La inteligencia de las flores (2 page)

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Authors: Maurice Maeterlinck

BOOK: La inteligencia de las flores
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Desde entonces, en torno de ese nudo vital, se habían concentrado todas las preocupaciones, toda la energía consciente y libre de la planta. El codo monstruoso hipertrofiado, revelaba una por una las inquietudes sucesivas de una especie de pensamiento que sabía aprovecharse de los avisos que le daban las lluvias y las tempestades. De año en año, se hacía más pesada la copa de follaje, sin más cuidado que el de desarrollarse en la luz y el calor, mientras que un cancro obscuro roía profundamente el brazo trágico que la sostenía en el espacio. Entonces, obedeciendo a no se qué orden del instinto, dos sólidas raíces, dos cables cabelludos, salidos del tronco a más de dos pies por encima del codo, habían amarrado éste a la pared de granito. ¿Habían sido realmente evocados por el apuro, o esperaban, quizá previsores, desde los primeros días la hora crítica del peligro para redoblar su auxilio? ¿No era más que una feliz casualidad? ¿Qué ojo humano asistirá jamás a esos dramas mudos y demasiado largos para nuestra pequeña vida?
[1]

Entre los vegetales que dan las pruebas más sorprendentes de iniciativa, las plantas que pudiéramos llamar animadas o sensibles tendrían derecho a un estudio detallado. Me contentaré con recordar los espantos de la Sensitiva, la Mimosa púdica que todos conocemos. Otras hierbas de movimientos espontáneos son más ignoradas; principalmente las Hedisáreas, entre las cuales la
Herysarum gyrans
o Esparcilla oscilante, se agita de una manera sorprendente. Esta pequeña leguminosa, oriunda de Bengala, pero con frecuencia cultivada en nuestros invernáculos, ejecuta una especie de danza perpetua y complicada en honor de la luz. Sus hojas se dividen en tres folíolos: uno ancho y terminal y dos estrechos y plantados en el nacimiento del primero. Cada uno de estos folíolos está animado de un movimiento propio y diferente. Viven en una agitación rítmica, casi cronométrica e incesante. Son tan sensibles a la claridad que su danza se hace más lenta o se acelera según que las nubes velan o descubren el pedazo de cielo que ellos contemplan. Son, como se ve, verdaderos fotómetros; y mucho antes de la invención de Crook, osteoscopios naturales.

VII

Pero esas plantas, a las cuales habría que añadir la Hierba de la gota, las Dioneas y muchas otras, son ya seres nerviosos que pasan un poco la cresta misteriosa y probablemente imaginaria que separa el reino vegetal del animal. No es necesario remontarse tanto, y se encuentra tanta inteligencia y casi tanta espontaneidad visible en el otro extremo del mundo que nos ocupa, en las profundidades en que la planta se distingue apenas del limo o de la piedra: me refiero a la fabulosa tribu de las Criptógamas, que no se pueden estudiar sin ayuda del microscopio. Por esto haremos caso omiso de ella, aunque el juego de las esporas del Hongo, del Helecho y sobre todo de la Aspemela o Cola de caballo sea de una delicadeza, de una ingeniosidad incomparables. Pero entre las plantas acuáticas, que habitan en limos y fangos originales, se operan menos secretas maravillas. Como la fecundación de sus flores no puede hacerse debajo del agua, cada una de ellas ha imaginado un sistema diferente para que el polen pueda diseminarse en seco. Así es que las Zosteras, es decir, el vulgar Varece con que se hacen colchones, encierran cuidadosamente su flor en una verdadera campana de buzo; los Nenúfares envían la suya a que se abra en la superficie del estanque, donde la mantienen y nutren sobre un interminable pedúnculo que se alarga tan pronto como se eleva el nivel del agua. El falso
Nenúfar (Villarsia nymphoides
), como no tiene pedúnculo alargable, suelta simplemente las suyas, que suben y estallan como burbujas. El Tríbulo acuático o Castaña de agua (
Trapa natans
), los provee de una especie de vejiga llena de aire; suben, se abren y, verificada la fecundación, el aire de la vejiga es reemplazado por un líquido mucilaginoso más pesado que el agua, y todo el aparato vuelve a bajar al limo donde madurarán los frutos.

El sistema de la Utricularia es aún más complicado. He aquí como lo describe M. H. Bocquillon en
La Vida de las Plantas
: «Esas plantas, comunes en los estanques, fosos, pantanos y charcas de fondo cenagoso, no son visibles en invierno, pues descansan sobre el lodo. Su tallo prolongado, endeble, rastrero, se halla provisto de hojas reducidas a filamentos ramificados. En la axila de las hojas así transformadas se nota una especie de bolsita piriforme cuyo extremo superior y agudo se halla provisto de una abertura. Esta abertura lleva una válvula que no puede abrirse sino de fuera a dentro; los bordes se hallan guarnecidos de pelos ramificados; el interior de la bolsita está tapizado de otros pelitos secretores que le dan el aspecto del terciopelo. Cuando ha llegado el momento de la floración, los utrículos axilares se llenan de aire; cuanto más tienda ese aire a escaparse, mejor cierra la válvula. En definitiva, da a la planta una gran ligereza específica y la hace subir a la superficie del agua. Sólo entonces es cuando se abren esas encantadoras florecitas amarillas que simulan caprichosos hociquitos de labios más o menos hinchados y cuyo paladar aparece estriado de líneas anaranjadas o ferruginosas. Durante los meses de junio, julio y agosto, muestran sus frescos colores en medio de restos vegetales, elevándose graciosamente sobre el agua fangosa. Pero la fecundación se ha efectuado, el fruto se desarrolla y los papeles cambian; el agua ambiente pesa sobre la válvula de los utrículos, la abre, se precipita en la cavidad, aumenta el peso de la planta y la obliga a bajar nuevamente al cieno».

¿No es curioso ver reunidas en ese pequeño aparato inmemorial algunas de las más fecundas y recientes invenciones humanas: el juego de las válvulas o de los sopapos, la presión de los líquidos y el aire, el principio de Arquímedes estudiado y utilizado? Como lo hace observar el autor que acabamos de citar «el ingeniero que por primera vez amarró al buque sumergido un aparato de flotación, no sospechaba que un procedimiento análogo estaba en uso desde hacía millares de años». En un mundo que creemos inconsciente y desprovisto de inteligencia, nos imaginamos desde luego que la menor de nuestras ideas crea combinaciones y relaciones nuevas. Examinando las cosas desde más cerca, parece infinitamente probable que nos es imposible crear nada. Venidos los últimos sobre la tierra, encontramos simplemente lo que siempre ha existido y repetimos como niños maravillados la ruta que la vida había hecho antes de nosotros. Y es muy natural y reconfortante que así sea. Pero volveremos sobre este punto.

No podemos dejar las plantas acuáticas sin recordar brevemente la vida de la más romántica de ellas: la legendaria Vallisneria, una Hidrocarídea cuyas bodas forman el episodio más trágico de la historia amorosa de las flores.

La Vallisneria es una hierba bastante insignificante que no tiene nada de la gracia extraña del Nenúfar o de ciertas cabelleras submarinas. Pero diríase que la naturaleza se ha complacido en poner en ella una hermosa idea. Toda la existencia de la pequeña planta transcurre en el fondo del agua, en una especie de semisueño, hasta la hora nupcial en que aspira a una vida nueva. Entonces la flor hembra desarrolla lentamente la larga espiral de su pedúnculo, sube, emerge, domina y se abre en la superficie del estanque. De un tronco vecino, las flores masculinas que la vislumbran a través del agua iluminada por el sol, se elevan a su vez, llenas de esperanza, hacia la que se balancea, las espera y las llama en un mundo mágico. Pera a medio camino se sienten bruscamente retenidas; su tallo, manantial de su vida, es demasiado corto; no alcanzarán jamás la mansión de luz, la única en que pueda realizarse la unión de los estambres y del pistilo.

¿Hay en la naturaleza una inadvertencia o prueba más cruel? ¡Imaginaos el drama de ese deseo, lo inaccesible que se toca, la fatalidad transparente, lo imposible sin obstáculo visible!...

Sería insoluble como nuestro propio drama en esta tierra; pero interviene un elemento inesperado. ¿Tenían los machos el presentimiento de su decepción? Lo cierto es que han encerrado en su corazón una burbuja de aire, como se encierra en el alma un pensamiento de liberación desesperada. Diríase que vacilan un instante; luego, con un esfuerzo magnífico —el más sobrenatural que yo sepa en los fastos de los insectos y de las flores—, para elevarse hasta la felicidad, rompen deliberadamente el lazo que los une a la existencia. Se arrancan de su pedúnculo, y con un incomparable impulso, entre perlas de alegría sus pétalos van a romper la superficie del agua. Heridos de muerte, pero radiantes y libres, flotan un momento al lado de sus indolentes prometidas; se verifica la unión, después de lo cual los sacrificados van a perecer a merced de la corriente, mientras que la esposa, ya madre, cierra su corola en que vive su último soplo, arrolla su espiral y vuelve a bajar a las profundidades para madurar en ellas el fruto del beso heroico.

¿Hemos de empañar este hermoso cuadro, rigurosamente exacto pero visto por el lado de la luz, mirándolo igualmente por el lado de la sombra? ¿Por qué no? A veces hay por el lado de la sombra verdades tan interesantes como por el lado de la luz. Esa deliciosa tragedia no es perfecta sino cuando se considera la inteligencia y las aspiraciones de la especie. Pero si se observa a los individuos, se los verá a menudo agitarse torpemente y en contrasentido en ese plan ideal. Ora las flores masculinas subirán a la superficie cuando todavía no hay flores pistiladas en la vecindad. Ora cuando el agua baja les permitiría unirse cómodamente a sus compañeras, no por eso dejarán de romper maquinal e inútilmente su tallo. Observamos aquí, una vez más, que todo el genio reside en la especie, la vida o la naturaleza; y que el individuo es más o menos estúpido. Sólo en el hombre hay emulación real entre las dos inteligencias, tendencia cada vez más precisa, cada vez más activa a una especie de equilibrio que es el gran secreto de nuestro porvenir.

IX

Las plantas parásitas nos ofrecerían igualmente singulares y maliciosos espectáculos, como esa asombrosa Gran Cuscuta vulgarmente llamada Tiña o Barba de capuchino. No tiene hojas, y apenas su tallo ha alcanzado unos cuantos centímetros de longitud cuando abandona voluntariamente sus raíces, para enroscarse en torno de la víctima que ha elegido y en la cual hunde sus chupadores. Desde entonces, vive exclusivamente a expensas de su presa. Es imposible engañar su perspicacia, rehusará todo sostén que no le agrade, e irá a buscar bastante lejos, si es preciso, el tallo de Cáñamo, de Lúpulo, de Alfalfa o de Lino que conviene a su temperamento y a sus gustos.

Esa gran Cuscuta llama naturalmente nuestra atención sobre las plantas trepadoras, que tienen costumbres muy notables y de las cuales habría que decir algo. Todo el que ha vivido un poco en el campo ha tenido a menudo la ocasión de admirar el instinto, la especie de visión que dirige los zarcillos de la Viña loca o de la Volúbilis hacia el mango de un rastrillo o de una azada arrimado a una pared. Cambia de sitio el rastrillo, y al día siguiente el zarcillo se habrá vuelto completamente y lo habrá encontrado de nuevo. Schopenhauer, en su tratado:
Über den Willen in der Natur
, en el capítulo consagrado a la fisiología de las plantas, resume sobre ese punto y sobre otros varios una multitud de observaciones y de experiencias que sería demasiado largo referir aquí. Remito pues el lector a dicha obra, donde encontrará la indicación de numerosas fuentes y referencias. ¿Tengo necesidad de añadir que de cincuenta o sesenta años a esta parte, esas fuentes se han multiplicado de una manera asombrosa y que, por lo demás, la materia es casi inagotable?

Entre tantas invenciones, astucias y precauciones diversas, citemos además, a título de ejemplos, la prudencia de la Hioserides radiante (
Hyóseris radíala),
pequeña planta de flores amarillas, bastante parecida al Amargón, y que se encuentra a menudo en los viejos muros de la Eiviera. A fin de asegurar a la vez la diseminación y la estabilidad de su raza, lleva al mismo tiempo dos especies de semillas: unas se desprenden fácilmente y se hallan provistas de alas para lanzarse al viento, mientras que las otras, que carecen de ellas, permanecen prisioneras en la inflorescencia y no se ven libres hasta que ésta se descompone.

El caso de la Lampurda espinosa
(Xanthium spinósum)
demuestra hasta qué punto están bien concebidos y surten efecto ciertos sistemas de diseminación. Esa Lampurda es una mala hierba erizada de puntas bárbaras. No hace mucho tiempo era desconocida en Europa occidental, y naturalmente, a nadie se le había ocurrido aclimatarla. Debe sus conquistas a los garfios que adornan las cápsulas de sus frutos y que se enganchan a la lana de los animales. Originaria de Rusia, nos ha llegado en los fardos de lana importados del fondo de las estepas de la Moscovia, y se podrían seguir sobre el mapa las etapas de esa gran emigrante que se anexionó un nuevo mundo.

La Silena de Italia
(Silería Itálica
), florecita blanca y cándida que se encuentra debajo de los olivos, ha hecho trabajar su pensamiento en otra dirección. En apariencia muy tímida, muy susceptible, para evitar la visita de insectos incómodos y faltos de delicadeza, guarnece sus tallos de pelos glandulosos por los cuales rezuma un licor viscoso y en que se pegan tan bien los parásitos, que los campesinos del Mediodía utilizan la planta como papamoscas en sus casas. Ciertas especies de Silenas han simplificado el sistema. Como a quien más temen es a la hormiga, les ha parecido que bastaba para cortarles el paso, disponer debajo del nudo de cada tallo un ancho anillo viscoso. Es exactamente lo que hacen los hortelanos cuando trazan en torno del tronco, a fin de detener la ascensión de las orugas, un anillo de brea.

Esto nos conducirá a estudiar los medios de defensa de las plantas. M. Henri Coupin, en un excelente libro de vulgarización
Las plantas originales,
al que remito el lector que desee más amplios detalles, examina algunas de esas armas curiosas. Hay, desde luego, la apasionante cuestión de las espinas, sobre las cuales un alumno de la Sorbona, M. Lothelier, ha hecho curiosísimas experiencias, que prueban que la sombra y la humedad tienden a suprimir las partes punzantes de los vegetales. En cambio, cuanto más árido y quemado por el sol es el lugar en que crece la planta, más se eriza ésta de dardos, como si comprendiese que, casi sola sobreviviente entre las rocas desiertas o sobre la arena calcinada, es necesario que redoble enérgicamente su defensa contra un enemigo que no puede escoger su presa. Además, es de notar que, cultivadas por el hombre, la mayor parte de las plantas espinosas abandonan poco a poco sus armas, dejando el cuidado de su salud al protector sobrenatural que las adopta en su cercado
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