—¿Has visto eso? —exclamó Jonás—. ¡Como en el túnel!
Como en el túnel, sí
, pensó Merardo, estremecido.
Una especie de combustión instantánea, una desintegración tan rápida y fulminante que ni siquiera ha salido una pequeña voluta de humo. Sin calor. Como un láser frío.
Miró otra vez hacia arriba, con el ceño fruncido. El techo del pozo se estaba derrumbando, de eso no había duda, pero ¿cuál era la causa? Aquella chimenea tenía toda la pinta de tener cierta antigüedad: el suelo estaba cubierto de tierra y polvo, y la roca tenía ese aspecto natural que cualquier excavación adquiere con el tiempo, incluso las realizadas con ayuda de máquinas.
Y, ¿quién ha estado conspirando contra el Hombre, cavando en silencio bajo los montes de Málaga, sin que nadie se percatara de nada?
¿Por qué?, ¿por qué en ese preciso instante? ¿Era algo que la geoda estaba provocando? ¿Eran las criaturas sobre el castillo, abriendo finalmente el abismal pozo a la luz del sol?
¿Es para entrar, o para salir?
Se preguntaba todo eso cuando Jonás, sin mediar palabra, se puso inesperadamente en pie. Merardo quiso advertirle, gritar
«¡Te van a ver!
», pero las palabras murieron en sus labios antes de pronunciarlas. Se daba cuenta de que aquel prodigioso ingenio extraterrestre ya debía saber de su presencia.
Jonás inclinó suavemente la cabeza.
—Ese sonido…
Merardo pestañeó.
No lo había escuchado hasta ese momento, pero el hombre tenía razón: había un extraño sonido en el aire. ¿Cómo no había reparado en él hasta ese momento? Era una especie de Zumbido, un sonido arrastrado y monótono, como el de un viejo motor, pero más grave. Miró hacia arriba, preguntándose si el ruido era de algún aparato de excavación; una enorme pala que estuviera rompiendo el techo de la cueva, pero no parecía provenir de ese lado. Miró hacia abajo, hacia la geoda, pero tampoco le convenció la idea. Entonces cerró los ojos e inclinó la cabeza a uno y otro lado.
Aun así tampoco pudo identificar la fuente del sonido.
—Ese sonido… —repitió Jonás—. Es como el de mi sueño.
—¿Qué sueño? —preguntó Merardo.
—El sueño —explicó Jonás suavemente, girando la cabeza lentamente para mirarle—. El del indio desnudo.
Merardo quiso decir algo, explicarle que a veces los sonidos que escuchamos mientras se producen los diferentes estadios del sueño se mezclan con los procesos oníricos, pero una enorme sacudida lo hizo estremecerse. Apoyó las manos contra el suelo para no perder el equilibrio.
Jonás no tuvo tanta suerte. Perdió apoyo y se precipitó hacia el vacío, con las manos extendidas hacia delante. Ni siquiera dijo nada mientras caía
—¡NO! —gritó Merardo.
La sacudida cesó, y se aventuró a mirar hacia abajo. Como había temido, no quedaba ni rastro del pobre hombre; debía haberse fundido al tocar la superficie de la esfera alienígena. Ni siquiera se había producido sonido alguno, como el del agua cuando rebosa el cazo y cae sobre la plancha caliente. Había desaparecido sin más.
Como la mantequilla en la sartén.
Apretó los dientes y descargó un golpe contra el suelo, espoleado por un acceso de rabia. ¡Estaba tan cerca de él! Si hubiera reaccionado, habría podido salvarlo. ¡Había sido una muerte tan absurda!
Se quedó allí un rato, preguntándose qué opciones tenía ahora. ¿Se quedaría esperando a que el pozo se abriera o a ser desintegrado como grasa caliente? ¿Regresaría por la espiral con la esperanza de esconderse en algún resquicio y, quizá, asistir con sus propios ojos a cómo las criaturas abisales salían a la superficie?
¿Qué tipo de alternativas de mierda eran ésas?
Estaba siendo zarandeado por esos y otros pensamientos aún más derrotistas cuando de repente, por encima del sonido metálico que flotaba en el aire, una voz se dejó escuchar en el abismo.
¡Merardo!
Merardo dio un respingo. Esa voz… la hubiera reconocido en cualquier parte, aún preñada de un extraño eco como estaba. ¡Era
su
voz, era la voz de Jonás!
Se asomó otra vez por el borde de la repisa, inundado de una inesperada urgencia y de una clara alegría. Tenía la esperanza de verlo, quizá, agarrado a algún saliente que se le hubiera pasado por alto la primera vez. Sin embargo, las paredes de roca estaban completamente peladas; sólo unas tímidas raíces de un color apagado parecían asomar por ellas como una prueba más de la antigüedad de la excavación.
—Jonás! —llamó—. ¿Dónde estás?
Silencio.
—Jonás! Jonás, no te veo!
Esta vez, la voz respondió tan alta y clara que Merardo pensó que sonaba dentro de su propia cabeza. El mensaje hizo que se le erizaran todos los cabellos de la nuca.
Estoy dentro, Merardo… ¡Estoy dentro!
Cuando los primeros soldados empezaron a llegar al campamento, la noticia del fracaso de la ofensiva contra los invasores se extendió como el fuego en un reguero de pólvora, y las cosas se pusieron realmente mal.
Marianne parecía ir rebotando entre los grupos de gente, enterándose a duras penas de lo que había pasado. Algunos decían que había habido una gran batalla en la ciudad, y que los soldados habían perdido; que habían sido masacrados. Otros aseguraban que los bichos avanzaban ya hacia ellos, ocultando las colinas bajo un manto oscuro, como una plaga de mangostas. Y había otras historias, más difíciles de digerir. Una de ellas hablaba de autobuses voladores, lanzados como proyectiles desde varios cientos de metros de distancia.
Pero Marianne lo creyó. Ella había visto los barcos.
El pánico se apoderó de la gente. Cientos de personas recogieron simplemente sus cosas y empezaron a huir hacia el norte. Algunos querían llevarse con ellos las raciones alimenticias y el agua que les correspondía por derecho, y no sólo los del día, sino los de varias semanas, así que lanzaron una especie de asalto contra el área restringida militar donde se almacenaban las provisiones. Para entonces, el número de soldados era extremadamente reducido; demasiado como para controlar aquella masa exaltada. Como no querían abrir fuego contra los civiles, acabaron por retirarse también de allí. Los refugiados arrasaron con todo. Los estantes cayeron al suelo, la harina, los huevos, la leche… todo acabó disperso por el suelo, formando un barro blancuzco como la masa de un pastel. Las latas rodaban por todas partes, y hubo peleas y heridos.
Robaron los camiones de transporte. Algunos se marcharon conducidos por una sola persona.
Marianne acabó desplazándose fuera del campamento. Sabía que, en cualquier momento, alguien podía hacerle daño. Podía imaginarse a algún colgado, con los ojos enrojecidos, intentando adivinar qué ocultaba en sus bolsillos. Se encontró otra vez en el extremo sur, escuchando los gritos y viendo cómo algunas de las tiendas se desmantelaban: había quien pensaba que era buena idea llevarse la lona que las recubrían. Columnas de humo oscuro se elevaban hacia el cielo en al menos dos lugares diferentes.
Se quedó mirando la escena con lágrimas en los ojos, totalmente desesperanzada. Ni siquiera la amenaza de un posible ataque por parte de aquellas criaturas le hacía desviar la atención del hecho horrible que estaba presenciando. Era consciente de que aquella reacción de la gente estaba motivada por el
miedo
, el Miedo en mayúsculas, el mismo que había permitido al hombre sobrevivir y llegar hasta donde había llegado en su carrera por la supervivencia. Era el que hacía funcionar los engranajes del egoísmo, el que hacía a uno decidir que su bienestar estaba por encima del de todos los demás.
Sacudió la cabeza.
Había tratado de tomarse las cosas con calma, pero ahora sus pensamientos giraban dolorosamente hacia su padre, el único familiar vivo que le quedaba. Vivía en Francia, en un hermoso pueblo lo suficientemente alejado de la costa como para que no se hubiera preocupado mucho por él hasta ese momento, pero de repente le preocupaba la gente. Si las fuerzas del orden público ya no podían controlar la situación, ¿quién le decía que no intentarían entrar en su casa, y que moriría aferrado a un paquete de fideos a manos de dos tipos que quisieran quitárselo?
Comprobó otra vez su móvil, aunque ya sabía lo que encontraría antes de que la pantalla se encendiese; al fin y al cabo no había visto a nadie hablando por teléfono en todo ese tiempo.
Una voz a su espalda le hizo dar un respingo.
—¿Hola?
Se giró, sobresaltada. Resultó ser el hombre que se parecía a Jesucristo, sólo que ahora tenía el torso desnudo y estaba cubierto de sudor. Sin darse cuenta, había vuelto a salir del campamento por el mismo lado que la última vez; el caparazón de tortuga hecho de ramas seguía en construcción a unos ciento cincuenta metros de donde estaba, y esta vez había mucha más gente alrededor. Y no sólo alrededor, estaban literalmente encaramados a la estructura, contribuyendo con sus manos a erigirla. Le recordó a uno de esos cuadros antiguos donde aparecían escenas de edificación, como el de la Torre de Babel de Brueghel. En ellos se mostraba a gente trabajando con instrumentos rudimentarios; demasiada gente, de hecho, colaborando en las tareas más pequeñas.
—Hola… —dijo, secándose las lágrimas con las manos. Estaba tan sucia que supuso que éstas debían haber dejado unas buenas marcas negruzcas en la cara.
—¿Estás bien?
—No. Nada está bien —contestó Marianne. Quiso añadir que prefería que la dejara sola unos instantes, pero luego recordó con cuánta amabilidad le había dado su agua, y se calló. Una voz ladró en su cabeza:
¡Te lo dije! ¡Así es como funciona! ¡Te dan algo pequeño, y luego te piden algo grande!
—Tienes razón —dijo el hombre, levantando la vista hacia el campamento. Una nueva columna de humo había surgido de repente, en algún lugar entre las otras dos—. Las cosas están peor. Pero quizá pronto podamos cambiar eso.
Aquí viene.
—¿En serio? —preguntó ella.
Él se acuclilló para quedar a su altura, y otra vez la obsequió con aquella sonrisa maravillosa. Cuando sonreía se le formaban unas arrugas alrededor de los ojos que los hacían parecer joviales.
—¿Te acuerdas de lo que te dije? Pues nuestro chamán está todavía preparándose, pero pronto se reunirá con todos nosotros. ¿Querrás escucharlo? Yo llevo haciéndolo mucho tiempo, y te aseguro que es algo que… —hizo una pausa, como intentando encontrar las palabras adecuadas—. Bueno, es algo que merece la pena. ¡A mí me cambió la vida!
—Es… Está muy bien —balbuceó Marianne—. Pero en estos momentos no creo que sea algo así lo que necesito, ¿entiendes?
—¿No has encontrado aún a tus amigos?
—No. Pero es igual. Todo el mundo está yéndose, aunque ellos no se irían sin mí. Y si no han llegado aquí todavía, imagino que lo harán de una forma o de otra, tarde o temprano. Los esperaré.
El joven asintió con gravedad.
—Eres muy valiente quedándote aquí si has oído la mitad de lo que hemos oído nosotros. Y probablemente no sea ni la mitad de todo lo que habría que oír.
—Bueno —exclamó Marianne lúgubremente—, no tengo fuerzas para irme a ninguna parte, de todos modos. Ya no.
—Está bien —dijo él—. Bueno, tengo que dejarte, tenemos mucho que hacer y muy poco tiempo.
Se despidieron brevemente y el hombre se alejó a zancadas. Marianne se dio cuenta de que ni siquiera sabía su nombre, pero lo que más le sorprendió en cuanto fue consciente de eso fue que le hubiera gustado saberlo.
Para el anochecer, el campamento había vuelto a la normalidad. Los que habían querido huir lo habían hecho ya, y los soldados habían recobrado poco a poco el control de lo que quedaba de su pequeño acuartelamiento. Resultó que en todo el centro de refugiados quedó un número muy reducido de personas, y éstas, atendiendo quizá un primitivo instinto de protección, fueron cogiendo sus escasos bártulos y congregándose unas junto a otras, cerca de la zona militar.
Algunos veían la diáspora como algo bueno.
—Ahora no tendremos problemas de abastecimiento —decía un hombre.
Marianne, que estaba mirando uno de los camiones cisterna volcado sobre su costado, tenía sus dudas. El agua se había escapado del contenedor que alguien había golpeado con algún objeto contundente; formaba un inmenso charco que había acabado por dar lugar a una suerte de barrizal. Los barracones con las provisiones habían sido saqueados, y lo que no se habían llevado era difícilmente aprovechable.
A poca distancia de los barracones había un vehículo oruga equipado con una ametralladora pesada y un par de tanques. Habían llegado desde el sur unas horas antes, rugiendo miserablemente y levantando nubes de polvo. Uno de ellos se acercó dejando un rastro de humo negro a su espalda, evidenciando una avería mecánica. Marianne y el resto de los refugiados que ahora se encontraban allí reunidos lo habían inspeccionado desde cierta distancia: estaban llenos de raspaduras y pequeñas abolladuras, y aunque nadie dijo nada, todos supieron inmediatamente qué las había producido.
Era todo cuanto quedaba de la línea de defensa del ejército.
—Puede que no haya mucho que cenar hoy —exclamó el hombre de nuevo—. Pero apuesto a que mañana volverían a traer alimentos y agua.
—Es algo que podríamos averiguar —dijo alguien más.
—¿Cómo?
—Vayamos a hablar con los soldados.
—¡Sí! —dijo una mujer. Llevaba el pelo cubierto con un pañuelo de vivos colores, y una especie de vestido suelto. Los dibujos de flores y los infantiles encajes le daban el aspecto de una hippy salida de Woodstock—. Hablemos con el oficial al mando. Ahora nos escucharán. Porque si no va a haber más alimentos y más agua, más nos valdría seguir a todos los que se marcharon.
Miraron con incertidumbre hacia las colinas por las que los desplazados habían desaparecido hacía ya horas, pensativos. La oscuridad las había vuelto extrañas y deformes, y en su majestuosa soledad parecían ocultar tenebrosos secretos.
—Bonito e incierto destino el de esos hombres y mujeres —opinó alguien más. Estaba cerca de donde Marianne se encontraba, y lucía grandes músculos que sobresalían debajo de una renegrida camiseta de tirantes—. La temperatura cae bastante por la noche, aunque estemos en verano.
La hippy asintió.
—Muchos volverán. Estoy segura —dijo.
—Había niños. Niños pequeños —comentó alguien.