faber) nació el 26 de mayo de 1900 en una aldea llamada Oln, en la Prusia Occidental. La familia de sus padres había sido propietaria de valiosas tierras durante generaciones. Su padre era el hijo segundo; también lo fue Heinrich. Todos los hijos segundos eran oficiales en el Ejército. Su madre era hija de un oficial superior del II Reich, nacida y criada para ser la esposa de un aristócrata, y lo fue.

A la edad de trece años, Heinrich fue a la escuela militar de Karlsruhe, en Baden; dos años más tarde le trasladaron a la institución más prestigiosa de Alemania, llamada «GrossLichterfelde», cerca de Berlín. Los dos habían sido lugares de férrea disciplina, donde las mentes de los alumnos se mejoraban a base de bastonazos, baños fríos y mala comida. Sin embargo, Heinrich aprendió a hablar inglés y francés, estudió Historia y aprobó sus exámenes finales con las más altas calificaciones existentes desde comienzos del siglo. Había otros dos elementos de importancia en su carrera de estudiante. El primero: durante un invierno crudo se rebeló contra la autoridad hasta el punto de escaparse por la noche de la institución y recorrer a pie los casi doscientos kilómetros hasta la casa de su tía. El segundo: durante un ejercicio de práctica de lucha le rompió un brazo al instructor, y le azotaron por insubordinación.

Durante un breve período, en 1920, fue cadete en la zona neutral de Friedrichsfeld, cerca de Wesel; hizo entrenamiento de guerra para oficiales en la Escuela de Guerra de Metz en 1921, y fue licenciado en 1922 con el grado de subteniente.

(«¿Cuál era la frase que usted utilizaba? —le preguntó Godliman a Bloggs—. El equivalente alemán para Eton y Sandhurst.»)

Durante los años que siguieron realizó cortos viajes, asignado a una media docena de lugares, a la manera de alguien a quien se está preparando para cargos de alta jerarquía. Siguió distinguiéndose como atleta, especializándose en carreras de larga distancia. No hizo amigos íntimos, nunca se casó y se negó a afiliarse al Partido Nacionalsocialista. Su promoción a teniente fue retrasada por un oscuro incidente que incluía el embarazo de la hija de un teniente coronel del Ministerio de Defensa, pero finalmente recibió su ascenso en 1928. Su costumbre de hablar con los oficiales superiores como si fueran sus iguales llegó a ser aceptada y considerada excusable por tratarse de un joven oficial en ascenso y un aristócrata prusiano.

Hacia fines de 1920 el almirante Wilhelm Canaris trabó amistad con el tío de Heinrich, Otto, que era hermano mayor de su padre, y pasó algunos períodos de vacaciones en la finca de la familia, en Oln. En 1931, Adolfo Hitler, que aún no era canciller de Alemania, estuvo allí como invitado.

En 1933, Heinrich fue ascendido a capitán y se dirigió a Berlín con propósitos no especificados. Ésa era la fecha de la última fotografía.

Por aquel entonces, de acuerdo con las informaciones procedentes de diversas publicaciones pareció haber dejado de existir…

—Podemos conjeturar el resto —dijo Godliman—. El Abwehr le adiestra en radiotransmisión, códigos, confección de mapas topográficos, robo, chantaje, sabotaje y asesinato. Llega a Londres hacia 1937 con tiempo disponible como para fraguarse una sólida cobertura, quizá dos. Y sus propias condiciones y agudo instinto van acentuándose con el juego del espionaje. Cuando estalla la guerra se considera en libertad para matar. —Contempló la fotografía situada sobre su escritorio—. Es un muchacho estupendo.

Se refería a una fotografía de un equipo de carreras de cinco mil metros, que pertenecía al 10° Batallón Jeager de Hannover. Faber estaba en el centro, sosteniendo una copa. Tenía la frente alta, pelo abundante, barbilla larga y una boca pequeña sobre la que lucía un estrecho bigote.

Godliman le pasó la fotografía a Billy Parkin.

—¿Ha cambiado mucho?

—Parecía bastante mayor, pero quizás haya influido su vestimenta… —Estudió pensativamente la foto—. Tenía el pelo más largo, y no llevaba bigote. —Le devolvió la fotografía a través del escritorio—. Pero no cabe duda de que es él.

—En el archivo hay dos puntos más, ambos dignos de reflexión —dijo Godliman—. En primer lugar, dicen que puede haber ingresado en el Servicio de Inteligencia en 1933. Pero eso siempre se deduce cuando la carrera de un oficial se interrumpe sin razón aparente. El segundo punto es un rumor no confirmado por ninguna fuente fiable, según el cual pasó algunos años como consejero privado de Stalin, con el nombre de Vasily Zankov.

—Eso es increíble —dijo Bloggs—. No lo creo. Godliman se encogió de hombros.

—Alguien aconsejó y persuadió a Stalin para que ejecutara a la flor y nata del cuerpo de oficiales durante los años en que Hitler ascendió al poder.

Bloggs sacudió la cabeza y cambió de tema.

—¿A qué punto pasamos desde aquí? —Godliman lo consideró.

—Hagamos que nos transfieran al sargento Parkin —dijo Godliman, después de pensarlo—. Es el único hombre que conocemos que haya visto a Die Nadel. Además, sabe demasiado como para que nos arriesguemos a que esté en el frente; podría ser capturado e interrogado. Luego, hagamos una buena copia de esta fotografía, pongámosle pelo más abundante y quitémosle el bigote mediante un especialista en este tipo de retoques. Luego distribuiremos las copias.

—¿Lo haremos con gran publicidad? —preguntó Bloggs dubitativo.

—No. Por ahora debemos andarnos con cautela. Si lo publicamos en los periódicos, llegará a sus oídos y desaparecerá. Por el momento enviaremos una copia a las fuerzas policiales.

—¿Eso es todo?

—Me parece que sí, a menos que usted tenga otras ideas.

—Señor —dijo Parkin aclarándose la garganta.

—¿Sí?

—Realmente yo preferiría volver a mi puesto. No sirvo para las tareas administrativas. Ya me entiende.

—Es que no le estamos presentando una opción, sargento. En esta etapa, una aldea italiana más o menos realmente importa poco. Pero este tipo, Faber, podría hacernos perder la guerra. Lo digo muy en serio.

11

Faber había salido a pescar.

Estaba estirado sobre la cubierta de un bote de diez metros de eslora, disfrutando del sol de primavera, navegando por el canal a unos tres nudos. Una mano perezosa sostenía el timón, la otra descansaba sobre una caña de pescar que sostenía su línea en el agua desde popa.

No había pescado nada en todo el día.

Era tan aficionado a la pesca como a observar pájaros, tanto por verdadero interés como porque ello le permitía tener una buena excusa para utilizar prismáticos (verdaderamente, está adquiriendo toda una serie de conocimientos sobre los malditos pájaros). Esa mañana había descubierto el nido de un martín pescador.

La gente del astillero en Norwich había estado encantada de alquilarle el barco por una quincena. El trabajo andaba mal. Ahora sólo tenían dos barcos, y uno de ellos no había sido usado desde Dunkerke. Faber había discutido el precio, más que nada por seguir la costumbre. Al final, le dejaron un armario lleno de comida enlatada.

Compró cebos en una tienda de las cercanías. El aparejo de pesca lo había traído de Londres. Comentaron que haría buen tiempo y le desearon una buena pesca. Nadie le pidió que enseñara su documento de identidad.

Hasta ahora todo marchaba muy bien.

La parte difícil venía después, puesto que calcular la fuerza de un ejército era difícil. En primer lugar, por ejemplo, había que encontrarlo.

En tiempos de paz, el Ejército ponía sus propias indicaciones en las carreteras a manera de información, pero ahora todas habían sido quitadas, no sólo las del Ejército sino todo tipo de señales de tráfico.

Una solución simple sería meterse en un automóvil y seguir al primer vehículo militar que uno viera hasta que éste se detuviera. Sin embargo, Faber no tenía coche, y para un civil resultaba casi imposible alquilar uno; y en el supuesto de que lo consiguiera, no podría encontrar combustible. Además, un , civil que anduviera por las cercanías siguiendo a los vehículos del Ejército y observando sus campamentos era muy probable que fuera detenido.

En consecuencia, lo mejor era el barco.

Algunos años atrás se dispuso que la venta de mapas era ilegal, pero antes Faber había descubierto ya que Gran Bretaña tenía miles de kilómetros de cursos de agua en su interior. La red original de ríos había sido aumentada durante el siglo xIx mediante una gran red de canales. En algunas zonas había casi tantos cursos de agua como carreteras, y Norfolk era una de esas áreas.

El barco presentaba muchas ventajas. En una carretera había que dirigirse a alguna parte; en un río simplemente se navegaba. Dormir en un coche aparcado llamaba la atención; pero dormir en un barco amarrado resultaba natural. Navegaba por un lugar solitario. ¿Y acaso alguien había oído hablar alguna vez de bloqueo de un canal?

Tenía sus desventajas; los campos de aterrizaje y las trincheras tenían que estar próximos a las carreteras, pero estaban ubicados sin referencia a los accesos por agua. Faber debía explorar los alrededores durante la noche, dejando su barco amarrado y deambulando por las laderas de las montañas a la luz de la luna, cubriendo cincuenta kilómetros de ida y vuelta, y durante el trayecto seguramente perdería el contacto con aquello que estaba buscando, ya fuera por la oscuridad o porque simplemente no tendría bastante tiempo para verificar cada kilómetro cuadrado de tierra.

Cuando volviera, un par de horas después del amanecer, podría dormir hasta el mediodía, luego zarpar, deteniéndose ocasionalmente para trepar a tal o cuál montículo cercano y observar desde allí los alrededores. Al anochecer, en las granjas aisladas y en los pubs de las orillas del río hablaría con la gente, y quizás obtuviera indicios de la presencia militar. Pero hasta el momento, no tenía ninguna.

Estaba empezando a dudar de si estaría realmente en el lugar adecuado. Había tratado de ponerse en el lugar del general Patton pensando: «Si yo estuviera planeando invadir Francia por el este del Sena desde una base en el este de Inglaterra, ¿dónde localizaría esa base?» Obviamente en Norfolk: era una gran extensión de campiña solitaria, con abundante tierra llana apta para los aviones, cerca del agua en caso de ser necesaria una rápida partida. Y el Wash era el lugar adecuado para reunir una flota de barcos. Sin embargo, estos cálculos podían ser erróneos por alguna razón que él ignoraba. Pronto tendría que tener en cuenta la posibilidad de un rápido desplazamiento a través del país hacia una nueva área…, quizás el Fens.

Ante él apareció una compuerta, de modo que recogió un poco la vela para disminuir la marcha. Se deslizó suavemente hacia la esclusa y chocó suavemente contra las compuertas. El cuidador tenía su casa sobre la costa, de modo que Faber hizo bocina con las manos y llamó. Luego se quedó esperando. Sabía que los cuidadores eran una raza de seres que no se podían dar prisas. Además, era la hora del té, y a la hora del té era casi imposible hallar algo que pudiera hacerles mover.

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