La inteligencia de las flores (7 page)

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Authors: Maurice Maeterlinck

BOOK: La inteligencia de las flores
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XXVIII

Los puntos de mira, los signos para guiarse nuestro conocimiento emergen lentamente, parsimoniosamente. Quizá la imagen famosa de Platón, la caverna en cuyos muros se reflejan sombras inexplicables, no es ya suficiente; pero si se la quisiese sustituir con una imagen nueva y más exacta, no sería más consoladora. Imaginaos esa caverna más grande. Nunca penetraría en ella un rayo de claridad. A excepción de luz y fuego, se la habría provisto cuidadosamente de todo lo que constituyó nuestra civilización; y en ella habría hombres prisioneros desde su nacimiento. No habiendo visto nunca la luz, no la echarían de menos; no serían ciegos, no tendrían los ojos muertos, pero no teniendo nada que mirar, se convertirían probablemente en el órgano más sensible del tacto.

A fin de comprender sus gestos, imaginemos a esos desdichados en sus tinieblas, en medio de la multitud de objetos desconocidos que los rodean. ¡Qué de extrañas equivocaciones, qué de desviaciones increíbles, qué de interpretaciones imprevistas! ¡Pero cómo parecería impresionable y con frecuencia ingenioso el partido que hubiesen podido sacar de cosas que no habían sido creadas para la noche!... ¿Cuántas veces hubieran acertado, y cuál no sería su estupefacción, si de pronto, a la claridad del día, descubriesen la naturaleza y el destino verdadero de útiles y aparatos que habrían apropiado de la mejor manera posible a las incertidumbres de la sombra?...

Sin embargo, relativamente a la nuestra, su situación parece sencilla y fácil. El misterio en que se arrastran es limitado. No están privados más que de un sentido, mientras que es imposible calcular el número de los que nos faltan. La causa de sus errores es única y no pueden contarse las de los nuestros.

Puesto que vivimos en una caverna de ese género, ¿no es interesante reconocer que el poder que en ella nos ha puesto obra a menudo y sobre algunos puntos importantes, como obramos nosotros? Son claridades en nuestro subterráneo las que nos muestran que no nos hemos equivocado sobre el uso de todos los objetos que en él se encuentran; y algunas de esas claridades nos las traen allí los insectos y las flores.

XXIX

Durante mucho tiempo hemos puesto un orgullo necio en creernos seres milagrosos, únicos y maravillosamente fortuitos, probablemente caídos del otro mundo, sin vínculos ciertos con el resto de la vida, y, en todo caso, dotados de una facultad insólita, incomparable, monstruosa. Es muy preferible no ser tan prodigioso, pues hemos aprendido que los prodigios no tardan en desaparecer en la evolución normal de la naturaleza. Es mucho más consolador observar que seguimos la misma ruta que el alma de este gran mundo, que tenemos las mismas ideas, las mismas esperanzas, las mismas vicisitudes y casi —a no ser por nuestro sueño específico de justicia y de piedad—, los mismos sentimientos. Es mucho más tranquilizador asegurarse de que empleamos, para mejorar nuestra suerte, para utilizar las fuerzas, las ocasiones, las leyes de la materia, medios exactamente iguales a los que ella emplea para iluminar y ordenar sus regiones insumisas e inconscientes; que no hay otros, que estamos en lo cierto, que estamos bien en nuestro lugar y en nuestra casa en este universo amasado con substancias desconocidas; pero cuyo pensamiento es, no impenetrable y hostil, sino análogo o conforme al nuestro.

Si la naturaleza lo supiese todo, si no se equivocase nunca, si en todas partes, en todas sus empresas, se mostrase desde luego perfecta e infalible, si revelase en todo una inteligencia inconmensurablemente superior a la nuestra, entonces habría motivo para temer y perder el ánimo. Nos sentiríamos víctima y presa de un poder ajeno, que no tendríamos ninguna esperanza de conocer o medir. Es muy preferible convencernos de que ese poder, al menos desde el punto de vista intelectual, es estrechamente pariente del nuestro. Nuestro espíritu bebe en las mismas fuentes que el suyo. Somos del mismo mundo, casi iguales. No tratamos ya con dioses inaccesibles, sino con voluntades veladas y fraternales, que se trata de sorprender y dirigir.

XXX

Se me figura que no sería muy temerario sostener que no hay seres más o menos inteligentes, sino una inteligencia esparcida, general, una especie de fluido universal que penetra diversamente, según sean buenos o malos conductores del espíritu, los organismos que encuentra. En tal caso, el hombre sería hasta ahora, en la tierra, el modo de vida que ofrecería menor resistencia a ese fluido que las religiones llaman divino. Nuestros nervios serían los hilos por donde se distribuiría esa electricidad más sutil. Las circunvoluciones de nuestro cerebro formarían en cierta manera la canilla de inducción en que se multiplicaría la fuerza de la corriente; pero esta corriente no sería de otra naturaleza, no procedería de otro origen que la que pasa por la piedra, por el astro, por la flor o por el animal.

Pero misterios son éstos que es ocioso interrogar, puesto que aún no poseemos el órgano que pueda recoger su contestación. Contentémonos con haber observado, fuera de nosotros, ciertas manifestaciones de esa inteligencia. Todo lo que observamos en nosotros mismos es con razón sospechoso: somos juez y parte a la vez, y estamos demasiado interesados en poblar nuestro mundo de ilusiones y de esperanzas magníficas. Pero que el menor indicio exterior nos sea caro y precioso. Los que las flores acaban de ofrecernos son probablemente pequeñísimos, comparados con los que nos dirían las montañas, el mar y las estrellas, si sorprendiéramos el secreto de su vida. Sin embargo, nos permiten presumir, con más seguridad, que el espíritu que anima todas las cosas o se desprende de ellas es de la misma esencia que el que anima a nuestro cuerpo. Si se nos parece, si a él nos parecemos así, si todo lo que se encuentra en él se encuentra en nosotros mismos, si emplea nuestros métodos, si tiene nuestras costumbres, nuestras preocupaciones, nuestras tendencias, nuestros deseos hacia la perfección ¿es ilógico esperar todo lo que esperamos instintivamente, invenciblemente, puesto que es casi seguro que él lo espera también? ¿Es verosímil, cuando hallamos desparramada en la vida tal suma de inteligencia, que esa vida no haga obra de inteligencia, es decir que no persiga un fin de felicidad, do perfección, de victoria sobre lo que llamamos el mal, la muerte, las tinieblas, la nada, que no es probablemente más que la sombra de su faz o su propio sueño?

LOS PERFUMES

Después de haber hablado con bastante extensión de la inteligencia de las flores, parecerá natural que digamos cuatro palabras de su alma, que es su perfume. Desgraciadamente aquí, lo mismo que para el alma del hombre, perfume de otra esfera en que se empapa la razón, llegamos en seguida a lo desconocido. Ignoramos casi enteramente la intención de esa zona de aire encantado e invisiblemente magnífico que las corolas esparcen en torno de ellas. Es en efecto muy dudoso que sirva principalmente para atraer a los insectos. Desde luego, muchas flores, entre las más olorosas, no admiten la fecundación cruzada, de modo que la visita de la abeja o de la mariposa les es indiferente o importuna. Además, lo que llama a los insectos es únicamente el polen y el néctar, los cuales generalmente no tienen olor sensible. Así es que los vemos desdeñar las flores más deliciosamente perfumadas, tales como la Rosa y el Clavel, para asediar en masa las del Arce o del Avellano, cuyo aroma podemos decir que es nulo.

Confesemos pues que aún no sabemos qué utilidad tienen los perfumes para la flor, como ignoramos por qué los percibimos. El olfato es en efecto, el más inexplicado de los sentidos. Es evidente que la vista, el oído, el tacto y el gusto son indispensables para nuestra vida animal. Sólo una larga educación nos enseña a gozar desinteresadamente de las formas, de los colores y de los sonidos. Por lo demás, nuestro olfato ejerce también importantes funciones serviles. Es el guardián del aire que respiramos, es el higienista y el químico que vela cuidadosamente sobre la calidad de los alimentos ofrecidos, pues toda emanación desagradable revela la presencia de gérmenes sospechosos o peligrosos.

Pero al lado de esta misión práctica, hay otra que al parecer no responde a nada. Los perfumes son del todo inútiles a nuestra vida física. Demasiado violentos, demasiado permanentes, hasta pueden ser hostiles. Sin embargo, poseemos una facultad que se regocija de ellos y de ellos nos trae la buena noticia con tanto entusiasmo y convicción como si se tratase del descubrimiento de un fruto o de un brebaje delicioso. Esa inutilidad merece nuestra atención. Debe ocultar un buen secreto. He aquí la única ocasión en que la naturaleza nos procura un placer gratuito, una satisfacción que no adorna un lazo de la necesidad. El olfato es el único sentido de lujo que la naturaleza nos ha dado; por esto parece casi ajeno a nuestro organismo. ¿Es un aparato que se desarrolla o se atrofia, una facultad que se duerme o se despierta? Todo hace creer que evoluciona con nuestra civilización. Los antiguos casi no se ocupaban sino de los buenos olores más brutales, más pesados, más sólidos, por decirlo así, tales como el almizcle, el benjuí, la mirra, el incienso, etc., y el aroma de las flores es muy raramente mencionado en los poemas griegos y latinos y en la literatura hebraica. Y en el día, ¿vemos a nuestros campesinos, hasta en sus más largos ocios, pensar en oler una Violeta o una Rosa? ¿No es, sin embargo, el primer gesto del habitante de las grandes ciudades que descubre una flor? Hay pues motivos para admitir que el olfato es el último de nuestros sentidos, el único quizá que no se halla «en vías de regresión», como dicen pesadamente los biólogos. Este es un motivo para que le concedamos nuestra atención, lo interroguemos y cultivemos sus posibilidades. ¿Quién sabe las sorpresas que nos reservaría si igualase, por ejemplo, la perfección del ojo, como sucede en el perro que vive tanto por la nariz como por los ojos?

Hay ahí un mundo inexplorado. Este sentido misterioso que, a primera vista, parece casi ajeno a nuestro organismo, cuando se le observa mejor resulta quizá el que más íntimamente lo penetra. ¿No somos ante todo seres aéreos? El aire ¿no es para nosotros el elemento más absoluto y prontamente indispensable, y el olfato no es precisamente el único sentido que de él percibe algunas partes?

Los perfumes, que son los joyeles de este aire que nos hace vivir, no lo adornan sin razón. No sería sorprendente que ese lujo no comprendido respondiese a algo muy profundo y muy esencial, y más bien, como acabamos de ver, a algo aún no existente que a algo que no existe ya. Es muy posible que este sentido, el único que mira al porvenir, aprecia ya las manifestaciones más impresionables de una forma o de un estado feliz y saludable de la materia que nos reserva muchas sorpresas.

Mientras tanto, no pasa aún de las percepciones más violentas, menos sutiles. Apenas si sospecha, con la ayuda de la imaginación, los profundos y armoniosos efluvios que envuelven evidentemente los grandes espectáculos de la atmósfera y de la luz. Como estamos a punto de comprender los de la lluvia o del crepúsculo ¿por qué no habíamos de llegar a descubrir y fijar el perfume de la nieve, del hielo, del rocío de la mañana, de las primicias del alba, del centelleo de las estrellas? Todo debe tener su perfume, aún inconcebible, en el espacio, hasta un rayo de luna, un murmullo del agua, una nube que pasa, una sonrisa del cielo.

La casualidad, o más bien la elección de la vida, me ha traído actualmente al lugar en que nacen y se elaboran casi todos los perfumes de Europa. En efecto, como todo el mundo sabe, sobre la faja de tierra luminosa que se extiende de Cannes a Niza es donde las últimas colinas y los últimos valles de flores vivas y sinceras sostienen una heroica lucha contra los groseros olores químicos de Alemania, los cuales son exactamente a los perfumes naturales lo que son a las olmedas y a las llanuras de la verdadera campiña, las olmedas y las llanuras pintadas de un teatro.

El trabajo del campesino se rige aquí por una especie de calendario únicamente floral, en que dominan, en mayo y en junio, dos adorables reinas: la Rosa y el Jazmín. En torno de estas dos soberanas del año, una de color de aurora y la otra vestida de estrellas blancas, desfilan de enero a diciembre, las innumerables y prontas Violetas, los tumultuosos Junquillos, los Cándidos Narcisos, de ojo maravillado, las Mimosas enormes, el Reseda, el Clavel cargado de preciosas especias, el Geranio imperioso, la flor del Naranjo tiránicamente virginal, el Espliego, la Ginesta de España, la demasiado fuerte Tuberosa y la Acacia Vera, que lleva una flor parecida a una oruga anaranjada.

Desde luego causa extrañeza ver los rústicos campesinos que la dura necesidad desvía en todas partes, menos aquí, de las sonrisas de la vida, tomar las flores en serio, manejar cuidadosamente estos frágiles ornamentos de la tierra, desempeñar un trabajo de abeja o de princesa y doblegarse bajo cargas de Violetas y Junquillos. Pero la impresión más intensa es la de ciertas tardes o de ciertas mañanas de la estación de las Rosas o del Jazmín. Diríase que la atmósfera de la tierra acaba de cambiar súbitamente, que ha cedido el puesto a la de un planeta infinitamente feliz, en que el perfume no es ya, como en la tierra, fugitivo, impreciso y precario; sino estable, vasto, lleno, permanente, generoso, normal, inalienable.

Se ha trazado más de una vez —así me lo imagino al menos— hablando de Grasse y de sus contornos, el cuadro de esa industria casi mágica que ocupa a toda una población laboriosa, asentada en la falda de una montaña como una colmena bañada por el sol. Se debe haber explicado las magníficas carretadas de Rosas descargadas a la puerta de las humeantes fábricas, las vastas salas en que las escogedoras nadan materialmente en un mar de pétalos, la llegada menos obstruyente pero más preciosa de las Violetas, de las Tuberosas, de la Acacia Vera, del Jazmín, en anchos cestos que las campesinas llevan noblemente sobre la cabeza. Se debe haber descrito los procedimientos diversos por los cuales se arrancan a las flores, según su carácter, para fijarlo en el cristal, los maravillosos secretos de su corazón. Se sabe que las unas, las Rosas por ejemplo, están llenas de complacencias y de buena voluntad y entregan su aroma con sencillez. Se las mete en enormes calderas, tan altas como las de nuestras locomotoras, por donde pasa vapor de agua. Poco a poco su aceite esencial, más costoso que una gelatina de perlas, cae gota a gota por un tubo de cristal estrecho como una pluma de ganso, del alambique que parece un monstruo dando penosamente a luz una lágrima de ámbar.

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