La inteligencia de las flores (6 page)

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Authors: Maurice Maeterlinck

BOOK: La inteligencia de las flores
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He aquí pues una flor que conoce y explota las pasiones de los insectos. No es posible pretender que todo esto no son más que interpretaciones más o menos románticas; no, los hechos son de observación precisa y científica, y es imposible explicar de otra manera la utilidad y la disposición de los diversos órganos de la flor. Hay que aceptar la evidencia. Esa astucia increíble y eficaz es tanto más sorprendente, cuanto que no tiende aquí a satisfacer la necesidad de comer, inmediata y urgente, que aguza las inteligencias más obtusas; no mira más que a un ideal remoto: la prolongación de la especie.

Pero, se dirá, ¿a qué vienen esas complicaciones fantásticas que no conducen sino a agrandar los peligros del azar? No nos apresuremos a juzgar y contestar. Respecto a las razones de la planta, lo ignoramos todo. ¿Sabemos los obstáculos que encuentra por la parte de la lógica y de la sencillez? ¿Conocemos en el fondo, una sola de las leyes orgánicas de su existencia y de su desarrollo? El que desde lo alto de Marte o Venus nos viese empeñados en la conquista del aire, preguntaría también: ¿A qué vienen esos aparatos informes y monstruosos, esos globos, esos aeroplanos, esos paracaídas, cuando sería tan sencillo imitar a los pájaros poniéndose en los brazos un par de alas suficientes?

XXIII

A estas pruebas de inteligencia la vanidad un poco pueril del hombre opone la objeción tradicional: Sí, las flores crean maravillas, pero esas maravillas son eternamente las mismas. Cada especie, cada variedad tiene un sistema, y, de generaciones en generaciones, no introduce ningún mejoramiento apreciable. Es cierto que desde que las observamos, es decir, desde hace unos cincuenta años no hemos visto el
Coryarthes macrantha
o las
Catasetídeas
perfeccionar su armadijo; es todo lo que podemos afirmar, y es en verdad insuficiente. ¿Hemos intentado siquiera las experiencias más elementales, sabemos lo que harían al cabo de un siglo las generaciones sucesivas de nuestra asombrosa Orquídea bañera puestas en un centro diferente, entre insectos insólitos?

Además, los nombres que damos a los géneros, especies y variedades acaban por engañarnos y creamos de este modo imaginarios tipos que creemos fijos, cuando probablemente no son más que representantes de una misma flor que continúa modificando lentamente sus órganos según lentas circunstancias.

Las flores precedieron a los insectos en la tierra; por consiguiente, cuando aparecieron estos, aquéllas tuvieron que adaptar a las costumbres de esos colaboradores imprevistos toda una maquinaria nueva. Este solo hecho, geológicamente incontestable, entre todo lo que ignoramos, basta para establecer la evolución, y esta palabra un poco vaga ¿no significa, en último análisis, adaptación, modificación, progreso inteligente?

Para no recurrir a ese acontecimiento prehistórico, sería fácil agrupar un gran número de hechos que demostrarían que la facultad de adaptación y de progreso inteligentes no está exclusivamente reservada a la especie humana. Sin volver sobre los capítulos detallados que consagré a este asunto en
La Vida de las Abejas,
recordaré simplemente dos o tres detalles tópicos allí citados. Las abejas, por ejemplo, han inventado la colmena. En estado silvestre y primitivo y en su país de origen, trabajan al aire libre. Es la incertidumbre, la inclemencia de nuestras estaciones septentrionales lo que les dio la idea de buscar un abrigo en los huecos de las rocas o de los árboles. Esta idea genial hizo que se entregasen a la recolección de néctar y a los cuidados de los alvéolos los millares de obreras antes inmovilizadas en torno de los panales a fin de mantener en ellos el calor necesario. No es raro, sobre todo en el Mediodía, que durante los veranos excepcionalmente benignos, vuelvan a las costumbres tropicales de sus antepasados
[5]
.

Otro hecho: transportada a la Australia o a California, nuestra abeja negra cambia completamente de costumbres. A partir del segundo o tercer año, habiendo observado que el estío es perfecto, que las flores nunca faltan, vive al día, se contenta con recoger la miel y el polen indispensables para el consumo diario, y como su observación reciente y razonada puede más que la experiencia hereditaria, deja de hacer provisiones. En el mismo orden de ideas, Büchner menciona un rasgo que prueba igualmente la adaptación a las circunstancias, no lenta, secular, inconsciente y fatal, sino inmediata e inteligente: en la Barbada, en medio de las refinerías en que, durante todo el año encuentran azúcar en abundancia, las abejas cesan completamente de visitar las flores.

Recordaremos en fin el curioso mentís que dieron a dos sabios entomólogos ingleses: Kirby y Spence. «Enseñadnos, decían éstos, un solo caso en que, apremiadas por las circunstancias, hayan tenido la idea de sustituir con arcilla o argamasa la cera y el propóleos, y convendremos en que son capaces de razonar».

«Para precaverse de la lluvia, habían instalado cercas y trabazones espesas, y cortinas contra el sol. No puede formarse idea de la perfección de la industria de las abejas sino viendo de cerca la arquitectura de las dos modificaciones que hoy se encuentran en el Museum.»

Apenas habían manifestado ese deseo bastante arbitrario, cuando otro naturalista, Andrés Knight, después de haber embadurnado con una especie de cemento hecho con cera y trementina la corteza de ciertos árboles, observó que sus abejas renunciaban enteramente a recolectar el propóleos y no empleaban más que esta substancia nueva y desconocida que encontraban preparada y en abundancia en las cercanías de su albergue. Pero es sabido, en la práctica apícola, que cuando hay escasez de polen, basta poner a su disposición algunos puñaditos de harina, para que comprendan inmediatamente que ésta puede prestarles los mismos servicios que el polvo de las anteras, aunque el sabor, el olor y el color sean absolutamente distintos.

Lo que acabo de recordar respecto a las abejas, pienso que podría comprobarse,
mutatis mutandis
, en el reino de las flores. Probablemente bastaría que el admirable esfuerzo evolutivo de las numerosas variedades de la Salvia, por ejemplo, fuese sometido a algunas experiencias y estudiado más metódicamente de lo que es capaz de hacerlo un profano como yo. Mientras tanto, entre otros muchos indicios fáciles de reunir, un curioso estudio de Babinet sobre los cereales nos enseña que ciertas plantas, transportadas lejos de su clima habitual, observan las circunstancias nuevas
y
sacan partido de ellas, exactamente como hacen las abejas. En las regiones más cálidas del Asia, del África y de América, en que el invierno no lo mata anualmente, nuestro trigo vuelve a ser lo que debió ser en su origen: una planta vivaz como el césped. Allí permanece siempre verde y se multiplica por la raíz. Cuando, de su patria tropical y primitiva, vino a aclimatarse a nuestras heladas regiones, tuvo que cambiar radicalmente de costumbres e inventar un nuevo modo de multiplicación. Como dice bien Babinet, «el organismo de la planta, gracias a un inconcebible milagro, pareció presentir la necesidad de pasar por el estado de grano, a fin de no perecer completamente durante la estación rigurosa».

XXIV

En todo caso, para destruir la objeción de que hablamos más arriba y que nos ha hecho dar tan largo rodeo, bastaría que el acto de progreso inteligente se observara, aunque no fuese más que una vez, fuera de la humanidad. Pero aparte del placer que causa el refutar un argumento demasiado vanidoso
y
caducado ¡qué poca importancia tiene, en el fondo, esa cuestión de la inteligencia personal de las flores, de los insectos o de los pájaros! Que se diga, a propósito de la Orquídea como de la abeja, que es la Naturaleza y no la planta o la mosca la que calcula, combina, adorna, inventa y razona. ¿Qué interés puede tener para nosotros esa distinción? Domina esos detalles una cuestión mucho más elevada y más digna de nuestra apasionada atención. Trátase de descubrir el carácter, la cualidad, las costumbres y quizá el fin de la inteligencia general de donde emanan todos los actos inteligentes que se cumplen en la tierra. Desde este punto de vista es desde donde el estudio de los seres —entre ellos las hormigas y las abejas—, en quienes se manifiestan más claramente, fuera de la forma humana, los procedimientos
y
el ideal de ese genio, es uno de los más curiosos que se pueden emprender. Parece, después de todo lo que acabamos de observar, que esas tendencias, esos métodos intelectuales son al menos tan complejos tan avanzados, tan notables en las Orquídeas como en los Himenópteros sociales. Añadamos que un gran número de móviles, que una parte de la lógica de esos insectos agitados y de observación difícil nos escapan todavía, al paso que descubrimos sin trabajo todos los motivos silenciosos, todos los razonamientos estables y sabios de la pacífica flor.

XXV

¿Y qué observamos, al sorprender en su trabajo a la Naturaleza, a la Inteligencia general, al Genio universal (el nombre poco importa) en el mundo de las flores? Muchas cosas y, por no hablar de ellas más que de paso, pues el asunto se prestaría a un largo estudio, observamos desde luego que su idea de belleza y de alegría, que sus medios de seducción y sus gustos estéticos se parecen mucho a los nuestros. Pero sin duda sería más exacto afirmar que los nuestros son semejantes a los suyos. Porque no es seguro que hayamos inventado una belleza que nos sea propia. Todos nuestros motivos arquitectónicos y musicales, todas nuestras armonías de color y de luz, etc., son directamente tomadas de la Naturaleza. Sin evocar el mar, la montaña, los cielos, la noche, los crepúsculos ¿qué no podría decirse, por ejemplo, sobre la belleza de los árboles? Hablo no solamente del árbol considerado en el bosque, que es una de las fuerzas de la tierra, quizá la principal fuente de nuestros instintos, de nuestro sentimiento del universo, sino del árbol en sí, del árbol solitario, cuya verde vejez está cargada de un millar de estaciones. Entre estas impresiones que, sin que lo sepamos, forman el hueco límpido y quizá el fondo de felicidad y de calma de toda nuestra existencia ¿quién de nosotros no guarda memoria de algunos hermosos árboles? Cuando se ha pasado la mitad de la vida, cuando se llega al término del período maravillado, cuando se han agotado casi todos los espectáculos que puedan ofrecer el arte, el genio y el lujo de los siglos y de los hombres, después de haber experimentado y comparado muchas cosas, se vuelve a sencillísimos recuerdos.

Estos levantan en el horizonte purificado, dos o tres imágenes inocentes, invariables y frescas, que quisiéramos llevarnos en el último sueño, si es verdad que una imagen puede pasar el umbral que separa nuestros dos mundos. Yo no imagino paraíso, ni vida de ultratumba por espléndida que sea, en que no estuviesen en su sitio tal magnífica Haya de la Sainte-Baume, tal Ciprés o tal Pino parasolado de Florencia o de una humilde ermita vecina de mi casa, que ofrecen al transeúnte el modelo de todos los grandes movimientos de resistencia necesaria, de valor tranquilo, de empuje, de gravedad, de victoria silenciosa y de perseverancia.

XXVI

Pero me aparto demasiado; quería notar simplemente, a propósito de la flor, que la Naturaleza, cuando quiere ser bella, cuando quiere agradar, regocijar y mostrarse dichosa, hace a poca diferencia lo que haríamos nosotros si dispusiéramos de sus tesoros. Sé que al hablar así, hablo un poco como aquel personaje que admiraba que la Providencia hiciese pasar siempre los grandes ríos cerca de las grandes ciudades; pero es difícil considerar estas cosas desde otro punto de vista que el humano. Por tanto, desde este punto de vista, consideremos que conoceríamos muy pocas señales, muy pocas expresiones de felicidad si no conociésemos la flor. Para juzgar bien su fuerza de alegría y de belleza, hay que habitar un país en que reina en absoluto, como el rincón de Provenza, entre la Siagna y el Loup, en que escribo estas líneas. Aquí es verdaderamente la única soberana de los valles y de las colinas. Los campesinos han perdido la costumbre de cultivar aquí el trigo, como si ya sólo tuviesen que proveer a las necesidades de una humanidad más sutil que se alimentase de perfumes suaves y de ambrosía. Los campos no forman más que un ramillete que se renueva sin cesar, y los perfumes que se suceden parecen danzar la ronda en torno del año azulado. Las Anémonas, los Alelíes, las Mimosas, las Violetas, los Claveles, los Narcisos, los Jacintos, los Junquillos, los Resedas, los Jazmines, las Tuberosas invaden los días y las noches, los meses de invierno, de estío, de primavera y de otoño. Pero la hora magnífica pertenece a las Rosas de Mayo. Entonces, hasta más allá de donde alcanza la vista, desde las vertientes de las colinas hasta las hondonadas de las llanuras, entre diques de viñas y de olivares, afluyen de todas partes como un río de pétalos del que emergen las casas y los árboles, un río del color que damos a la juventud, a la salud y a la alegría. Diríase que el aroma a la vez cálido y fresco, pero sobre todo espacioso, que entreabre el cielo, emana directamente de los manantiales de la beatitud. Los caminos, los senderos están cortados en la pulpa de la flor, en la substancia misma de los Paraísos. Parece que, por primera vez en la vida, tengamos una visión satisfactoria de la felicidad.

XXVII

Siempre desde nuestro punto de vista humano, y para perseverar en la ilusión necesaria, a la primera observación añadamos otra algo más extensa, un poco menos aventurada, y quizá de grandes consecuencias, a saber: que el Genio de la Tierra, que es probablemente el del mundo entero, obra, en la lucha vital, exactamente como obraría un hombre. Emplea los mismos métodos, la misma lógica. Llega al fin por los medios que nosotros pondríamos en práctica; tantea, vacila, suspende y vuelve a empezar varias veces, añade, elimina, reconoce y rectifica sus errores como lo haríamos nosotros en su lugar. Se aplica, inventa penosamente y poco a poco, como los obreros y los ingenieros de nuestros talleres. Lucha, como nosotros, contra la masa pesada, enorme y obscura de su ser. Tampoco sabe a dónde va; se busca y se descubre poco a poco. Tiene un ideal muchas veces confuso, pero en el cual se distingue sin embargo una multitud de grandes líneas que se eleva hacia una vida más ardiente, más compleja, más nerviosa, más espiritual. Materialmente, dispone de recursos infinitos, conoce el secreto de prodigiosas fuerzas que ignoramos; pero, intelectualmente, parece estrictamente ocupar nuestra esfera, sin que hasta aquí observemos que rebase sus límites; y si nada busca más allá ¿no es porque nada hay fuera de esta esfera? ¿No es decir que los métodos del espíritu humano son los únicos posibles, que el hombre no se ha engañado, que no es ni una excepción ni un monstruo, sino el ser por quien pasan, en quien se manifiestan más intensamente las grandes voluntades, los grandes deseos del Universo?

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