Durante la primavera le llegó una especie de calma, como si todas las amenazas quedaran postergadas para después del nacimiento del bebé. Cuando se derritió la nieve de febrero plantó flores y verduras en la parcela de tierra situada entre la cocina y el cobertizo, sin pensar que realmente prosperarían. Limpió a fondo la casa y le dijo a David que si quería que tal limpieza volviera a hacerse antes de agosto tendría que hacerla él mismo. Le escribió a su madre, tejió muchísimo y pidió pañales por correo. Le sugirieron que fuera a su casa para dar a luz allá, pero ella sabía, lo temía, que si aceptaba ir no volvería más. Salió a dar largas caminatas por los páramos, con un libro sobre pájaros bajo el brazo, hasta que se sintió tan pesada que no tenía ánimos para ir muy lejos. Guardó la botella de coñac en un armario que David nunca utilizaba, y cada vez que se sentía deprimida iba a mirarla y a recordarse a sí misma lo que había estado a punto de perder.
Tres semanas antes del parto, tomó la lancha y se hizo llevar a Aberdeen. David y Tom le dijeron adiós con la mano desde el malecón. El mar estaba tan picado, que tanto ella como el patrón de la lancha estaban aterrorizados de que pudiera dar a luz antes de llegar a tierra firme. Se internó en el hospital de Aberdeen, y cuatro semanas más tarde trajo el niño de vuelta al hogar en la misma lancha.
David no supo nada del asunto. Probablemente pensaba que las mujeres daban a luz con tanta facilidad como las ovejas. No se daba por enterado del dolor de las contracciones, y la espantosa, imposible dilatación, y del estado de postración dolorida posterior al parto, ni supo de las enfermeras mandonas, sabelotodo, que no permiten que la madre toque al niño porque nunca la consideran lo suficientemente apta y eficiente y esterilizada, como ellas. Él, simplemente, la había visto partir embarazada y volver con un hermoso y saludable niño envuelto en ropas blancas, y dijo:
—Le llamaremos Jonathan.
Luego le agregaron Alfred por el padre de David, Malcolm por el de Lucy y Thomas por el viejo Tom, pero le llamaron Jo, porque era demasiado pequeñito para que le llamaran Jonathan, y ni que hablar de llamarlo Jonathan Alfred Malcolm Thomas Rose. David aprendió a darle el biberón, a hacerle eructar y a cambiarle los pañales; incluso le acunaba ocasionalmente sobre sus rodillas, pero su interés parecía distante, no comprometido, se enfrentaba al niño con un criterio de problemas que se debe resolver, como las enfermeras; para él no era lo mismo que para Lucy. Tom estaba más cerca del niño que David. Lucy no le permitía que fumara en la habitación donde se encontraba el niño, y el niño grande se guardaba su pipa de escaramujo con tapa en el bolsillo durante horas y se entretenía haciéndole muecas al niño o mirándole mientras daba pataditas, o si no ayudaba a Lucy a bañarlo. Lucy le sugería suavemente que quizás estuviera descuidando las ovejas. Tom decía que no le necesitaban para comer y que él prefería mirar a Jo mientras se alimentaba. Talló un sonajero de madera, le puso dentro pequeños guijarros y se llenó de alegría cuando Jo lo cogió y lo sacudió sin que nadie tuviera que indicarle cómo hacerlo.
David y Lucy aún no hacían el amor.
Primero por sus heridas, luego ella había estado embarazada, después porque se recuperaba del parto; pero ahora no había ya razones. Una noche ella le dijo:
—Ya estoy normal otra vez.
—¿Qué quieres decir?
—Después de haber tenido al niño mi cuerpo ha recuperado su normalidad.
—Oh, qué bien.
Intencionadamente ella se iba a la cama al mismo tiempo que él, de modo que pudiera verla desnuda, pero él siempre le volvía la espalda. Mientras estaban acostados, ella se movía de modo que su mano, su muslo o sus senos le tocaran, lo cual constituía una invitación casual pero inequívoca. Sin embargo, no obtuvo respuesta alguna.
Creía firmemente que no había en ella nada que anduviera mal. No era una ninfomaníaca, no necesitaba simplemente sexo, quería sexo con David. Estaba segura de que aun cuando hubiera otro hombre de menos de setenta años en la isla, no se habría sentido tentada. No era una mujer sedienta a causa del ayuno de sexo, era una esposa con ansiedad de amor.
La posibilidad se dio una de esas noches en que estaban boca arriba en la cama uno al lado del otro, los dos despiertos, escuchando el bufido del viento y los pequeños sonidos que producía Jo en la otra habitación. A Lucy le parecía que ya era hora de que él lo hiciera o que se franqueara y dijese por qué no; y también le parecía que él estaba decidido a evitarlo hasta que ella le forzara; y que por lo tanto sería preferible forzarle.
En consecuencia, restregó su brazo contra el cuerpo de él, a través de los muslos, y abrió la boca para hablar… y casi dio un grito de azoramiento al descubrir que él tenía una erección. De modo que podía hacerlo, ¡y quería hacerlo!, si no para qué… y su mano se cerró triunfalmente en tomo a la evidencia de su deseo, se acercó más hacia él, y suspiró diciéndole:
—David…
—¡Por Dios! —respondió él, aferrándole la mano y retirándola mientras se volvía de lado.
A esta altura no estaba dispuesta a aceptar aquel reto con un modesto silencio.
—David, ¿por qué no?
—¡Por Cristo! —retiró las mantas y se lanzo al suelo arrastrando consigo el edredón, que se llevó mientras se arrastraba hacia la puerta.
Lucy se sentó en la cama y dijo, gritando:
—¿Por qué no?
Jo comenzó a llorar.
David se levantó las perneras vacías del pantalón del pijama, que también habían sido cortadas, y señalando la blanca carne cicatrizada sobre los muñones dijo:
—¡Por esto! ¡Por esto!
Se deslizó escaleras abajo para dormir en el sofá, y Lucy fue al otro dormitorio a tranquilizar a Jo.
Necesitó largo rato para lograr hacerle dormir de nuevo, probablemente porque ella misma estaba muy necesitada de consuelo. El niño probó las lágrimas de su madre y ella se preguntó si tendría noción de su significado. Acaso las lágrimas serían las primeras cosas que el niño llegaría a comprender. No pudo obligarse a cantarle, o a murmurarle que todo estaba bien; de modo que le abrazó con fuerza y le acunó entre sus brazos, y cuando él la apaciguó a ella con su calidez y su modo de aferrarse a sus brazos, entonces se fue quedando dormido.
Le dejó de nuevo en la cuna y se quedó mirándole durante un momento. No tenía sentido volver a la cama. Podía escuchar el sueño pesado y los ronquidos de David en el salón. Él tenía que tomar medicamentos muy fuertes, pues de lo contrario el dolor le mantenía despierto. Lucy necesitaba irse lejos de su lado, donde no le viera ni oyera, donde él no pudiera encontrarla durante algunas horas aunque la necesitara. Se puso pantalones y un suéter, un abrigo pesado y botas, bajó las escaleras y salió.
Había una niebla espesa, mucha humedad, y el frío era muy fuerte, esa clase de tiempo tan particular y propio de la isla. Se levantó el cuello del abrigo y pensó en volver por una bufanda, pero decidió no hacerlo. Chapoteó por el sendero embarrado, dándole la bienvenida a la niebla que se agarró de lleno a su garganta y la libró de un malestar mucho peor que llevaba dentro de sí.
Llegó a la cumbre del acantilado y comenzó a descender por el peligroso sendero, colocando cuidadosamente los pies sobre los resbaladizos tablones. Cuando llegó al final, saltó sobre la arena y caminó lentamente hasta el borde del agua.
El viento y las olas estaban enzarzados en su perpetua lucha, el primero lanzándose a irritarlas y el mar bramando y escupiendo al chocar contra la tierra; los dos destinados a desafiarse hasta el infinito.
Caminó por la áspera arena, dejándose penetrar por los sonidos naturales, hasta que la costa terminó en un cabo puntiagudo donde el agua chocaba contra el acantilado, y de ahí emprendió el regreso. Caminó por la playa durante toda la noche. Hacia el amanecer, una idea quedó clara en su mente: «Es su manera de ser fuerte.»
El pensamiento en sí no le resultaba de mucha ayuda, pero siguió repitiéndolo con el puño apretado, y dándole vueltas en la mente, y el puño se abrió para revelar lo que parecía una pequeña perla de sabiduría anidada en su palma; quizá la frialdad de David respecto a ella estaba estrechamente vinculada con su afán de derribar árboles, desnudarse solo, conducir el jeep, manejar el garrote y haberse ido a vivir en una fría y cruel isla del mar del Norte…
¿Cómo era lo que había dicho? «…como su padre, un héroe de la guerra, un monigote sin piernas…». Él tenía algo que probar, algo que se desvalorizaría si se traducía en palabras; algo que él podría haber hecho como piloto de caza, pero ahora sólo tenía a su disposición árboles, cercas, garrotes y una silla de ruedas. No le habrían permitido pasar el examen y él quería estar en condiciones de decir: «De todos modos, lo hubiera aprobado. Si dudáis mirad lo que soy capaz de sufrir.»
Era muy cruel, indeciblemente injusto. Había tenido el coraje y había sufrido las heridas, pero no podía estar orgulloso de ello. Si un »Messerschmidt» le hubiera arrebatado las piernas, la silla de ruedas habría sido como una medalla, como un símbolo del coraje. Pero ahora, durante toda su vida tendría que decir: «Fue durante la guerra; pero no, nunca presencié un combate. Esto fue un accidente de tráfico; hice mi entrenamiento e iba a luchar, justo al día siguiente, ya conocía mi avión, que era una hermosura y…»
Sí, era su manera de ser fuerte. Y quizás ella pudiera ser fuerte también, quizá pudiera encontrar sucedáneos para el descalabro de su vida. David había sido alguna vez bueno, cariñoso y amante, y posiblemente ella ahora pudiera aprender a esperar pacientemente mientras él luchaba para llegar a ser el hombre completo que una vez fue. Ella podría encontrar nuevas esperanzas, nuevas cosas por las caules vivir. Otras mujeres habían hallado fuerzas para sobrellevar la desolación, y sus casas bombardeadas, y tener a sus maridos en campos de prisioneros de guerra.
Levantó una piedra pequeña, echó el brazo atrás y la arrojó al mar con todas sus fuerzas. No la vio ni la oyó caer; podría haberse ido para siempre, rodando en torno de la Tierra como un satélite en un relato sobre el espacio. Gritó:
—¡Yo también puedo ser fuerte, maldita sea!
Luego se volvió y comenzó a subir por la ladera para regresar a su casa. Ya era casi hora de alimentar a Jo.
Tenía el aspecto de una mansión, y hasta cierto punto lo era, pues se trataba de una gran casa con terrenos propios, en la frondosa ciudad de Wohldorf, justo en las afueras del norte de Hamburgo. Podría haber sido la casa de un propietario de minas, o de un rico importador, o de un poderoso industrial. Sin embargo pertenecía al Abwehr
Debía su destino al tiempo, no al de aquí, sino al de trescientos kilómetros al sudeste de Berlín, donde las condiciones atmosféricas eran inadecuadas para las comunicaciones por radio con Inglaterra.
A nivel del suelo parecía realmente una mansión, pero por debajo había dos enormes refugios de hormigón y varios millones de marcos en equipos transmisores de radio. Los sistemas electrónicos habían sido diseñados por el mayor Werner Trautmann, quien había hecho un buen trabajo. Cada habitación tenía veinte pequeñas cabinas herméticas, ocupadas por radiooperadores que podían reconocer a un espía por la manera de transmitir su mensaje, con tanta facilidad como uno puede reconocer la letra de su propia madre al ver una carta.
El equipo receptor fue ideado teniendo en cuenta sobre todo la calidad, mientras que el equipo transmisor lo fue pensando más en el tamaño que en el alcance. La mayor parte consistía en pequeñas maletas llamadas Klamotten, que habían sido fabricadas por «Telefunken» para el almirante Wilhelm Canaris, el director del Abwehr.
Esta noche las líneas estaban relativamente tranquilas, de modo que todos advirtieron el momento en que Die Nadel comenzó a transmitir. El mensaje fue captado por uno de los operadores de mayor antigüedad, quien accionó la llave operadora indicando mediante los golpecitos establecidos que reconocía la señal. Transcribió el mensaje, arrancó rápidamente la hoja de su bloc y se dirigió al teléfono.
Leyó el mensaje por la línea telefónica directa a los cuarteles generales del Abwehr, en Sophien Terrace, en Hamburgo, y luego volvió a su cabina para fumar.
Ofreció un cigarrillo al joven de la próxima cabina, y los dos permanecieron juntos unos pocos minutos, apoyados contra la pared fumando. El joven preguntó:
—¿Ha llegado algo?
—Siempre que él llama hay algo —dijo el hombre mayor encogiéndose de hombros—, pero esta vez no era demasiado. La Luftwaffe le erró de nuevo a la catedral de san Pablo.
—¿No hubo respuesta para él?
—No creemos que espere respuestas. Se trata de un cretino independiente, siempre lo fue. Yo le enseñé telegrafía, sabes, y cuando terminé de enseñarle creyó que sabía más que yo.
—¿Así que usted conoce a Die Nadel? ¿Cómo es?
—Tan poco interesante como un pescado muerto. Pero no puede negarse que es el mejor agente que tenemos. Algunos incluso dicen que es el mejor que haya existido jamás. Se dice que tardó cinco años en introducirse en la NKVD en Rusia, y que finalmente liquidó a uno de los mejores ayudantes de Stalin… No sé si será cierto, pero es el tipo de cosas que puede hacer. Un verdadero profesional, y el Führer lo sabe.
—¿Hitler le conoce?
El hombre mayor asintió.
—En una época quería leer las transmisiones de Die Nadel. No sé si aún lo hace. El asunto le tiene sin cuidado a Die Nadel; es un tipo a quien nada le impresiona. ¿Cómo te diría? Mira a todo el mundo de la misma manera, algo así como si estuviera calculando la forma en que te despachará si haces un movimiento inadecuado.
—Menos mal que no tuve que instruirle yo.
—Aprendió en seguida, eso es verdad. Le dedicaba veinticuatro horas diarias, y una vez que pudo desenvolverse solo ni siquiera se molestaba en saludarme. Parece que al único que tiene tiempo de saludar es a Canaris. Siempre firma «Saludos a Willi», lo que demuestra la afición que tiene a las jerarquías.
Terminaron sus cigarrillos, los tiraron al suelo y los aplastaron con el pie. Luego, el hombre mayor recogió las colillas y se las metió en el bolsillo, pues en realidad no estaba permitido fumar en el refugio subterráneo. Las radios aún estaban tranquilas.
—Sí, no quiere usar su nombre de código —continuó el hombre mayor—. Von Braun se lo asignó y a él nunca le gustó. Tampoco le gustaba Von Braun. ¿Te acuerdas de la época en que…? No; fue antes de que tú entraras a trabajar aquí. Braun le dijo a Die Nadiel que fuera al aeropuerto de Farnborough, en Kent. El mensaje de respuesta decía: «En Farnborough, Kent no hay aeropuerto. Hay uno en Farnborough, Hampshire. Afortunadamente, los conocimientos de geografía de la Luftwaffe son mejores que los suyos, coño.» Como si tal cosa.