La inteligencia de las flores (16 page)

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Authors: Maurice Maeterlinck

BOOK: La inteligencia de las flores
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Acerquémonos con respeto a las más humildes y a las más altivas, a las que están distraídas y a las que piensan, a las que aun ríen y a las que lloran; porque ellas saben cosas que nosotros no sabemos, y ellas tienen una lámpara que nosotros hemos perdido. Ellas habitan al pie mismo del Inevitable y conocen mejor que nosotros los caminos que a él conducen. Por esto tienen certidumbres asombrosas y gravedades admirables, y se ve que, en sus menores actos, se sienten sostenidas por las manos seguras y fuertes de los grandes dioses. Hace poco afirmaba yo que nos acercan a las puertas de nuestro ser, y verdaderamente se creería que todas nuestras relaciones con ellas tienen efecto por la abertura de esa puerta entornada y primitiva, y en los cuchicheos incomprensibles que acompañaron sin duda al nacimiento de las cosas, cuando aún no se hablaba más que en voz baja, por temor de oír una prohibición o una orden imprevista...

No pasará el umbral de esa puerta, y nos espera en el interior, donde se encuentran las fuentes. Y cuando venimos a llamar por fuera, y ella abre, su mano no abandona jamás la llave ni la hoja de la puerta. Guarda un instante al enviado que se acerca, y, en aquel breve momento, se ha enterado de todo lo que debe saber, y los años futuros se han estremecido hasta el fin de los tiempos... ¿Quién es capaz de decir lo que contiene la primera mirada del amor, «esa varilla mágica hecha con un rayo de luz roto», rayo salido del foco eterno de nuestro ser, que ha transfigurado dos almas y las ha rejuvenecido de veinte siglos? La puerta se abre o se cierra otra vez; no hagáis ningún esfuerzo, porque todo está decidido. Ella lo sabe. Ella no tendrá en cuenta vuestras acciones ni vuestras palabras ni vuestros pensamientos, y si aún las observa, no lo hará sino sonriendo; rechazará, sin saberlo, todo lo que no venga a confirmar las certidumbres de aquella primera mirada. Y si creéis inducirla en error, sabed que tiene razón contra vos mismo y que sólo vos erráis, porque sois más realmente lo que sois a sus ojos de lo que creéis ser en vuestra alma, aun cuando se equivoque sin cesar sobre el sentido de una sonrisa, de un gesto o de una lágrima...

¡Tesoros ocultos, que ni siquiera tienen nombre!... Yo quisiera que todos los que experimentaron que son malas lo proclamasen a su vez y nos dijesen sus razones, y si esas razones son profundas, nos sorprenderán e iremos muy lejos en el misterio. Son verdaderamente las hermanas violadas de todas las grandes cosas que no se ven. Son verdaderamente las parientas más próximas del infinito que nos rodea y son las únicas que saben sonreírle con la gracia familiar del niño que no teme a su padre. Conservan en la tierra, como un joyel celeste e inútil, la sal pura de vuestra alma; y si se fueran, el espíritu reinaría sólo en un desierto. Sienten aún las emociones divinas de los primeros días, y sus raíces penetran más directamente que las nuestras en todo lo que nunca tuvo límites. Compadezco verdaderamente a los que se quejan de ellas, pues no saben en qué alturas se encuentran los besos verdaderos. Y sin embargo, ¡qué poca cosa parecen cuando los hombres las miran de paso!

Las ven agitarse, en el fondo de sus pequeñas moradas: ésta se inclina un poco; aquélla solloza; la de más allá canta; la última borda; y ¡ni uno solo comprende lo que hacen!...

Vienen a visitarlas, como se visitan cosas risueñas: no se acercan a ellas sino con el espíritu en acecho, y el alma no puede entrar sino por una gran casualidad.

Las interrogan con desconfianza, y ellas no les dicen nada porque ya lo saben; y ellos se van encogiéndose de hombros, persuadidos de que ellas no comprenden...

Pero ¿qué necesidad tienen de comprender eso, nos contesta el poeta, que siempre tiene razón, qué necesidad tienen de comprender a esas almas bienaventuradas que han elegido la parte mejor y que, como una pura llama de amor en este mundo terrestre, no resplandecen sino en el remate de los templos o en la cima de las naves errantes, en señal del fuego celeste que inunda todas las cosas?

Con frecuencia, esas criaturas que aman sorprenden, en horas sagradas, admirables secretos de la naturaleza y los revelan con una ingenuidad inconsciente.

El sabio sigue sus huellas para recoger todas las joyas que en su inocencia y en su alegría sembraron por los caminos. El poeta, que siente lo que ellas sienten, ensalza su amor y procura, con sus cantos, trasplantar ese amor, germen de la edad de oro, a otros tiempos y a otras regiones.

Porque lo que ha dicho de los místicos se aplica sobre todo a las mujeres que nos han conservado ahora el sentido místico en la tierra.

LOS AVISADOS

Son conocidos de la mayor parte de los hombres y casi todas las madres los han visto. Son quizás indispensables como todos los dolores, y las personas que no se han acercado a ellos son menos afables, menos tristes y menos buenas.

Son extraños. Parecen más inmediatos a la vida que las demás criaturas y no sospechan nada, y sin embargo, sus ojos tienen una certidumbre tan profunda, que es menester que lo sepan todo y que más de una noche hayan tenido tiempo de decirse su secreto. En el momento en que sus hermanos aun andan a tientas en torno de ellos entre el nacimiento y la vida, ya se han reconocido, ya están en pie, con las manos y el alma prontas. En seguida, sabiamente y minuciosamente, se disponen a vivir, y esa premura es la señal que las madres, discretas confidentes, sin saberlo, de todo lo que no se dice, apenas se atreven a mirar.

Muchas veces, no tenemos tiempo de verlos; se van sin decir nada y nos son para siempre desconocidos. Pero otros se detienen un poco, nos miran sonriendo atentamente, parecen a punto de confesar que todo lo han comprendido, y luego, hacia los veinte años, se alejan precipitadamente, de puntillas, como si acabasen de descubrir que se habían equivocado de casa y que iban a pasar la vida entre hombres a quienes no conocían.

Ellos mismos no dicen casi nada y se rodean de una nube en el momento en que se sienten heridos y en que el hombre está a punto de alcanzarlos. Hace pocos días, parecían estar entre nosotros, y esta noche, de pronto, se hallan tan lejos que no nos atrevemos a reconocerlos ni a interrogarlos. Están ahí, casi del otro lado de la vida, y se siente que al fin es hora de afirmar una cosa más grave, más humana, más real y más profunda que la amistad, la piedad o el amor; una cosa que aletea en el fondo de la garganta, y que se ignora, y que jamás se ha dicho, y que ya no es posible decir, porque ¡se pasan tantas vidas callando!... Y el tiempo apremia; y ¿quién de nosotros no ha esperado así hasta que no se le podía contestar?

¿Por qué vinieron y por qué se van? ¿No nacen más que para afirmarnos que la vida no tiene objeto? ¿De qué sirve interrogar si nunca se contesta? He sido varias veces testigo de esas cosas, y un día las vi tan de cerca que ya no sabía si se trataba de otro o de mí mismo...

Un hermano murió así. Hubiera dicho que sólo él había sido avisado, sin saberlo, mientras que nosotros sabíamos quizás algo sin haber recibido ese aviso orgánico que ocultaba desde los primeros días. ¿En qué se distingue a los seres sobre los cuales va a pesar un acontecimiento muy grave? Nada es visible y sin embargo lo vemos todo. Nos tienen miedo, porque les avisamos sin cesar y a pesar nuestro; y apenas nos hemos acercado a ellos cuando sienten que reaccionamos contra su porvenir. Ocultamos algo a la mayor parte de los hombres y nosotros mismos ignoramos lo que les ocultamos. Pasan, entre dos seres que se encuentran por primera vez extraños secretos de vida y de muerte, y muchos otros secretos que aun no tienen nombre, pero que se apoderan inmediatamente de nuestra actitud, de nuestras miradas y de nuestro rostro; y cuando estrechamos las manos de un amigo, nuestra alma comete indiscreciones que no se detienen quizás en el umbral de esta vida. Es posible que no haya segunda intención ninguna entre dos hombres; pero hay cosas más imperiosas y más profundas que el pensamiento. No somos dueños de esos dones desconocidos y traicionamos sin cesar al profeta que no sabe hablar. Nunca somos con los demás tales como somos con nosotros mismos; ni siquiera tales como somos con ellos en la obscuridad y nuestras miradas se transforman según el pasado y el porvenir que ven, y por esto a pesar nuestro vivimos en guardia. Al encontrar a los que no vivirán, no les vemos a ellos, sino lo que va a sucederles. Quisieron engañarnos para engañarse. Hacen todo lo posible para desorientarnos y sin embargo, a pesar de su sonrisa y de su ardor en vivir, el acontecimiento ya se transparenta como si fuera el sostén y la razón misma de su existencia. Una vez más, la muerte los ha engañado, y ven con tristeza que lo hemos visto todo.

¿Quién dirá la fuerza de los acontecimientos y si son nosotros mismos o si no somos sino ellos? ¿Nacen de nosotros o bien nacemos de ellos? ¿Los atraemos o nos atraen? ¿Los transformamos o nos transforman? ¿No se engañan jamás? ¿Por qué vienen a nosotros como la abeja a la colmena y la paloma al palomar? ¿Y dónde se refugian los que no nos encuentran en el punto de cita? ¿De dónde vienen a nuestro encuentro? ¿Y por qué nos reúnen como hermanos? ¿Obran en lo pasado o en lo porvenir? y ¿quiénes son más poderosos, los que han dejado de existir o los que no existen todavía? ¿Quién no pasa la mayor parte de su vida a la sombra de un acontecimiento que aún no ha tenido efecto? Yo he visto esas graves actitudes, esa marcha que parecía tener un fin demasiado próximo, ese presentimiento de los grandes fríos y esa vista que no se cansaba de distraerse, aún en aquellos cuyo fin debía ser accidental y sobre quienes la muerte iba a precipitarse inopinadamente de fuera. Y sin embargo, se apresuraban tanto como sus hermanos que la llevaban en sí. Tenían la misma expresión en el rostro. A ellos también la vida les parecía más seria que a los que deben vivir. Obraban con la misma atención segura y silenciosa. No tenían tiempo que perder; debían estar prontos a la misma hora; de tal manera ese acontecimiento que ningún profeta hubiera podido prever era, sin que lo supieran, la vida de su vida.

Es nuestra muerte la que guía nuestra vida y nuestra vida no tiene más fin que nuestra muerte. Nuestra muerte es el molde en que se vacía nuestra vida y ella es la que ha formado nuestra fisonomía. Sólo debería hacerse el retrato de los muertos, pues sólo ellos son ellos mismos y se muestran un instante tales como son. ¿Y qué vida no se ilumina en la pura, fría y simple luz que cae sobre la almohada de las últimas horas? ¿Es esa misma luz la que baña ya esos rostros infantiles cuando nos sonríen fijamente, y que nos imponen un silencio parecido al del cuarto en que alguien se calla para siempre?

Cuando me acuerdo de los que he conocido a quienes la misma muerte llevaba de la mano, veo una multitud de niños y de adolescentes que parecían salir de la misma casa. Son ya hermanos, y diríase que se reconocen entre sí por señas que nosotros no vemos y que ellos se hacen, en el momento en que ya no los observamos; las señales del silencio. Son las criaturas atentas a la muerte precoz. En el colegio, los discerníamos obscuramente. Parecían buscarse y rehuirse a la vez, como los que tienen la misma enfermedad. Se los veía apartados bajo los árboles del jardín. Tenían la misma gravedad bajo una sonrisa más interrumpida y más inmaterial que la nuestra, y no sé qué aire de tener miedo de revelar un secreto. Casi siempre callaban cuando los que debían vivir se acercaban a su grupo. ¿Hablaban ya del acontecimiento, o bien sabían que el acontecimiento hablaba a través de ellos y a pesar de ellos y le rodeaban así a fin de ocultarlo a los ojos indiferentes? A veces parecían mirarnos desde lo alto de una torre; y aunque eran más débiles que nosotros, no nos atrevíamos a molestarlos. La verdad es que no hay nada oculto, y todos los que me encontráis sabéis lo que he hecho y lo que haré, sabéis lo que pienso y lo que he pensado; sabéis exactamente el día en que debo morir; pero aún no habéis encontrado el medio de decirlo, ni aun en voz baja y a vuestro propio corazón. Acostumbramos pasar en silencio todo lo que nuestra mano no alcanza, y quizá sabríamos demasiadas cosas si supiésemos todo lo que sabemos. Vivimos al lado de nuestra verdadera vida y sentimos que ni aun nuestros pensamientos más íntimos y más profundos nos importan, pues somos cosa distinta de nuestro pensamiento y de nuestros sueños. Y sólo en ciertos momentos y casi por distracción vivimos.

¿Qué día llegaremos a ser lo que somos? Mientras tanto, nos hallamos ante ellos como ante extraños. Intimidaban nuestra vida. A veces se paseaban con nosotros por los corredores y los patios, y nos costaba trabajo seguirlos. A veces tomaban parte en nuestros juegos, y entonces el juego no parecía el mismo. Algunos no encontraban a sus hermanos. Erraban solos en medio de nuestros gritos y no tenían amigos entre los que iban a morir. Y sin embargo los queríamos, y ningún rostro era más amistoso que el suyo.

¿Qué había entre ellos y nosotros y qué hay entre nosotros todos? ¿En el fondo de qué mar de misterios vivimos? Aquí reinaba también ese amor que ya no se expresa porque no participa de la vida de este mundo. No soportaría quizá ninguna prueba, a cada instante parece traicionado, y la menor amistad ordinaria parece vencerlo, y sin embargo su vida es más profunda que nosotros mismos y quizá no le encontramos indiferente sino porque no se reservó para tiempos más largos.

No habla aquí porque sabe que hablará más tarde; y los que abrazamos no son nunca aquellos a quienes amamos más profundamente. Hay, pues, una parte de la vida —y es la más pura y la más grande— que no se mezcla con la vida ordinaria; y hasta los ojos de los amantes no traspasan casi nunca ese dique de silencio y de amor.

¿O bien los dejábamos solos porque, aun siendo más jóvenes, eran nuestros mayores? ¿Sabíamos que no tenían la misma edad y los temíamos como a jueces? Sus miradas eran ya menos móviles que las nuestras, y cuando se apoyaban, por casualidad, en nuestras agitaciones, éstas se calmaban sin razón, y un silencio incomprensible se extendía un momento. Nosotros nos volvíamos; ellos nos observaban y reían seriamente. Recuerdo la fisonomía de dos de ellos a quienes esperaba una muerte violenta. Pero casi todos eran tímidos y trataban de pasar inadvertidos. Tenían no sé qué pudor mortal y parecían pedir perdón por una falta desconocida y próxima. Se adelantaban; nosotros cambiábamos una mirada, nos apartábamos sin despegar los labios y lo comprendíamos todo sin saber nada.

FIN

[1]
Comparemos con esto el acto de inteligencia de otra raíz cuyas proezas nos cuenta Brandis. (Uber Leben und Polarltat). Penetrando en la tierra, esta raíz había encontrado una vieja suela de bota; para atravesar ese obstáculo que era al parecer la primera de su especie en encontrar en su ruta, se subdividió en tantas partes como agujeros habían dejado en la suela los puntos de costura, y, vencido el obstáculo, reunió y volvió a soldar todas sus raicillas divididas, de modo que no formasen más que una raíz gruesa única y homogénea.

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