Read La inteligencia de las flores Online
Authors: Maurice Maeterlinck
Sea como fuere, la flor de la mayor parte de las Salvias ofrece, pues, una elegante solución del gran problema de la fecundación cruzada. Pero así como entre los hombres una invención nueva es en seguida simplificada y mejorada por una multitud de pequeños indagadores infatigables, en el mundo de las flores que podríamos llamar «mecánicas», la patente de la Salvia ha sido revisada, y extrañamente perfeccionada en muchos detalles. Una vulgar Escrofulariácea, la Pedicularia de los bosques
(Pedicularias sylvática),
que seguramente habréis encontrado en las partes umbrosas de los bosquecillos y matorrales, ha introducido en ella modificaciones sumamente ingeniosas. La forma de la corola es casi igual a la de la Salvia; el estigma y las dos anteras se hallan en la capucha superior. Solamente la bolita húmeda del estigma sobresale de la capucha, mientras que las anteras permanecen estrictamente prisioneras en ella. En ese tabernáculo sedoso, los órganos de ambos se hallan pues con estrechez y hasta en contacto inmediato; sin embargo, gracias a una disposición muy diferente de la Salvia, la auto-fecundación es absolutamente imposible. En efecto, las anteras forman dos ampollas llenas de polvo: estas ampollas, cada una de las cuales no tiene más que una abertura, se hallan colocadas una contra otra de manera que las aberturas, coincidiendo, se obturan recíprocamente. Están sujetas en el interior de la capucha, sobre dos tallos doblados que forman resorte, por dos especies de dientes. La abeja o el abejorro que penetra en la flor en busca del néctar, separa necesariamente esos dientes; una vez libres, las ampollas surgen, se lanzan fuera y se abaten sobre la espalda del insecto.
Pero no se detienen aquí el genio y la previsión de la flor. Como lo hace observar H. Müller, que fue el primero en estudiar completamente el prodigioso mecanismo de la Pedicularia, «si los estambres diesen contra el insecto conservando su disposición relativa, no saldría un grano de polvo, puesto que sus orificios se tapan recíprocamente. Pero con artificio tan sencillo como ingenioso vence la dificultad. El labio inferior de la corola, en vez de ser simétrico y horizontal, es irregular y oblicuo, al extremo de que un lado tiene algunos milímetros de altura más que el otro. El abejorro posado encima no puede guardar a su vez más que una posición inclinada. De lo cual resulta que su cabeza no toca sino una después de otra la salida de la corola. Así es que el disparo de los estambres también se produce sucesivamente, y una tras otra dan contra el insecto, teniendo el orificio libre, y lo hisopean de polvo fecundante.
»Cuando el abejorro pasa luego a otra flor, la fecunda inevitablemente, pues, detalle intencionalmente omitido, lo primero que encuentra al meter la cabeza en la entrada de la corola es el estigma que lo roza en el punto en que, momentos después, va a ser alcanzado por el choque de los estambres, el punto precisamente en que ya lo han tocado los estambres de la flor que acaba de dejar.»
Se podrían multiplicar indefinidamente esos ejemplos; cada flor tiene su idea, su sistema, su experiencia adquirida, de que se aprovecha. Examinando de cerca sus pequeñas invenciones, sus procedimientos diversos, se recuerdan estas interesantísimas exposiciones de máquinas en que el genio mecánico del hombre revela todos sus recursos. Pero nuestro genio mecánico data de ayer, mientras que la mecánica floral funciona desde hace millares de años. Cuando la flor hizo su aparición en la tierra, no había en torno de ella ningún modelo que poder imitar; tuvo que inventarlo todo. En la época de la clava, del arco, de la maza de armas, en los días relativamente recientes en que imaginamos el torno de hilar, la polea, el cabrestante, el ariete; en el tiempo —como quien dice el año pasado,— en que nuestras obras maestras eran la catapulta, el reloj y el telar, la Salvia había construido los espigones giratorios y los contrapesos de su báscula de precisión, y la Pedicularia sus ampollas obturadas como para una experiencia científica, los disparos sucesivos de sus resortes y la combinación de sus planos inclinados. ¿Quién sospechaba, hace menos de cien años, las propiedades de la hélice que el Arce y el Tilo utilizan desde el nacimiento de los árboles? ¿Cuándo llegaremos a construir un paracaídas o un aviador tan rápido, tan ligero, tan sutil y tan seguro como el del Amargón? ¿Cuándo encontraremos el secreto de cortar en un tejido tan frágil como la seda de los pétalos, un resorte tan poderoso como el que lanza al espacio el dorado polen del Esparto? ¿Y la Momórdiga o Pistola de Damas cuyo nombre cité al principio de este pequeño estudio?... ¿Quién nos dirá el misterio de su fuerza milagrosa? ¿Conocéis la Momórdiga? Es una humilde Cucurbitácea, bastante común en el litoral mediterráneo. Su fruto carnoso que parece un pepinito está dotado de una vitalidad y de una energía inexplicables. Por poco que se la toque, en el momento de su madurez, se desprende súbitamente de su pedúnculo por una contracción convulsiva, y lanza a través de la abertura producida por el desprendimiento, mezclado con numerosas semillas, un chorro mucilaginoso, de tan prodigiosa fuerza que echa la semilla a cuatro o cinco metros de la planta natal. El gesto es tan extraordinario como si, a proporción, sacásemos con un solo movimiento espasmódico y lanzásemos todos nuestros órganos, nuestras vísceras y nuestra sangre a medio kilómetro de nuestra piel o de nuestro esqueleto. Por otra parte, gran número de semillas emplean procedimientos de balística, y utilizan fuentes de energía que nos son más o menos desconocidos. Recordad, por ejemplo, las crepitaciones de la Colza y de la Retama; pero uno de los grandes maestros de la artillería vegetal es el Tártago. El Tártago es una Euforbiácea de nuestros climas, una grande «mala hierba» bastante ornamental, que excede con frecuencia a la estatura del hombre. En este momento, tengo sobre mi mesa, en remojo dentro de un vaso de agua, una rama de Tártago. Lleva bayas trilobadas y verdosas que contienen las semillas. De vez en cuando, una de las bayas estalla con estruendo, y las semillas dotadas de una velocidad inicial prodigiosa dan por todas partes contra los muebles y las paredes. Si una de ellas os da en la cara, diríais que os ha picado un insecto; tan extraordinaria es la fuerza de penetración de esas minúsculas semillas del tamaño de cabezas de alfiler. Examinad la baya, buscad los resortes que la animan; no encontraréis el secreto de esa fuerza, es tan invisible como la de nuestros nervios. El Esparto
(Spártium Júnceum
) tiene no solamente vainas, sino flores de resortes. Quizá os habéis fijado en la admirable planta. Es el más soberbio representante de esa poderosa familia de las Retamas, de vida dura, pobre, robusta, para la cual toda tierra es buena y toda prueba superable. Forma al borde de los caminos y en las montañas del Mediodía, enormes bolas espesas, a veces de tres metros de altura, que de mayo a junio se cubren de una magnífica floración de oro puro, cuyos perfumes mezclados con los de su habitual vecina, la Madreselva, ostenta bajo el furor de un sol calcáreo, delicias que no se pueden definir sino evocando rocíos celestes, fuentes elíseas, frescuras y transparencias de estrellas en grutas azules...
La flor de esa Retama, como la de todas las Leguminosas amariposadas, se parece a la flor de los guisantes de nuestras huertas; y sus pétalos inferiores, adheridos en forma de espolón encierran herméticamente los estambres y el pistilo. Mientras no está madura, la abeja que la explota la encuentra impenetrable. Pero tan pronto como llega para los prometidos esposos cautivos la hora de la pubertad, bajo el peso del insecto que se posa, el espolón cede, la cámara de oro estalla voluptuosamente, proyectando a distancia, con fuerza, sobre el visitante, sobre las flores próximas, una nube de polvo luminoso, que un ancho pétalo dispuesto en forma de alero hace caer, para mayor precaución, sobre el estigma que se trata de impregnar.
Los que quieran estudiar a fondo todos estos problemas, pueden acudir a las obras de Christian Konrad Spréngel, quien, ya en 1793 y en su curioso trabajo:
Das entdeckte Geheimniss der Natur
, fue el primero que analizó las funciones de los diferentes órganos en las Orquídeas; y a los libros de Charles Darwin, del doctor H. Müller de Lippstadt, de Hildebrant, del italiano Delpino, de Hooker, de Robert Brown y de muchos otros.
En las Orquídeas es donde encontraremos las manifestaciones más perfectas y más armónicas de la inteligencia vegetal. En esas flores atormentadas y extrañas, el genio de la planta alcanza sus puntos extremos y viene a penetrar, con una llama insólita, la pared que separa a los reinos. Es preciso que este nombre de Orquídeas no nos extravíe haciéndonos creer que sólo se trata aquí de flores raras y preciosas, de esas reinas de estufa que más bien parecen reclamar los cuidados del platero que los de un jardinero. Nuestra flora indígena y silvestre, que comprende todas nuestras «Malas hierbas», cuenta más de veinticinco especies de Orquídeas, entre las cuales, justamente, se hallan las más ingeniosas y las más complicadas. Son las que Charles Darwin ha estudiado en su libro:
De la fecundación de las Orquídeas por los insectos
, que es la historia maravillosa de los heroicos esfuerzos del alma de la flor. No sería posible resumir aquí, en pocas líneas, esa abundante y mágica biografía. Sin embargo, puesto que nos ocupamos de la inteligencia de las flores, es necesario dar una idea suficiente de los procedimientos y de las costumbres mentales de la que supera a todas en el arte de obligar a la abeja o a la mariposa a hacer exactamente lo que ella desea, en la forma y el tiempo prescritos.
No es fácil hacer comprender, sin figuras, el mecanismo extraordinariamente complejo de la Orquídea; trataré sin embargo de dar una idea suficiente del mismo. Por medio de comparaciones más o menos aproximativas, evitando en lo posible el empleo de términos técnicos, tales como
retináculo, labéllum, rostéllum, polinias
, etc., que no evocan ninguna imagen precisa en las personas poco familiarizadas con la Botánica.
Escojamos una de las Orquídeas más abundantes en nuestras regiones, la Orchis maculata, por ejemplo, o más bien, porque es un poco más grande y por consiguiente de observación más fácil, la
Orchis latifolia, la Orchis de anchas hojas
, vulgarmente llamada
Pentecostés.
Es una planta vivaz que alcanza de treinta a sesenta centímetros de altura. Es bastante común en los bosques y en las praderas húmedas, y lleva un tirso de florecitas rosadas que se abren en mayo y junio.
La flor tipo de nuestras Orquídeas representa con bastante exactitud una boca fantástica y abierta de dragón chino. El labio inferior, muy prolongado y pendiente, en forma de delantal festoneado y desgarrado, sirve de apeadero o descanso al insecto. El labio superior, redondeado, forma una especie de capucha que abriga los órganos esenciales, mientras que en el dorso de la flor, al lado del pedúnculo, baja una especie de espolón o largo cucurucho puntiagudo que encierra el néctar. En la mayor parte de las flores, el estigma u órgano femenino es una pequeña borla más o menos viscosa que, paciente, en el extremo de un tallo frágil, espera la llegada del polen. En la Orquídea, esa instalación clásica ha quedado desconocida. En el fondo de la boca, en el sitio que ocupa la campanilla en la garganta, se encuentran dos estigmas estrechamente adheridos, sobre los cuales se clava un tercer estigma modificado en un órgano extraordinario. Lleva en su parte superior una especie de bolita, o mejor dicho de media pila llamada rostéllum. Esta media taza está llena de un líquido viscoso, en el que se encuentran dos minúsculas bolitas de las que salen dos cortos tallos cargados en su extremidad superior de un paquete de granos de polen cuidadosamente atado.
Veamos ahora lo que sucede cuando el insecto penetra en la flor. Él se posa sobre el labio inferior extendido para recibirlo, y, atraído por el olor del néctar, trata de llegar al cuernito que lo contiene en el fondo. Pero el paso es intencionalmente estrecho; su cabeza, al avanzar, tropieza necesariamente con la media pila. En seguida, ésta, atenta al menor choque, se rasga siguiendo una línea conveniente, y pone al descubierto las dos bolitas untadas del líquido viscoso. Estas últimas, en contacto inmediato con el cráneo del visitante, se pegan sólidamente a él, de modo que, cuando el insecto se separa de la flor, se las lleva, y con ellas los dos tallos que sostienen y en cuyos extremos hay los paquetitos de polen atados. Tenemos, pues, el insecto coronado con dos cuernos rectos. Autor inconsciente de su obra difícil, visita una flor vecina. Si sus cuernos permaneciesen rígidos, iría simplemente a dar con sus paquetes de polen en los paquetes de polen cuya base se empapa del líquido contenido en la media pila vigilante, y del polen que se mezclaría con el polen nada resultaría. Aquí se manifiesta el genio, la experiencia y la previsión de la Orquídea. Esta ha calculado minuciosamente el tiempo que el insecto necesita para chupar el néctar y trasladarse a la flor próxima, y ha notado que, por término medio, empleaba treinta segundos. Hemos visto que los paquetitos de polen van sobre las cortas espigas insertas en las bolitas viscosas; pues bien, en los puntos de inserción se encuentra, debajo de cada espiga, un pequeño disco membranoso cuya única función consiste en contraer y replegar, al cabo de treinta segundos, cada una de estas espigas, de modo que se inclinen describiendo un arco de 90°. Es el resultado de un nuevo cálculo, no de tiempo esta vez, sino de espacio. Los dos cuernos de polen que coronan el mensajero nupcial, guardan ahora una posición horizontal delante de la cabeza, de modo que, cuando aquél penetra en la flor vecina, tropezarán exactamente con los dos estigmas adheridos, sobre los cuales se encuentra la media pila.
No es esto todo, y el genio de la Orquídea no ha llegado al fin de su previsión. El estigma que recibe el choque del paquete de polen se halla untado de una substancia viscosa. Si esta substancia fuese tan enérgicamente adhesiva como la que encierra la pequeña pila, las masas polínicas, una vez rota su espiga, quedarían todas pegadas a ella, con lo cual habría acabado su destino. Pero es preciso que esto no suceda; es preciso no agotar en una sola aventura las probabilidades del polen, sino multiplicarlas todo lo posible. La flor, que cuenta los segundos y mide las líneas, es química por añadidura y destila dos especies de gomas: una sumamente agarradora y que se pone inmediatamente dura al contacto del aire, para pegar los cuernos de polen sobre la cabeza del insecto, y la otra muy diluida, para el trabajo del estigma. Esta última sólo es bastante adherente para desatar o apartar un poco los hilos tenues y elásticos que envuelven los granos de polen. Algunos de estos granos se pegan a ella, pero la masa polínica no es destruida; y cuando el insecto visita otras flores, continuará casi indefinidamente su obra fecundante.