La hora del mar (62 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

BOOK: La hora del mar
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Thadeus y Marianne intercambiaron una mirada de asombro.

—Hay una formación anómala del enemigo en la ciudad. No puedo decirles mucho, pero mañana lanzaremos un ataque allí. Las órdenes son concretas y simples: echar a esos monstruos.

—Creo que he visto algo de eso… —murmuró Thadeus, pensativo—. ¡Creo que lo he visto! Vi un montón de esos monstruos rampando por un monte que parecía estar en mitad de la ciudad… había centenares, quizá miles de ellos. Eran tantos, que la superficie del monte se veía totalmente negra.

El sargento le miró con suspicacia.

—Es usted una caja de sorpresas —exclamó, observándole con una mirada apreciativa—. ¿Cuándo vio usted eso?

—Al mediodía —respondió Thadeus con rapidez—. Desde la azotea del edificio donde estaba escondido.

—¿Algún dato relevante que quiera compartir con nosotros? ¿Vio lo que hacían?

—Estaba muy lejos, y miraba a través de unos prismáticos, pero me dio la impresión de que… Bueno, que construían
algo
. Me pareció que había estructuras verticales, tan oscuras como sus caparazones al menos. Pero… ya le digo que es mi percepción. Si le dijera cualquier otra cosa sería una conjetura.

—Es el monte de Gibralfaro —informó el sargento.

—¿Por qué nos cuenta esto, capitán? —preguntó Marianne.

—Sargento Torres —la corrigió éste una vez más—. Bien. La planificación de este segundo ataque… viene de arriba, lógicamente. Ellos organizan sus planes en torno a información de Inteligencia, mapas, diagramas en un ordenador, imágenes de los satélites que aún funcionan o los que hayan podido poner en circulación de nuevo estos días, y dicen: «¡Vaya! Los bichos son así y así… y parece que son tantos, así que mandaremos a estos veinte mil hombres aquí y aquí, añadiremos unos blindados y algo de soporte aéreo desde una distancia segura, y deberían hacer el trabajo». Pues bien, no funciona así.

»Yo estuve en la batalla que perdimos esta mañana, y no tengo ninguna esperanza de que vayamos a tener más probabilidades de éxito dentro de unas horas. No me importa mucho lo que envíen aquí: sé lo que vi. Sin embargo, soy un hombre que cumple las órdenes, y si hay que volver al combate, volveremos.

Los científicos volvieron a intercambiar una pequeña mirada, grave y preocupada. Marianne no podía ni imaginarse su situación; el saber positivamente que uno se enfrenta a la propia destrucción y aun así encaminarse hacia ella sin que la voz tiemble siquiera era algo que se le escapaba totalmente. Sabía que el cerebro tiene mecanismos de auto-protección que son innatos en el hombre; hacen que uno dude y que se le congelen las piernas cuando se asoma a un abismo con la intención de tirarse. Romper esos mecanismos requería un coraje y unos principios demasiado férreos, suponía, para su mentalidad de civil individualista.

—Sin embargo —continuó el sargento Torres—, cuando vi el espantoso disfraz que trajo usted, se me ocurrió algo.

Thadeus se inclinó hacia delante, lleno de curiosidad.

—¿Qué es lo que tiene en mente?

—Me preguntaba si podríamos… —dijo el sargento lentamente, y Thadeus tuvo la sensación de que estaba aún perfilando el plan en su cabeza—. Bien, mañana tendremos aquí Grupos de Operaciones Especiales. Supongo que han oído hablar de los Boinas Verdes. Solían dedicarse a la guerra de guerrillas, pero hoy día se especializan en misiones de infiltración. Cosas como vigilancia o ataques localizados, pero si es necesario, pueden actuar detrás de las líneas enemigas.

Thadeus carraspeó, incómodo.

—Pero, sargento —dijo—, estos seres se amontonan como chinches, ¿cree que…?

—No sé cómo lo hacen —se apresuró a contestar el sargento, tajante—. No es mi campo. Pero sé que hacen cosas increíbles, y mañana tienen un objetivo claro. Mientras el grueso de nuestros hombres presentan batalla en las calles de la ciudad, estos comandos especiales tomarán una ruta alternativa que les llevará hasta algún punto lo más cercano posible a Gibralfaro, y una vez allí… Bueno, esa parte no es relevante para nuestra conversación.

Entonces volvió a sentarse y dedicó unos segundos a estudiar a los científicos, mirándoles fijamente a los ojos.

—Bien, lo que quiero saber es si, según su opinión de expertos, si estos hombres podrían viajar en transportes camuflados.

—Un Caballo de Troya —exclamó Thadeus lentamente. Un brillo de comprensión asomó en sus ojos cansados.

—Algo así —fue la respuesta.

Eran las dos y cuarto de la madrugada, y el vehículo oruga avanzaba lentamente por entre las colinas, iluminadas por el tenue resplandor de la luna. Ninguno de los cinco hombres decía nada, pero en sus cabezas bullían lúgubres pensamientos.

—Estamos llegando —susurró uno de ellos—. ¡Más despacio, joder!

—¡Que vaya más despacio no hará que el ruido del motor sea menos fuerte! —protestó el conductor.

—Joder, joder…

—Pues entonces para aquí… —exclamó un tercer hombre—. ¡Para ya! El valle está al otro lado de ese promontorio. Joder, deja aquí el vehículo y traigamos esa mierda nosotros mismos!

El conductor aminoró la marcha hasta que el vehículo oruga se detuvo con un traqueteo terminal, y el silencio cayó sobre ellos; únicamente el sonido metálico del Zumbido persistía, tan monótono como regular.

Los hombres escudriñaron a su alrededor, girando la cabeza con rapidez. Era como si esperasen que algo pudiera acercarse a ellos sin que lo advirtieran. Después de lo que les habían contado los supervivientes de la batalla, se sentían desprotegidos e indefensos, y ni siquiera podían evitar mirar al cielo estrellado; temían que en cualquier momento, un tráiler de varios cientos de toneladas se les viniese encima emitiendo un silbido casi inaudible. Sostenían sus fusiles reglamentarios en las manos, pero se aferraban a ellos como si fueran ositos de felpa. Tenían la sensación de que serían completamente inútiles si les sorprendían.

Sólo cuando comprobaron que no había nada ni nadie a la vista y que el cielo no se precipitaba sobre sus cabezas, se sintieron capaces de descender del vehículo.

—Detrás de esa colina deberíamos verlo… —susurró alguien.

—¿Y si echamos un vistazo antes?

—Buena idea —replicó otro soldado—. Ve tú mismo, Zamora.

—Joder, ni huevos!

—La idea ha sido tuya.

Zamora iba a protestar, pero entre las penumbras de la noche comprobó por sus miradas inquisitivas que el resto de sus compañeros ya habían elegido. Y votado. Jueces, jurados y verdugos. Pensó en negarse, pero ya sabía cómo acabaría eso: era mejor coger el camino del medio y hacerlo sin aparentar debilidad si no quería ser objeto de bromas y burlas durante el resto de su carrera profesional en el ejército.

Qué coño de carrera
, pensó lúgubremente.
Si hay alguna carrera que vivir.

Zamora se dio la vuelta y empezó a ascender por la loma, moviéndose tan lentamente y de una forma tan extraña que parecía un astronauta sobre la superficie de la Luna. Era apenas una suave pendiente, tan sólo unos metros de ascensión que enseguida perdían fuelle y después el terreno caía abruptamente hacia abajo. Cuando coronó su parte más alta y tuvo ante sus pies el valle en el que se había producido la contienda aquella misma mañana, se quedó lívido.

Estaba todo lleno de cadáveres.

Hombres y monstruos yacían juntos por doquier, formando una pavorosa alfombra donde la muerte parecía haber hilvanado complicados diagramas. Era como observar el resultado absurdo e irresoluto de una atroz batalla medieval donde nadie se había erigido en ganador; no había antorchas dispuestas para permitir a los vivos hacerse cargo de los muertos, no había heridos, ni gloria. No había nada, sino el comunismo integral de los caídos.

Allí estaban también los restos retorcidos de los blindados. El acero había sido arrancado a pedazos, y sus fabulosos blindajes se asemejaban a viejas latas de conserva que hubieran sido abiertas a dentelladas. Los cañones, vencidos, apuntaban en todas direcciones. Había también una enorme cantidad de pequeños utilitarios, desparramados por doquier. Algunos estaban hundidos en la tierra, medio enterrados, y otros eran apenas una lámina delgada y aplastada. Había autobuses, camiones y confusos trozos de roca, algunos tan grandes que parecían los restos de alguna fortaleza. Uno de ellos aún tenía una marquesina adherida donde se leía una frase incompleta: GABINETE JURIDIC.

El olor era dulzón y penetrante, y arrastraba todavía un sutil vestigio de humo y pólvora.

Zamora necesitó unos segundos para que su mente comprendiera siquiera la estremecedora enormidad de lo que estaba viendo. Por unos instantes incluso se olvidó de que podía ser detectado por ojos atentos, centinelas que hubieran quedado apostados para vigilar el lugar de la batalla. Permaneció allí, de pie, abrumado por la cantidad de compañeros sin vida que se entretejían con los cuerpos caídos del enemigo.

Los otros soldados llegaron donde él estaba. Uno empezó a decir algo, pero enmudeció en el mismo instante en el que coronó el montículo. Nadie dijo nada durante un rato.

—¿Cuántos necesitamos? —preguntó uno de ellos. Su voz sonó seca y pastosa, como si intentara hablar con la boca llena de arena.

—Siete —contestó otro, sin poder apartar la mirada del campo de batalla.

—Será mejor empezar cuanto antes.

—No esperaba esto —dijo Zamora entonces—. No lo esperaba.

—En cualquier caso, es mejor así. Aquí no queda una mierda.

—¿Seguro? No es… Quiero decir, no es sensato. Si fue el frente de ataque esta mañana, debería quedar alguien vigilando. Es lo que haríamos nosotros. Es lo que haría cualquiera.

—Son bichos —exclamó su compañero—. No creo que podamos esperar de ellos cosas así.

El soldado pareció querer añadir algo, pero finalmente permaneció en silencio.

—Vamos. Tenemos nuestros ganchos. Cuanto antes acabemos, antes volveremos.

Recorrieron en silencio la distancia que les separaba de los primeros cadáveres, sintiendo que cada paso que daban les exponía más a un peligro incierto. En circunstancias de combate normales, la operación no habría podido llevarse a cabo. No hubiera habido forma de acercarse sin ser detectados por francotiradores, que emplearían miras telescópicas nocturnas. Ni siquiera arrastrándose con trajes de camuflaje habrían pasado sin ser descubiertos. Pero sabían que el enemigo no usaba ningún tipo de arma, así que lo único que tenían que vigilar era que no hubiera movimiento en la línea del horizonte.

El suelo empezó a volverse oscuro a medida que se acercaban a la zona donde estaban los primeros cadáveres, horriblemente mutilados. Había miembros cercenados, torsos partidos en dos y montones de algo que parecía carne ensangrentada, pero que no pudieron identificar. El olor era empalagoso y les provocaba arcadas, y el color de la tierra… Debido a la sangre derramada, la tierra se había vuelto negra y blanda, como si acabara de llover.

Haciendo un poderoso esfuerzo psicológico, los soldados llegaron hasta el primer monstruo derribado. Zamora sintió el frenético impulso de subirse a horcajadas y golpearlo, golpearlo con los puños hasta que su famosa coraza blindada se viniese abajo, pero cerró los puños, apretó los dientes y consiguió contenerse.

—Es… es gigante —susurró alguien.

—Mierda —masculló el soldado que estaba a su lado—. Debe de pesar una tonelada. Vamos a tener que llevarlo entre varios.

—Joder…

El civil que había hablado con ellos les había dado instrucciones. Era un científico de alguna clase, por lo que el sargento había dado a entender, y explicó que la coraza era demasiado dura para ser perforada por ganchos. Sin embargo, en las articulaciones había zonas donde podían engancharlos. La cornisa del escudo cefálico era también un excelente lugar para clavarlos. Pero conseguirlo no resultó tan sencillo como podía parecer; tuvieron que hacer un esfuerzo tremendo para imprimir al golpe la fuerza necesaria.

—¿Lo tenemos? —preguntó un soldado.

Zamora tironeó con fuerza.

—Creo que sí —dijo. Estaba sudando por el esfuerzo y la temperatura, incluso a esas horas.

—¿Todos lo tenemos?

Hubo un asentimiento generalizado, pero interiormente, todos compartían una misma inquietud: el cadáver no se había movido lo más mínimo a pesar de los fuertes tirones.

—Bien, empezamos a tirar en tres… dos… uno…

Los cinco hombres tiraron con fuerza. Los ganchos aguantaron y el cadáver se desplazó, pero apenas unos centímetros. Aunque todos lo habían temido, el hecho les sorprendió poderosamente.

—¡La burra de oro! —exclamó Zamora.

—Pesa como una perra… —soltó su compañero.

—Vamos, ¡tirad, cabrones!

Reanudaron los esfuerzos, sin poder evitar echar furtivos vistazos alrededor. Zamora hubiera preferido el silencio a ese estridente sonido que lo bañaba todo. Era como la banda sonora de una mala película de los setenta, repetitiva y machacona hasta la obsesión, y estaba seguro de que influía en el ánimo de todos ellos. Aun así consiguieron arrastrarlo varios metros antes de que uno de ellos pidiera parar unos segundos. Usaban ganchos para la carne, y el hierro se clavaba en los dedos hasta dejarlos enrojecidos. No todos tiraban, sin embargo; dos de ellos se enfrentaron a la desquiciante tarea de apartar los cuerpos de sus compañeros caídos para que la monumental criatura pudiera ser arrastrada por el suelo. Algunos de esos cuerpos tenían profundos cortes en el torso, y al desplazarlos, las vísceras se desparramaban por el suelo con un sonido acuoso.

—Por el amor de Dios… —graznó el soldado.

Se había manchado las botas de sangre y bilis, y unos intestinos delgados como serpientes resbalaban perezosamente por ellas. Empezó a sacudirse con la intención de librarse de ellos, pero se enredaron aún más y empezaron a sacudirse en el aire como los tentáculos de alguna macabra marioneta.

—Teníamos que haber traído unos guantes —soltó alguien, jadeante.

—¡Venga, coño! Tenemos que arrastrar seis más como éste… ¡si no nos damos prisa, nos pillará el amanecer!

—Y al amanecer, ¿qué? —explotó el soldado que acababa de librarse de la espantosa casquería. Aunque ninguno podía verlo, tenía las mejillas tan rojas que parecía la sirena de un coche de bomberos—, ¿Sabéis dónde nos envían? ¡Aquí mismo! ¡Aquí mismo, joder!

Zamora se puso nervioso.

—Por Dios, ¡cállate! —exclamó.

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