La inteligencia de las flores

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Authors: Maurice Maeterlinck

BOOK: La inteligencia de las flores
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Al comparar las invenciones humanas con la infinita inteligencia de las flores, Maurice Maeterlinck (1862-1949) propone ideas sorprendentes, tales como afirmar que con seguridad se podría decir que las flores tienen ideas del mismo modo que los seres humanos. En esta obra Maeterlinck explora el misterio de las plantas y ahonda en la reflexión filosófica que trata de explicar el mundo natural. El asombro que le produce el aparentemente silencioso reproducirse de las plantas y de las flores, lo lleva a interesantes reflexiones sobre la vida de la naturaleza y sobre el arte. Evoca aquella con una profunda poesía, y la exhaustiva observación de la vida de las flores se ve desbordada por reflexiones en torno del universo, el infinito, la eternidad, los destinos humanos, los afectos que se agitan en el hombre, lo racional y lo irracional.

Maurice Maeterlinck

La inteligencia de las flores

ePUB v1.0

chungalitos
23.10.11

Título original:
L'intelligence des fleurs

Traducción de Juan B. Enseñat

Editorial Tor, Buenos Aires

LA INTELIGENCIA DE LAS FLORES
I

Quiero simplemente recordar aquí algunos hechos conocidos de todos los botánicos. No he hecho ningún descubrimiento, y mi modesta aportación se reduce a algunas observaciones elementales. No tengo, inútil es decirlo, la intención de pasar revista a todas las pruebas de inteligencia que nos dan las plantas. Esas pruebas son innumerables, continuas, sobre todo entre las flores en que se concentra el esfuerzo de la vida vegetal hacia la luz y hacia el espíritu.

Si se encuentran plantas y flores torpes o desgraciadas, no las hay que se hallen enteramente desprovistas de sabiduría y de ingeniosidad. Todas se aplican al cumplimiento de su obra; todas tienen la magnífica ambición de invadir y conquistar la superficie del globo multiplicando en él hasta el infinito la forma de existencia que representan. Para llegar a ese fin, tienen que vencer, a causa de la ley que las encadena al suelo, dificultades mucho mayores que las que se oponen a la multiplicación de los animales. Así es que la mayor parte de ellas recurren a astucias y combinaciones, a asechanzas, que, en punto a balística, aviación y observación de los insectos, por ejemplo, precedieron con frecuencia a las invenciones y a los conocimientos del hombre.

II

Sería superfluo trazar el cuadro de los grandes sistemas de la fecundación floral: el juego de los estambres y del pistilo, la seducción de los perfumes, la atracción de los colores harmoniosos y brillantes, la elaboración del néctar, absolutamente inútil para la flor y que ésta no fabrica sino para atraer y retener al libertador extraño, al mensajero de amor, abejorro, abeja, mosca, mariposa o falena que debe traerle el beso del amante lejano; invisible, inmóvil...

Ese mundo vegetal que vemos tan tranquilo, tan resignado, en que todo parece aceptación, silencio, obediencia, recogimiento, es por el contrario aquel en que la rebelión contra el destino es la más vehemente y la más obstinada. El órgano esencial, el órgano nutricio de la planta, su raíz, la sujeta indisolublemente al suelo. Si es difícil descubrir, entre las grandes leyes que nos agobian, la que más pesa sobre nuestros hombros, respecto a la planta, no hay duda; es la que condena a la inmovilidad desde que nace hasta que muere. Así es que sabe mejor que nosotros, que dispersamos nuestros esfuerzos, contra qué rebelarse ante todo. Y la energía de su idea fija que sube de las tinieblas de sus raíces para organizarse y manifestarse en la luz de su flor es un espectáculo incomparable. Tiende toda entera a un mismo fin: escapar por arriba a la fatalidad de abajo; eludir, quebrantar la pesada y sombría ley, libertarse, romper la estrecha esfera, inventar o invocar alas, evadirse lo más lejos posible, vencer el espacio en que el destino la encierra, acercarse a otro reino, penetrar en un mundo moviente y animado. ¿No es tan sorprendente que lo consiga, como si nosotros lográsemos vivir fuera del tiempo que otro destino nos señala, o introducirnos en un universo eximido de las leyes más pesadas de la materia? Veremos que la flor da al hombre un prodigioso ejemplo de insumisión, de valor, de perseverancia y de ingeniosidad. Si hubiésemos desplegado en levantar diversas necesidades que nos abruman, por ejemplo las del dolor, de la vejez y de la muerte, la mitad de la energía que ha desplegado tal o cual pequeña flor de nuestros jardines, es de creer que nuestra suerte sería muy diferente de lo que es.

III

Esa necesidad de movimiento, ese apetito de espacio, en la mayor parte de las plantas, se manifiesta a la vez en la flor y en el fruto; o, en todo caso, no revela en él más que una experiencia, una previsión menos compleja. Al revés de lo que sucede en el reino animal, y a causa de la terrible ley de inmovilidad absoluta, el primero y peor enemigo de la semilla es el tronco paterno. Nos encontramos en un mundo extraño, en que los padres, incapaces de cambiar de sitio, saben que están condenados a matar de hambre o a ahogar a sus vástagos. Toda semilla que cae al pie del árbol o de la planta es perdida o germinará en la miseria. De ahí el inmenso esfuerzo para sacudir el yugo y conquistar el espacio. De ahí los maravillosos sistemas de diseminación, de propulsión, de aviación, que en todas partes encontramos en el bosque y en el llano, entre ellos, por no citar de paso más que algunos de los más curiosos: la hélice aérea o sámara del Arce, la bráctea del Tilo, la máquina de cernerse del Cardo, del Amargón y del Salsifí; los resortes explosivos del Euforbio; la extraordinaria pera surtidora de la Momórdica; y mil otros mecanismos inesperados y asombrosos, pues puede decirse que no hay semilla que no haya inventado algún procedimiento particular para evadirse de la sombra materna.

El que no haya practicado un poco la Botánica no puede creer el gasto de imaginación y de ingenio que se hace en esa verdura que regocija nuestros ojos. Mirad, por ejemplo, la bonita olla de semilla de la Anagálide roja, las cinco válvulas de la Balsamina, las cinco cápsulas con disparador del Geranio, etc. No dejéis de examinar, si tenéis ocasión de hacerlo, la vulgar cabeza de Adormidera que se encuentra en todas las herboristerías. Hay en esa buena cabeza una prudencia y una previsión dignas de los mayores elogios. Se sabe que encierra millares de semillas negras sumamente pequeñas. Trátase de diseminar esa semilla lo más hábilmente y lo más lejos posible. Si la cápsula que la contiene se agrietase, cayese o se abriese por debajo, el precioso polvo negro no formaría más que un montón inútil al pie del tallo. Pero no puede salir sino por aberturas practicadas encima de la cáscara. Esta, una vez madura, se inclina sobre su pedúnculo, «inciensa» al menor soplo de aire y siembra, literalmente, con el gesto mismo del sembrador, la semilla en el espacio.

¿Hablaré de las semillas que prevén su diseminación por los pájaros y que, para tentarlos, se acurrucan, como el Muérdago, el Enebro, el Serbal, etc., en el fondo de un envoltorio azucarado? Hay ahí tal razonamiento, tal inteligencia de las causas finales, que no se atreve uno a insistir por temor de renovar los Cándidos errores de Bernardino de Saint-Pierre. Sin embargo, los hechos no se explican de otra manera. El envoltorio azucarado es tan inútil para la semilla como el néctar, que atrae a las abejas, lo es para la flor. El pájaro se come el fruto porque es dulce y se traga al mismo tiempo la semilla
que es indigestible.
El pájaro vuela y devuelve poco después, tal como la recibió, la semilla desembarazada de su vaina y dispuesta a germinar lejos de los peligros del lugar natal.

IV

Pero volvamos a combinaciones más sencillas. Coged, al borde del camino, una brizna de cualquier mata de hierba, y sorprenderéis en su trabajo a una pequeña inteligencia independiente, incansable, imprevista. He aquí dos pobres plantas trepadoras que habéis encontrado mil veces en vuestros paseos, porque se las encuentra en todas partes y hasta en los rincones más ingratos en que se ha extraviado una mota de humus. Son dos variedades de Alfalfas (
Medicago
) silvestres, dos malas hierbas en el sentido más modesto de la palabra. La una tiene una flor rojiza, la otra una borlita amarilla del grueso de un guisante. Al verlas escurrirse con disimulo por entre el césped y las orgullosas gramíneas, nadie sospecharía que, mucho antes que el ilustre geómetra y físico de Siracusa, descubrieron y trataron de aplicar, no a la elevación de los líquidos, sino a la aviación, las asombrosas propiedades del tornillo de Arquímedes. Alojan, pues, sus semillas en ligeras espirales, de tres o cuatro revoluciones, admirablemente construidas, contando con hacer de ese modo más lenta su caída y, por consiguiente, prolongar con la ayuda del viento su viaje aéreo. Una de ellas, la amarilla, hasta ha perfeccionado el aparato de la roja guarneciendo los bordes de la espiral de una doble hilera de puntas, con la intención evidente de engancharla al paso ya a la ropa de los transeúntes, ya a la lana de los animales. Claro es que espera unir las ventajas de la eriofilia, es decir, de la diseminación de las semillas por medio de los carneros, cabras, conejos, etc., a las de la anemofolia o diseminación por medio del viento.

Lo más sensible, en todo ese gran esfuerzo, es que es inútil. Las pobres Alfalfas rojas y amarillas se equivocaron. Sus notables tornillos no les sirven para nada. No podrían funcionar sino cayendo de cierta altura, de la cima de un árbol o de una alta gramínea; pero construidas al nivel de una hierba, apenas han dado un cuarto de vuelta cuando ya tocan el suelo. Tenemos aquí un curioso ejemplo de los errores, de los tanteos, de las experiencias y de los pequeños desengaños, bastantes frecuentes, de la naturaleza: porque es preciso no haberla estudiado mucho para afirmar que la naturaleza no se equivoca nunca.

Observemos, de paso, que otras variedades de Alfalfas, sin hablar del Trébol, otra leguminosa amariposada que casi se confunde con aquella de que nos ocupamos aquí, no han adoptado esos aparatos de aviación, se atienen al método primitivo de la vaina. En una de ellas, la
Medicago aurantiaca,
se observa claramente la transición de la vaina torcida a la hélice. Otra variedad, la
Medicago scutellata
, redondea esa hélice en forma de bola, etc. Parece pues que asistimos al apasionante espectáculo de una familia que aún no ha fijado su destino y busca la mejor manera de asegurar el porvenir. Debió ser en el curso de esa indagación cuando la Alfalfa amarilla, desengañada de la espiral, le añadió las puntas, diciendo, no sin razón, que, puesto que su follaje atrae a las ovejas, es inevitable y justo que éstas asuman el cuidado de su descendencia. ¿Y no es merced a ese nuevo esfuerzo y a esa buena idea como la Alfalfa de flores amarillas se halla infinitamente más diseminada que su robusta prima de flores rojas?

V

No es solamente en la semilla o en la flor, sino en la planta entera, tallo, hojas y raíces, donde se descubre, si quiere uno inclinarse un instante sobre su humilde trabajo, numerosas huellas de una inteligencia perspicaz. Recordad los magníficos esfuerzos hacia la luz de las ramas contrariadas, o la ingeniosa y valiente lucha de los árboles en peligro. Yo no olvidaré nunca el admirable ejemplo de heroísmo que me daba el otro día, en Provenza, en las agrestes y deliciosas gargantas del Lobo, embalsamadas de violetas, un enorme Laurel centenario. Se leía fácilmente en su tronco atormentado y por decirlo así convulsivo, todo el drama de su vida tenaz y difícil. Un pájaro o el viento, dueños de los destinos, habían llevado la semilla al flanco de una roca que caía perpendicularmente como una cortina de hierro; y el árbol había nacido allí, a doscientos metros sobre el torrente, inaccesible y solitario, entre las piedras ardientes y estériles. Desde las primeras horas, había enviado las ciegas raíces a la larga y penosa busca del agua precaria y del humus. Pero eso no era más que el cuidado hereditario de una especie que conoce la aridez del Mediodía. El joven tronco tenía que resolver un problema mucho más grave y más inesperado: partía de un plano vertical, de modo que su cima, en vez de subir hacia el cielo, se inclinaba sobre el abismo. Había sido pues necesario, a pesar del creciente peso de las ramas, corregir el primer impulso, acodillar, tenazmente, ras con ras de la roca, el tronco desconcertado, y mantener así —como un nadador que echa atrás la cabeza—, con una voluntad, una tensión y una contracción incesantes, derecha y erguida en el aire, la pesada y frondosa corona de hojas.

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