Read La inteligencia de las flores Online
Authors: Maurice Maeterlinck
Pero la mayor parte de las flores dejan aprisionar menos fácilmente su alma. No hablaré aquí de todos los tormentos infinitamente variados que se les aplica para obligarlas a abandonar al fin el tesoro que ocultan con desesperación en el fondo de su corola. Bastará, para dar una idea de la astucia del verdugo y de la obstinación de ciertas víctimas, recordar el suplicio del
enfloraje
en frío que sufren, antes de romper el silencio, el Junquillo, el Reseda, la Tuberosa y el Jazmín. Observemos de paso que el perfume del Jazmín es el único inimitable, el único que no puede obtenerse por medio de la sabia combinación de otros olores.
Se extiende una capa de grasa, de dos dedos de espesor, sobre grandes cristales, y la grasa se cubre de flores. ¿En virtud de qué hipócritas maniobras, de qué persuasivas promesas, la grasa obtiene irrevocables confidencias? Lo cierto es que, al poco tiempo, las pobres flores demasiado confiadas no tienen ya nada que perder. Cada mañana se las quita y se las echa al lugar de los despojos, y uña nueva capa de ingenuas flores las reemplaza sobre la grasa insidiosa. Estas ceden a su vez, sufren la misma suerte, y otras y otras las siguen. Sólo al cabo de tres meses, es decir, después de haber devorado noventa generaciones de flores, la grasa ávida y capciosa, saturada de abandonos y confidencias embalsamadas, se niega a despojar nuevas víctimas.
La Violeta resiste a las instancias de la grasa fría; hay que añadir el suplicio del fuego. Se calienta la manteca de puerco (sin sal) en el baño de maría. Mediante este bárbaro procedimiento, la humilde y suave flor de los senderos primaverales pierde poco a poco la fuerza que guardaba su secreto. Se rinde, se entrega; y su verdugo líquido, antes de hallarse repleto, absorbe el cuádruplo de su peso de pétalos, de modo que el innoble tormento se prolonga durante toda la estación en que las Violetas se abren debajo de los Olivos.
Pero el drama no ha terminado aún. Trátase ahora de que esa grasa, caliente o fría, siempre avara, devuelva el tesoro absorbido y que procura retener con todas sus energías informes y evasivas. Lo cual se consigue no sin trabajo. Esa grasa tiene pasiones bajas que la pierden. Se le da alcohol, se la embriaga, y acaba por soltar la presa. Ahora es el alcohol quien posee el misterio. Apenas se ha apoderado de él, cuando pretende no dar participación a nadie y guardarlo para sí. Se le ataca, se le reduce, se le evapora, se le condensa; y la perla líquida, después de tantas aventuras, purificada, esencial, inagotable y casi imperecedera, es recogida al fin en una ampolla de cristal.
No enumeraré los procedimientos químicos de extracción: por medio del éter de petróleo, del sulfuro de carbono, etc. Los grandes perfumistas de Grasse, fieles a las tradiciones, son enemigos de esos métodos artificiales y casi desleales, que no dan más que acres aromas y maltratan el alma de la flor.
J. H. Fabre es autor de una decena de volúmenes compactos, en los cuales, bajo el título de
Recuerdos Entomológicos
, ha consignado los resultados de cincuenta años de observaciones, estudios y experiencias sobre los insectos que más conocidos y familiares nos parecen: diversas especies de avispas y abejas silvestres, algunos mosquitos, moscas, escarabajos y orugas; en una palabra, todas esas pequeñas vidas vagas, inconscientes, rudimentarias y casi anónimas que nos rodean por todas partes y a las cuales dirigimos una mirada distraída, que ya piensa en otra cosa, cuando abrimos nuestra ventana para recoger las primeras horas de la primavera, o cuando, en los jardines y en las praderas, vamos a bañarnos en los días azules del estío.
Cogemos al azar uno de esos copiosos volúmenes y, naturalmente, esperamos encontrar en él, desde luego, las muy sabias y bastante áridas nomenclaturas, las muy meticulosas y extrañas especificaciones de esas vastas y polvorientas necrópolis que forman, casi exclusivamente, todos los tratados de entomología hasta aquí recorridos. Abrimos pues la obra, sin ardor y sin exigencia; e inmediatamente, de entre las hojas, se eleva y desarrolla, sin vacilación, sin interrupción y casi sin flexión, hasta el fin de las cuatro mil páginas, la mágica trágica más extraordinaria que a la imaginación humana le sea posible, no diré crear o concebir, sino admitir y aclimatar en ella.
En efecto, no se trata aquí de imaginación humana. El insecto no pertenecía a nuestro mundo. Los demás animales, y hasta las plantas, a pesar de su vida muda y de los grandes secretos que mantienen, no nos parecen totalmente extraños. A pesar de todo, sentimos en ellos cierta fraternidad terrestre. Sorprenden, maravillan a menudo; pero no trastornan totalmente nuestro pensamiento. El insecto ofrece algo que no parece pertenecer a las costumbres, a la moral y a la psicología de nuestro globo. Diríase que viene de otro planeta, más monstruoso, más enérgico, más insensato, más atroz, más infernal que el nuestro. Parece haber nacido en algún cometa salido de su órbita y muerto loco en el espacio. Por más que se apodere de la vida con una autoridad y una fecundidad que nada iguala en este mundo, no podemos acostumbrarnos a la idea de que exista un pensamiento de esa naturaleza del cual pretendemos ser los hijos privilegiados y probablemente el ideal a que tienden todos los esfuerzos de la tierra. El infinitamente pequeño ¿qué es, en el fondo? Un insecto que nuestros ojos no ven. Hay, sin duda, en ese asombro y en esa incomprensión, no sé qué instintiva y profunda inquietud que nos inspiran esas existencias incomparablemente mejor armadas, mejor provistas de lo necesario que las nuestras, esas especies de condensaciones de energía y de actividad en que presentimos nuestros más misteriosos adversarios.
Pero ya es hora de penetrar, bajo la conducción de un admirable guía, entre los bastidores de nuestra magia, a fin de ver de cerca a los actores y a los comparsas, inmundos o magníficos, grotescos o siniestros, heroicos o espantosos, geniales o estúpidos, y siempre inverosímiles e ininteligibles.
Y he aquí desde luego, entre los primeros que encontramos, uno de esos personajes, frecuentes en el Mediodía de Europa, donde se le puede ver girar en torno del abundante maná que el mulo esparce con indiferencia a lo largo de los caminos blancos y de los senderos pedregosos: es el Escarabajo Sagrado de los egipcios, o, más simplemente, el Escarabajo por antonomasia, grueso coleóptero, vestido de negro, cuya misión en este mundo consiste en formar con las partes más sabrosas del hallazgo una enorme bola que se trata de hacer rodar después hasta el comedor subterráneo en que debe tener su desenlace la increíble aventura. Pero el destino celoso de toda felicidad demasiado pura, antes de cederle el acceso de ese lugar de delicias, impone al grave y probablemente sentencioso escarabajo innumerables tribulaciones, que complica siempre la llegada de un malhadado parásito.
Apenas ha empezado, con grandes esfuerzos del capirote y de las piernas torcidas, a hacer rodar, a reculones, la deliciosa esfera, cuando un colega poco delicado, que acechaba la conclusión del trabajo, se presenta ofreciendo hipócritamente sus servicios. El otro, sabiendo muy bien que aquí, ayuda y servicios, después de todo muy inútiles, se convertirán luego en reparto y expropiación, acepta sin entusiasmo la colaboración que se impone. Pero, invariablemente, para marcar bien los derechos respectivos, el legítimo propietario conserva su puesto primitivo, es decir que empuja de frente la bola, mientras que el inevitable invitado, por el lado opuesto, tira de ella hacia sí. Y así rueda entre los dos compadres, en medio de interminables peripecias, caídas aturdidas y tumbos grotescos, hasta el lugar elegido para ser el receptáculo del tesoro y la sala del festín. Una vez allí, el propietario se pone a excavar el refectorio, mientras que el gorrista finge dormirse inocentemente en lo alto de la bola. La excavación se ensancha y se ahonda rápidamente, y el primer escarabajo no tarda en desaparecer en ella. Es el instante que el solapado auxiliar acechaba. Este baja con presteza de la dichosa eminencia, y, empujándola con toda la energía que da una mala conciencia, procura huir con la presa. Pero el otro, bastante desconfiado para no estar alerta, interrumpe un momento sus laboriosas excavaciones, mira por encima de los bordes, ve el sacrílego robo y salta fuera del hoyo. Cogido in fraganti, el descarado socio procura engañar al dueño, rodea el orbe inestimable, y, empujándolo con esfuerzos falazmente heroicos, finge retenerlo desesperadamente en una pendiente que no existe. Se explican en silencio, gesticulan en abundancia con tarsos y mandíbulas, después de lo cual, de común acuerdo, se lleva la pelota a la excavación.
Se la juzga bastante espaciosa y cómoda. Se introduce el tesoro, se cierra la entrada del corredor, y, en las tinieblas propicias y la tibia y ligera humedad en que predomina el magnífico globo estercoral, se instalan frente a frente, para el festín, los dos comensales reconciliados. Entonces, lejos de las claridades y de las preocupaciones del exterior, y en el gran silencio de la sombra hipogeana, empieza solemnemente el más fabuloso de los festines cuyas absolutas beatitudes evocó jamás la imaginación del vientre.
Durante dos meses enteros, permanecen enclaustrados, y, llenándose constantemente la panza con el desmoche de la inagotable esfera, arquetipos definitivos y soberanos símbolos de las delicias de la mesa y de los regocijos de la barriga, comen de continuo, sin interrumpirse un segundo, ni de día ni de noche; y, mientras se hartan, detrás de ellos, pausadamente, con un movimiento de reloj perceptible y constante, a razón de tres milímetros por minuto, se desarrolla y se alarga un interminable cordón sin ruptura que fija el recuerdo y computa las horas, los días y las semanas de la prodigiosa comilona.
Después del Escarabajo, ese gracioso de la compañía, saludemos en el orden de los coleópteros, la pareja modelo del Minotauro Tífeo, bastante conocido y sumamente bonachón, a pesar de su nombre terrible. La hembra cava una inmensa madriguera, que tiene a veces más de metro y medio de profundidad y se compone de escaleras en espirales, mesetas, corredores y numerosas cámaras. El macho carga los escombros sobre el tridente que corona su cabeza, y los lleva a la entrada de su morada conyugal. Después va a recoger en el campo los inocentes vestigios que en él dejan las ovejas, los baja al primer piso de la cripta y, con su tridente, se pone a molerlos, en tanto que la madre, en el fondo, recoge la harina y la amasa formando enormes panes cilíndricos que servirán más tarde para alimentar a los hijos. Durante tres meses, hasta que las provisiones parezcan suficientes, sin ningún alimento, el desdichado esposo se extenúa realizando aquella tarea gigantesca. Al fin, cumplida su misión, sintiendo su fin próximo, a fin de no dejar en la casa el estorbo de un resto miserable, emplea sus últimas fuerzas en salir del subterráneo, se arrastra penosamente y, solitario y resignado, considerándose ya inútil, se va a morir lejos entre piedras.
He aquí, por otra parte, unas orugas bastante extrañas, las Procesionarias, que no son raras, y de las cuales, precisamente, un monomio de cinco o seis metros, procedente de mis pinos parasolados, se arrastra en este momento por las calles de mi jardín, tapizando de seda transparente, según costumbre de la raza, el camino recorrido. Sin hablar de los aparatos meteorológicos de una sensibilidad inaudita que llevan a la espalda, estas orugas tienen de notable, como es sabido, que no viajan aisladamente, sino en número más o menos grande y en fin, cogidas unas a otras, como los ciegos de Breughol o de la parábola, cada una de ellas siguiendo obstinadamente, indisolublemente a la que la precede; de modo que habiendo nuestro autor colocado un día la fila de orugas procesionarias sobre el reborde de un gran pilón de piedra, de circuito cerrado, durante ocho días enteros, durante una semana atroz, sufriendo frío, hambre y cansancio, la desdichada tropa, en su ronda trágica, sin tregua, sin reposo, sin misericordia, recorrió el implacable círculo hasta la llegada de la muerte.
Pero observo que nuestros héroes son infinitamente demasiado numerosos y que es imposible detenerse a describirlos. A lo sumo, en la enumeración de los más considerables y de los más familiares, se podrá conceder a cada uno de ellos un rápido epíteto, a la manera del viejo Homero. ¿Citaré por ejemplo, al Leucospis, parásito de la Abeja Albañil, el cual, a fin de matar en sus cunas a sus hermanos y hermanas, se arma de un casco de cuerno y de una coraza arpada (que se quita inmediatamente después del exterminio), salvaguardia de un espantoso derecho de primogenitura? ¿Hablaré de la maravillosa ciencia anatómica del Taquito, del Cerceris, del Amófilo, del Esfex Languedociano y de tantos otros que, según que se trate de paralizar o matar la presa o el adversario, saben exactamente, sin equivocarse jamás, qué ganglios deben herir el dardo o las mandíbulas? ¿Hablaré del arte de la Eumenes, que transforma su fortaleza en un verdadero museo adornado con granos de cuarzo traslúcido y de conchas; de la magnífica muda del Grillo ceniciento, del instrumento de música del Grillo, cuyo arco cuenta ciento cincuenta prismas triangulares, que hacen vibrar a la vez los cuatro témpanos del élitro? ¿Celebraré el mágico nacimiento de la ninfa del Ontofagio, monstruo transparente, de hocico de toro y que parece esculpido en un bloque de cristal?...
¡Y los monstruos que pasan, tales como Bosch y Callot no los concibieron jamás! La larva de la Catonia, que aunque tiene patas debajo del vientre, marcha siempre sobre las espaldas; el Grillo de alas azules, más desgraciado aún que la mosca carnicera y que no posee, para perforar el suelo, evadirse de la tumba y ganar la luz, más que una vejiga cervical, una ampolla de flema; y la Empusa, que, con su vientre en forma de voluta, sus grandes ojos saltones, sus patas provistas de rodilleras y armadas de cuchillas, su alabarda y su mitra interminable, sería el fantasma más diabólico de la tierra, si a su lado, la Manta Religiosa no fuese tan horrible que su solo aspecto inmoviliza a sus víctimas cuando ante ellas adopta lo que los entomólogos han llamado «la actitud espectral».
No es posible mencionar, ni siquiera de paso, las industrias innumerables y casi todas interesantísimas que se ejercen en la roca, bajo tierra, en las paredes, sobre las ramas, las hierbas, las flores, los frutos, y hasta en los cuerpos de los animales estudiados; pues se encuentran a veces, como en las Meloes, una triple superposición de parásitos, y se ve al Gusano mismo, el siniestro convidado de los supremos festines, nutrir con su substancia a una treintena de bandidos.