La inteligencia de las flores (3 page)

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Authors: Maurice Maeterlinck

BOOK: La inteligencia de las flores
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Ciertas plantas, entre ellas las Borragíneas, reemplazan las espinas por palos muy duros. Otras, como la Ortiga, añaden el veneno. Otras, el Geranio, la Menta, la Ruda, etcétera, para apartar a los animales, se impregnan de olores fuertes. Pero las más extrañas son las que se defienden mecánicamente. No citaré más que la Aspemela, que se rodea de una verdadera armadura de granos de Sílex microscópicos. Casi todas las Gramíneas, a fin de poner obstáculo a la glotonería de las babosas y de los caracoles, introducen cal en sus tejidos.

X

Antes de emprender el estudio de los complicados aparatos que necesita la fecundación cruzada entre las mil ceremonias nupciales en uso en nuestros jardines, mencionemos las ideas ingeniosas de algunas flores muy sencillas en que los esposos nacen, se aman y mueren en la misma corola. El tipo del sistema es bastante conocido: los estambres u órganos masculinos, generalmente débiles y numerosos, están colocados en torno del pistilo
[3]
, robusto y paciente.
«Mariti et uxores uno eodenque thalamo gaudent»,
dice deliciosamente el gran Linneo. Pero la disposición, la forma y las costumbres de esos órganos varían de flor en flor, como si la naturaleza tuviese un pensamiento que aun no puede fijarse o una imaginación que se precia de no repetirse nunca. Con frecuencia el polen, cuando es maduro, cae naturalmente de los estambres sobre el pistilo; pero a menudo también, pistilo y estambres tienen la misma altura, o estos se hallan demasiado apartados o el pistilo es dos veces más alto que ellos. Entonces tienen que hacer esfuerzos infinitos para unirse. Ora, como en la Ortiga, los estambres, en el fondo de la corola, permanecen acurrucados sobre su tallo, y en el momento de la fecundación, ésta se dispara como un resorte, y la antera o saco de polen que ocupa su extremo lanza una nube de polvo sobre el estigma. Ora, como en el Agracejo, para que el himeneo no pueda realizarse sino durante las bellas horas de un hermoso día, los estambres, distantes del pistilo, son mantenidos contra las paredes de la flor por el peso de dos glándulas húmedas; el sol aparece, evapora el líquido; y los estambres, desprovistos del lastre, se precipitan sobre el estigma. En otras plantas sucede otra cosa: en las Primaveras, por ejemplo, las hembras son unas veces más largas y otras veces más cortas que los machos. En el Lirio, el Tulipán, etc., la esposa, demasiado alta, hace lo que puede para recoger y fijar el polen. Pero el sistema más original y más caprichoso es el de la Ruda
«Ruta graveólens»,
una hierba medicinal bastante maloliente, de la banda mal llamada de las emenagogas. Los estambres, tranquilos y dóciles en la corola amarilla, esperan, puestos en círculo en torno del grueso pistilo. A la hora conyugal, obedecen a la orden de la hembra que hace, al parecer, una especie de llamamiento nominal; uno de los machos se acerca y toca el estigma; luego vienen el tercero, el quinto, el séptimo, el noveno, hasta que ha pasado toda la fila impar. Después, en la fila par, viene el turno del segundo, del cuarto, del sexto, etc. El amor a la voz de mando. Esa flor que sabe contar me parecía tan extraordinaria que en un principio no di crédito a lo que decían de ella los botánicos y quise comprobar más de una vez su sentimiento de los números antes de atreverme a confirmarlo. Noté que raramente se equivoca.

Sería abusivo el multiplicar estos ejemplos. Un simple paseo por los campos o los bosques permitirá hacer sobre este punto mil observaciones tan curiosas como las que los botánicos refieren. Pero antes de terminar este capítulo, deseo señalar una última flor, no porque dé pruebas de una imaginación muy extraordinaria, sino por la gracia deliciosa y fácilmente comprensible de su gesto de amor. Es la Nigela de Damasco (
Nigella damascena
), cuyos nombres vulgares son graciosos: Arañuela, en castellano, y en francés:
Cheveux de Venus
(cabellos de Venus),
Diable dans le buisson
(Diablo en el matorral),
Belle aux cheveux déroués
(Bella de los cabellos sueltos), etc., esfuerzos felices y conmovedores de la poesía popular para describir una pequeña planta que le place. Se la encuentra en estado silvestre en el Mediodía, al borde de los caminos y debajo de los olivos, y en el Norte se cultiva con bastante frecuencia en los jardines algo pasados de moda. La flor es de un azul pálido, sencilla como una florecilla de primitivo, y los «Cabellos de Venus, los cabellos sueltos» son las hojas enmarañadas, tenues y ligeras que rodean la corola de un «matorral» de verdura vaporosa. En el nacimiento de la flor, los cinco pistilos, sumamente largos, se hallan estrechamente agrupados en el centro de la corona azul, como cinco reinas vestidas de verde, altivas inaccesibles. En torno de ellas se agolpa sin esperanza la innumerable multitud de sus amantes, los estambres, que no les llegan a las rodillas. Entonces, en el seno de ese palacio de turquesas y de zafiros, en la dicha de los días estivales, empieza el terrible drama, sin palabras y sin desenlace, de la espera impotente, inútil e inmóvil. Pero las horas transcurren, que son los años de la flor. El brillo de ésta se empaña, los pétalos empiezan a desprenderse, y el orgullo de las grandes reinas, bajo el peso de la vida, parece replegarse. En un momento dado, como si obedecieran a la consigna secreta e irresistible del amor, que considera la prueba suficiente, con un movimiento concertado y simétrico, comparable a las armoniosas parábolas de un quíntuplo surtidor de agua que vuelve a caer en la taza, todas se inclinan a la vez y recogen graciosamente de labios de sus humildes amantes el polvo de oro del beso nupcial.

XI

Lo imprevisto, como se ve, abunda aquí. Se podría escribir, pues, un libro voluminoso sobre la inteligencia de las plantas, como Romanes hizo uno sobre la inteligencia de los animales. Pero este bosquejo no tiene, en manera alguna, la pretensión de ser un manual de ese género; quiero simplemente llamar en él la atención sobre algunos acontecimientos interesantes que pasan a nuestro lado, en este mundo en que nos creemos, demasiado vanidosamente, privilegiados. Esos acontecimientos no son escogidos, sino tomados, a título de ejemplos, al azar, de las observaciones y de las circunstancias. Por lo demás, pienso tratar en estas breves notas ante todo de la flor, puesto que en ella se manifiestan las mayores maravillas. Prescindo por ahora de las flores carnívoras, Droseras, Nepentas, Sarraceniadas, etc., que tocan al reino animal y requerirían un estudio especial y desarrollado, para no dedicarme más que a la flor verdaderamente flor, a la flor propiamente dicha, que el vulgo cree insensible e inanimada.

A fin de separar los hechos de las teorías, hablemos de ella como si hubiese previsto y concebido de igual manera que los hombres lo que ha realizado. Veremos más adelante lo que hay que dejarle y lo que conviene que le quitemos. En este momento la tenemos sola en escena, como una princesa magnífica dotada de razón y de voluntad. Es innegable que parece provista de una y otra; y para despojarla de ellas hay que recurrir a hipótesis muy obscuras. Ahí está, pues, inmóvil sobre su tallo, abrigando en un tabernáculo resplandeciente los órganos reproductores de la planta. Parece que no tiene más que dejar que se cumpla en el fondo de ese tabernáculo de amor, la unión misteriosa de los estambres con el pistilo, y muchas flores consienten en ello. Pero ante otras muchas surge lleno de terribles amenazas, el problema, normalmente insoluble, de la fecundación cruzada. ¿En virtud de qué experiencias innumerables e inmemoriales han reconocido que la auto-fecundación del estigma por el polen caído en las anteras que lo rodean en la misma corola ocasiona rápidamente la degeneración de la especie? Se nos dice que no han reconocido nada, ni se han aprovechado de ninguna experiencia. La fuerza de las cosas eliminó simplemente y poco a poco las semillas y las plantas debilitadas por la autofecundación. Pronto no subsistieron más que aquellas a quienes una anomalía cualquiera, por ejemplo la longitud exagerada del pistilo inaccesible a las anteras, impedían que se fecundasen a sí mismas. No sobreviviendo más que esas excepciones, a través de mil peripecias, la herencia fijó finalmente la obra del azar, y el tipo normal desapareció.

XII

Más adelante veremos la luz que arrojan estas explicaciones. Por el momento, salgamos esta vez al jardín o al campo a fin de estudiar de más cerca dos o tres invenciones curiosas del genio de la flor. Y ya, sin alejarnos de la casa, he aquí, frecuentada por las abejas, una mata fragante habitada por un mecánico muy hábil. No hay nadie, por poco rústico que sea, que no conozca la buena Salvia. Es una
Labiada
sin pretensiones, lleva una flor muy modesta que se abre enérgicamente como una boca hambrienta, a fin de coger al paso los rayos del Sol. Se encuentra un gran número de variedades las cuales, detalle curioso, no han adoptado o llevado todas a la misma perfección el sistema de fecundación que vamos a examinar.

Pero no me ocupo aquí sino de la Salvia más común, la que recubre en este momento, como para celebrar el paso de la primavera, de colgaduras violadas todos los muros de mis terrazas de olivos. Os aseguro que los balcones de los grandes palacios de mármol que esperan a los reyes, nunca tuvieron adorno más lujoso ni más feliz ni más fragante. Hasta parecen percibirse los perfumes de las claridades del sol cuando es más caliente que nunca, cuando promete el día...

Para venir a los detalles, el estigma u órgano femenino está encerrado en el labio superior que forma una especie de capucha en que se encuentran igualmente los dos estambres u órganos masculinos. A fin de impedir que fecunden el estigma que comparte el mismo pabellón nupcial, este estigma es dos veces más largo que ellos, de modo que no tienen ninguna esperanza de alcanzarlo. Por lo demás, a fin de evitar todo accidente, la flor se ha hecho
protenandra
, es decir, que los estambres maduran antes que el pistilo, así es que cuando la hembra es apta para concebir, los machos ya han desaparecido. Es preciso, pues, que una fuerza exterior intervenga para realizar la unión transportando un polen ajeno sobre el estigma abandonado. Cierto número de flores, como las
anemófilas,
confían este cuidado al viento. Pero la Salvia, y es el caso más general, es
entomófila
, es decir, que le gustan los insectos y no cuenta sino con la colaboración de éstos. Por lo demás, no ignora —pues sabe muchas cosas— que vive en un mundo en que conviene no esperar ninguna simpatía, ninguna ayuda caritativa. No perderá pues su trabajo haciendo inútiles llamamientos a la complacencia de la abeja. La abeja, como todo lo que lucha contra la muerte en este mundo, no existe más que para sí y para su especie, y no cuida de prestar servicio alguno a las flores que la alimentan. ¿Cómo obligarla a cumplir contra su voluntad, o al menos inconscientemente, su oficio matrimonial? He aquí el maravilloso lazo de amor imaginado por la Salvia: el fondo de su tienda de seda violada destila algunas gotas de néctar: es el cebo. Pero, cortando el acceso del líquido azucarado, se alzan dos tallos paralelos, bastante parecidos a los ejes de un puente levadizo holandés. En lo alto de cada tallo hay una gruesa vesícula, la antera, que oculta el polen; abajo, dos vesículas más pequeñas sirven de contrapeso. Cuando la abeja penetra en la flor, para llegar al néctar, debe empujar con la cabeza las pequeñas vesículas. Los dos tallos, que giran sobre un eje, hacen un movimiento de báscula y las anteras superiores tocan los costados del insecto cubriéndolos de polvo fecundante.

Inmediatamente después de la salida de la abeja, el resorte de los ejes vuelve el mecanismo a su primitiva posición y todo se halla dispuesto a funcionar a una nueva visita.

Sin embargo, eso no es más que la primera mitad del drama; la continuación se desarrolla en otro escenario. En una flor vecina, en que los estambres acaban de mustiarse, entra en escena el pistilo que espera el polen. Sale lentamente de la capucha, se alarga, se inclina, se tuerce, se bifurca, para cerrar a su vez la entrada del pabellón. Yendo al néctar, la cabeza de la abeja pasa libremente bajo la horca suspendida; pero ésta le roza la espalda y los costados, exactamente en los puntos que tocaron los estambres. El estigma bífido absorbe ávidamente el polvo plateado y la impregnación se cumple. Por lo demás, es muy fácil, introduciendo en la flor una pajuela o la extremidad de un fósforo, poner el aparato en movimiento y darse cuenta de la combinación y de la precisión impresionantes y maravillosas de todos sus movimientos.

Las variedades de la Salvia son muy numerosas; se cuentan cerca de quinientas, y omitiré, por no cansaros, la mayor parte de sus nombres científicos, que no siempre son elegantes:
Salvia Pratensis, Officinalis
(la de nuestras huertas),
Horminum, Horminoides, Glutirosas, Sclarea, Roemeri, Azurea, Pitcheri, Splendens
(la magnífica Salvia carmesí de nuestros encañados de flores), etc. Quizá no se encuentre una sola que no haya modificado algún detalle del mecanismo que acabamos de examinar. Las unas, perfeccionamiento discutible, han duplicado, y a veces triplicado, la longitud del pistilo, de modo que no solamente sale de la capucha, sino que se dobla en forma de penacho delante de la entrada de la flor. Así evitan el peligro, en rigor posible, de la fecundación del estigma por las anteras alojadas en la misma capucha; pero, en cambio, puede suceder, si la
protenandria
no es rigurosa, que la abeja, al salir de la flor, deposite sobre ese estigma el polen de las anteras con las cuales cohabita. Otras, en el movimiento de báscula, hacen divergir aún más las anteras, las cuales, de ese modo, hieren con más precisión los costados del animal. Otras, en fin, no han logrado ajustar todas las partes del mecanismo. Encuentro, por ejemplo, no lejos de mis Salvias violadas, cerca del pozo, bajo una mata de Adelfas, una familia de flores blancas teñidas de lila pálido. En ellas no se descubre proyecto ni huella de báscula. Los estambres y el estigma ocupan desordenadamente el centro de la corola. No dudo que a quien reuniere las numerosísimas variedades de esta Labiada, le sería posible reconstruir toda la historia, según todas las etapas de la invención, desde el desorden primitivo de la Salvia blanca que tengo a la vista, hasta los últimos perfeccionamientos de la Salvia oficinal. ¿Qué decir? ¿El sistema se halla todavía en estudio en la tribu aromática? ¿Nos encontramos aún en el período de los ensayos, como para la espiral de Arquímedes, en la familia del Pipirigallo? ¿No se ha reconocido aún unánimemente la excelencia de la báscula automática? ¿No es pues todo inmutable y preestablecido, sino objeto de discusión y de ensayo en este mundo que creemos fatal y orgánicamente rutinario?
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