Read La inteligencia de las flores Online
Authors: Maurice Maeterlinck
¿Creéis que si cada noche se pronunciase una palabra análoga, las almas más temerosas no cobrarían valor, y los hombres no vivirían más verdaderamente? No es necesario siquiera que una palabra análoga se repita. Ha sucedido algo muy profundo que dejará huellas muy profundas también. El alma que ha pronunciado esa palabra será reconocida cada noche por sus hermanas; y su sola presencia va a poner en lo sucesivo no sé qué de augusto en las frases más insignificantes. De todas maneras, ha habido un cambio que no se puede determinar. Las cosas inferiores ya no tendrán la misma fuerza exclusiva y las almas asustadas saben que en alguna parte hay un refugio...
Es indudable que las relaciones naturales y primitivas de alma a alma son relaciones de belleza. La belleza es el único lenguaje de nuestras almas... No comprenden otros. No tienen otra vida, no pueden producir otra cosa, no pueden interesarse en otra cosa. Por esto, todo pensamiento, toda palabra, todo acto grande y bello es inmediatamente aplaudido por el alma más oprimida y aun por la más baja, si cabe decir que hay almas bajas. Carece de órgano que la una a otro elemento y no puede juzgar sino según la belleza. A cada instante lo veis en vuestra vida; y vos mismo, que más de una vez habéis renegado de la belleza, lo sabéis tan bien como los que la buscan sin cesar en su corazón.
Si un día tenéis profundamente necesidad de otro ser ¿acudiréis al que sonrió con una sonrisa miserable cuando pasaba la belleza? Quizá fuisteis de los que lo aprobaron; pero en este momento grave en que la que llama a vuestra puerta es la verdad, os volveréis hacia el otro que supo inclinarse y amar. Vuestra alma había juzgado en sus profundidades; y es su juicio silencioso e infalible el que, quizá treinta años después, resurge a la superficie, y os envía una hermana que es más vos que vos mismo porque estuvo más cerca de la belleza.
¡Se necesita tan poca cosa para estimular la belleza en un alma! ¡Se necesita tan poca cosa para despertar a los ángeles dormidos! Quizá no es necesario despertar, sino que basta simplemente no adormecer. No es quizás el elevarse, sino el descender, lo que requiere esfuerzos. ¿No se necesita esfuerzo para no pensar más que en cosas mediocres ante el mar o en presencia de la noche? ¿Y qué alma no sabe que se halla siempre ante el mar y en presencia de una noche eterna? Si tuviésemos menos miedo de la belleza, llegaríamos a no encontrar otra cosa en la vida, porque, en realidad, bajo todo lo que se ve, lo único que existe es eso. Todas las almas lo saben, todas las almas están prontas; pero ¿dónde están las que no ocultan su belleza? Sin embargo, es necesario que una de ellas «empiece». ¿Por qué no atreverse a ser la que «empiece»? Todas las demás están ahí, ávidas en torno nuestro como niños ante un palacio maravilloso. Se apiñan en el umbral, cuchichean, miran por las rendijas, pero no se atreven a empujar la puerta. Esperan que una persona mayor venga a abrir. Pero la persona mayor no pasa casi nunca. Y sin embargo, ¿qué se necesitaría para llegar a ser la persona mayor que esperan? Casi nada. Las almas no son exigentes. Un pensamiento casi bello que no pronunciáis y que alimentáis en este momento os ilumina como vaso transparente. Las almas lo ven y os acogerán de muy distinto modo que si trataseis de engañar a vuestro hermano. Nos sorprende oír decir a ciertos hombres que nunca han encontrado fealdad verdadera y que aún no saben lo que es un alma baja. Pero no es extraño; esos hombres «habían empezado». Como eran bellos, llamaban a sí toda belleza que pasaba, como un faro llama a los buques de los cuatro puntos del horizonte.
Los hay que se quejan de las mujeres, por ejemplo, y que no piensan que la primera vez que encontramos una mujer, basta una palabra, un solo pensamiento que niegue lo que es bello y lo que es profundo para envenenar para siempre
vuestra existencia
en su alma. «En cuanto a mí, díjome un día un sabio, no he conocido una sola mujer que no me haya traído algo de grande». Desde luego, él era grande, y en eso estaba su secreto. No hay más que una cosa que el alma no perdona jamás, y es el haberse visto obligada a mirar, a codear, a compartir una acción, una palabra o un pensamiento feo. No puede perdonarlo, porque perdonar es aquí negarse a sí misma. Y sin embargo, para la mayor parte de los hombres, el ser ingenioso, el ser fuerte, el ser hábil, ¿no es alejar ante todo su alma de su vida?; ¿no es apartar con cuidado todas las tendencias demasiado profundas? Obran así hasta en el amor; por esto la mujer, que se halla aún más cerca de la verdad, casi nunca tiene un instante de vida verdadera con ellos. Diríase que tememos alcanzar nuestra alma y procuramos mantenernos a mil leguas de su belleza.
Convendría, por el contrario, que intentáramos marchar hacia delante. Pensad o decid en este momento cosas que son demasiado bellas para ser verdaderas en vosotros; serán verdaderas mañana si habéis intentado pensarlas o decirlas esta noche. Procuremos ser más bellos que nosotros mismos; no superaremos a nuestra voluntad. Nadie se equivoca cuando se trata de belleza silenciosa y oculta. Por lo demás, poco importa que un ser se equivoque o no se equivoque, desde el momento que el manantial interior es muy claro. Pero ¿quién piensa en hacer el menor esfuerzo que no se ve? Sin embargo, nos encontramos aquí en un dominio en que todo es eficaz porque todo espera. Todas las puertas están abiertas; no hay más que empujarlas; y el palacio está lleno de reinas encantadas. Con mucha frecuencia, una sola palabra basta para barrer montañas de basura. ¿Por qué no se ha de tener el valor de oponer a una pregunta baja una contestación noble? ¿Creéis que pasa completamente inadvertida o que no despierta más que asombro? ¿Creéis que eso no se acerca más el diálogo natural de dos almas? No se sabe lo que eso estimula o libra. Hasta el que rechaza esa contestación da un paso, a pesar suyo, hacia su propia belleza. Una cosa bella no muere sin haber purificado algo. No hay belleza que se pierda. No debe asustar el sembrarlas por los caminos. Allí permanecerán durante semanas, durante años; pero no se disuelven, como no se disuelve el diamante, y alguien acabará por pasar que las verá brillar, que las recogerá y se marchará contento.
¿Por qué, pues, detener en vosotros mismos una palabra bella y elevada porque creéis que los demás no os comprenderán? ¿Por qué, pues, dificultar un instante de bondad superior que nacía porque pensáis que los que os rodean no se aprovecharán de ella? ¿Por qué pues, reprimir un movimiento instintivo de vuestra alma hacia las alturas porque os encontráis entre la gente del valle? ¿Es que un sentimiento profundo pierde su acción en las tinieblas? ¿Es que un ciego no tiene más medios que los ojos para discernir a los que le quieren de los que no le quieren? ¿Es que la belleza necesita ser comprendida para existir, y creéis que en todo hombre no hay algo que comprenda mucho más allá de lo que parece comprender, y mucho más allá de lo que cree comprender? «Ni aun a los más miserables, me decía en cierta ocasión el ser más elevado que he tenido la dicha de encontrar, ni aun a los más miserables he tenido nunca el valor de contestar una cosa fea o mediocre». Y vi que aquel ser, a quien seguí largo tiempo en su vida, tenía sobre las almas más obscuras, más cerradas, más ciegas y más rebeldes, un poder inexplicable, pues ninguna boca puede expresar el poderío de un alma que se esfuerza por vivir en una atmósfera de belleza, y que es activamente bella en sí misma. ¿Y no es, por otra parte, la condición de esa actividad la que hace que la vida sea miserable o divina? Si pudiésemos ir al fondo de las cosas, descubriríamos seguramente que la fuerza de algunas almas bellas sostiene a las demás en la vida. La única moral viva y eficaz ¿no es la idea que cada cual se hace de algunos seres escogidos? Pero en esta idea, ¿cuál es la parte del alma elegida y cuál la parte del que la elige? ¿Es que eso no se mezcla muy misteriosamente y esa moral ideal no llega a profundidades que la moral de los libros más hermosos nunca podrá alcanzar? Hay en eso una influencia de una extensión cuyos límites son muy difíciles de fijar, y un manantial de fuerza al que cada uno de nosotros va a beber más de una vez al día.
No creo que nada embellezca un alma más insensiblemente, más naturalmente, que la seguridad de que hay en alguna parte, no lejos de ella, un ser puro y bello a quien puede amar sin recelo. Cuando se ha acercado verdaderamente a semejante ser, la belleza cesa de ser una bella cosa muerta que se enseña a los viajeros; pero adquiere de pronto una vida imperiosa, y su actitud se vuelve tan natural que ya nada resiste. Por esto es necesario que los buenos vigilen.
Si pudiéramos preguntar a un ángel lo que hacen nuestras almas en la sombra, creo que contestaría, después de haber mirado largos años quizá, mucho más allá de lo que parecen hacer a los ojos de los hombres: «Transforman en belleza las pequeñeces que se les ofrecen.» ¡Ah!, debemos confesar que el alma humana tiene un valor singular. Se resigna a trabajar toda una noche en las tinieblas donde la mayor parte de nosotros la relegamos y donde nadie le habla. Hace allí lo que puede sin quejarse y procura sacar de las piedras que le tiran el grano de luz eterna que encierran quizá. Y mientras se aplica, acecha el momento en que podrá enseñar a una hermana más querida o acaso más próxima, los laboriosos tesoros por ella acumulados. Pero hay millares de existencias en que ninguna hermana la visita, y en que la vida la ha vuelto tan tímida que se va sin decir nada, y sin haber podido adornarse una sola vez con las más humildes joyas de su humilde corona.
He dicho que el alma transforma en belleza las pequeñeces que se le ofrecen, y, si bien se mira, parece que no tiene otra razón de ser, y que toda su actividad se emplea en reunir en el fondo de nosotros un tesoro de belleza indescriptible. ¿Es que todo no se convertiría naturalmente en belleza si no viniésemos a turbar sin cesar el obstinado trabajo de nuestra alma? ¿Es que el mismo mal no se vuelve precioso cuando el alma ha extraído de él el diamante profundo del arrepentimiento? ¿Es que las injusticias que habéis cometido y las lágrimas que habéis hecho derramar no acaban un día por transformarse a su vez en luz y amor en vuestra alma?...
«No hay un hecho, no hay un acontecimiento de nuestra existencia, dice Emerson, que tarde o temprano deba perder su forma inerte y asombrarnos al tomar su vuelo, desde el fondo de nuestro cuerpo, al Empíreo.» Esto es tan cierto, que a medida que se avanza hacia esas regiones, se descubren esferas más divinas. No se sabe en qué consiste esa actividad silenciosa de las almas que nos rodean. Habéis dicho una palabra pura a un ser que no la ha comprendido. La habéis creído perdida y no habéis vuelto a acordaros de ella. Pero un día, por casualidad, la palabra resurge con transformaciones inauditas, y se pueden ver los inesperados frutos que ha dado en las tinieblas; luego todo vuelve a caer en el silencio. Pero ¿qué importa? Se adquiere el conocimiento de que nada se pierde en un alma y de que las más pequeñas tienen también sus momentos de esplendor.
Es necesario que la belleza no sea una fiesta aislada en la vida, sino que sea una fiesta cotidiana. No se necesita gran esfuerzo para ser admitido entre aquellos «en cuyos ojos la tierra cubierta de flores y los cielos resplandecientes ya no entran por partes infinitesimales, sino en masas sublimes», y hablo de flores y cielos más duraderos y más puros que los que se ven. Hay mil canales por donde la belleza de nuestra alma puede subir hasta nuestro pensamiento. Hay sobre todo el canal admirable y central del amor.
¿No es en el amor donde se encuentran los más puros elementos de belleza que podemos ofrecer a nuestra alma? Hay seres que se aman así en la belleza. Amar así es perder poco a poco el sentido de la fealdad; es cerrar los ojos a todas las pequeñeces y no entrever ya más que la frescura y la virginidad de las almas más humildes. Amar así es no tener siquiera necesidad de perdonar. Amar así es no poder ya ocultar nada, porque ya no hay nada que el alma siempre presente no transforme en belleza. Amar así es no ver ya el mal sino para purificar la indulgencia y para aprender a no confundir al pecador con su pecado. Amar así es elevar en nosotros mismos a todos los que nos rodean a alturas en que ya no pueden faltar y de donde una baja acción debe caer de tan alto que al caer al suelo descubre, a pesar suyo, su alma de diamante. Amar así es transformar sin saberlo, en movimientos ilimitados, las intenciones más pequeñas que velan en torno nuestro. Amar así es llamar a todo lo que hay de bello en la tierra, en el cielo y en el alma al festín del amor. Amar así es evocar, al menor gesto, la presencia de nuestra alma y de todos sus tesoros.
Ya no es necesaria la muerte ni las desdichas ni las lágrimas para que el alma aparezca; basta una sonrisa. Amar así es entrever la verdad en la dicha tan profundamente como algunos héroes la entrevieron a la luz de los grandes dolores. Amar así es no distinguir ya la belleza que se trueca en amor del amor que se trueca en belleza. Amar así es no querer decir ya dónde acaba el rayo de una estrella y dónde empieza el beso de un pensamiento común. Amar así es llegar tan cerca de Dios que los ángeles os poseen. Amar así es embellecer juntos la misma alma que se convierte poco a poco en el ángel único de que habla Swedenborg. Amar así es descubrir cada día una belleza nueva en ese ángel misterioso, y es marchar juntos en una bondad cada vez más viva y cada vez más elevada.
Porque hay también una bondad muerta, formada únicamente del pasado; pero el amor verdadero hace inútil el pasado y crea a su lado un inagotable porvenir de bondad, sin desdichas y sin lágrimas. Amar así es redimir nuestra alma, y adquirir una belleza igual a la del alma ya libre. «Si en la emoción que debe causarte ese espectáculo, dice a propósito de cosas análogas el gran Plotino, no proclamases que es bello, y si mirando en el fondo de ti mismo, no experimentases el encanto de la belleza, en vano buscarías en semejante disposición la belleza inteligible; pues no la buscarías sino en lo impuro y lo feo. Por esto lo que aquí decimos no va dirigido a todos los hombres. Pero si has reconocido en ti la belleza, elévate a la reminiscencia de la belleza inteligible...»
Bueno es recordar a los hombres que el más humilde de ellos «tiene el deber de esculpir, conforme a un modelo divino que él no elige, una gran personalidad moral, compuesta de él mismo y del ideal en partes iguales; y que lo que vive con plena realidad, ciertamente es eso».
Es necesario que todo hombre encuentre para sí una posibilidad particular de vida superior a la humilde e inevitable realidad cotidiana. No hay fin más noble para nuestra vida. Lo que nos distingue a los unos de los otros son las relaciones que tenemos con el infinito. El héroe no es más grande que el mísero que marcha a su lado, sino porque en cierto momento de su existencia tuvo una conciencia más viva de una de esas relaciones. Si es verdad que la creación no se detiene en el hombre y que nos rodean seres superiores e invisibles; esos seres no nos son superiores sino porque tienen con el infinito relaciones que ni siquiera podemos sospechar.