No le importaba demasiado que Estados Unidos, España o cualquier otro país ocultara cosas; al fin y al cabo, el misterioso agente Jordan ya había puesto parte de esa información restringida sobre la mesa en la primera y única reunión que celebraron, hacía ya unos días. Pero el hecho de que Jordan no hubiera convocado ninguna otra reunión debía haberle parecido significativo. Ahora lamentaba no haber prestado más atención a ese hecho. ¿Qué había sido de él, y de Maxwell? No había pasado tanto tiempo, pero esperaba una comunicación mucho más fluida.
Sobre todo, le sorprendía que, en el marco de la cooperación internacional y, sobre todo, en un comité de alto nivel como era ése, no se barajara toda la información. Dicho conocimiento era imprescindible para superar la crisis a la que se enfrentaban. Pichou había leído artículos, la mayoría en revistas de divulgación comerciales, sobre si el hombre estaba empleando tecnología alienígena. Cosas como el transistor, el láser, la fibra óptica, los circuitos de estado sólido o los sistemas de conmutación a gran escala se mencionaban como posibles avances auspiciados por el estudio de restos de naves de procedencia extraterrestre. Si ése era el caso… Bien,
si ése era el caso
, realmente, podía comprender que esa información no fuese revelada. Las repercusiones podían ser tremendas, sobre todo para los países que habían hecho uso de esa tecnología sin compartirla con el mundo. En ese caso, podía entender la ocultación.
Lo que más le fastidiaba era no tener todas las piezas del rompecabezas. ¿Y si uno de los puntos en que los monstruos estaban construyendo cosas estaba en mitad de la jungla del Amazonas? ¿Quién, aparte de algunos indígenas y unos cuantos monos chillones, podría dar parte de ello? ¿Y si alguno de los puntos estaba localizado en uno de los países que ya se habían perdido, como Cuba, o las Malvinas, o Japón?
Mientras los portavoces interponían protestas por lo inusual de la situación que acababa de producirse, Pichou se quedó callado, pensativo. Notaba la tensión a su alrededor, pero en su cabeza, su cerebro trabajaba de prisa.
Por entonces ya sabía que no sacaría nada más de esa reunión. No, lo sacaría de otra parte.
Cuando las reuniones terminaban, siempre ocurría lo mismo: casi todo el mundo salía corriendo a sus puestos. Algunos hacían una pequeña pausa en la máquina del café, aunque sólo fuera para mantenerse despiertos. Hacía ya demasiadas horas que habían transgredido el umbral de lo que era considerado saludable.
Pichou se retiró, quedamente, al despacho que le habían asignado, con una tormenta de pensamientos arremetiendo contra su castigado cerebro. Solía pensar rápido, y llegaba a conclusiones como si éstas explotasen inesperadamente en su cabeza, pero ahora, múltiples líneas de pensamiento vibraban en su interior como cuerdas de violín excitadas por el músico más virtuoso del mundo. Ni siquiera se había mencionado nada de lo que había incluido en su informe: el turno español pasó sin que nadie hiciera ninguna referencia a las señales de radar, señales que correspondían a movimientos frenéticos de objetos metálicos recorriendo los mares de todo el mundo. Ni una sola mención.
Cuando llegó al despacho, su compañero, Alan Gallop, le esperaba allí. Había empapelado las paredes con notas y documentos, diagramas, apuntes y fotografías, y la superficie de la mesa también estaba llena de papeles. A Pichou le gustaba tener todas las referencias a mano; le gustaba colocarse en el centro de la sala y tener una impresión general de lo que estaba ocurriendo simplemente dando vueltas sobre sí mismo. Lo llamaba su
paperware desktop
[3]
y era mucho más eficiente que cualquier aplicación que pudiera guardar en un ordenador.
Gallop, por su parte, era un experto en tecnologías de la información. Había trabajado en la industria del entretenimiento asistido por ordenador durante diez años, aunque ése, naturalmente, era un eufemismo para una palabra que prefería evitar: videojuegos. No le gustaba jugar ni la gente que jugaba, demasiado estridentes para su gusto, pero sí la arquitectura interna que hacía que un juego de ordenador resultase novedoso o interesante. La época en la que estuvo trabajando en la industria fue la época dorada de los grandes avances, sobre todo, en los campos de los sistemas de red multijugador y la inteligencia artificial. Todo era nuevo: los procesadores y las GPU mejoraban cada pocas semanas, los sistemas operativos evolucionaban con una rapidez inaudita y las técnicas de programación se reinventaban constantemente. Estuvo bien mientras duró, pero cuando los modelos de desarrollo se volvieron estándares y hubo menos dinero para investigación, terminó por aburrirse. Después de eso fue saltando de una empresa a otra, casi siempre como programador sénior, hasta que después de desarrollar un
software
de seguridad altamente avanzado para el Credit Du Nord, fue captado de una forma bastante inesperada por la DGSE (Dirección general de Seguridad Exterior) francesa, donde finalmente terminó por encontrarse en su salsa. Usaban sistemas muy complejos, y había mucho campo para que un programador inventivo como él pudiera dedicarse a mejorar ciertos módulos.
—¿Qué tal? —preguntó Alan cuando escuchó que su colega entraba en la habitación, pero no era una pregunta, sino un simple saludo. Ni siquiera se volvió para mirarle; estaba usando el ordenador que el gobierno español había puesto a su servicio, y cuando se zambullía en la pantalla hacía falta una espátula para despegarle.
—Bien, muy bien —contestó Pichou con aire indiferente—. Se mencionaron algunas cosas pero al final resultaron no tener importancia. Así que… seguiré trabajando sobre el plan de ataque de los monstruos.
—Aja… —respondió Alan.
Pichou sabía que, seguramente, su colega ni siquiera había escuchado lo que le había dicho. Cuando trabajaba, era como si su cerebro funcionase en un solo canal, y ahora se encontraba ocupado ideando unos
scripts
automatizados que Pichou le había pedido. Esos procesos generarían datos estadísticos; cálculos sobre las zonas de ataque, densidad de los ataques en las costas, su posición respecto a los «puntos de entrada» y muchas otras cosas. Pichou esperaba que en algunos de esos datos se escondiera el patrón que estaba buscando.
Después de unos instantes, sin embargo, Pichou deslizaba distraídamente su teléfono móvil hacia su campo de visión. Gallop miró, todavía sin comprender, pero después vio escrito en la pantalla un mensaje de texto que decía:
NO DIGAS NADA, POR SI NOS ESCUCHAN, PERO NECESITO ACCESO. ACCESO A TODO.
¡Fuego!
Todo parecía arder… ¡Calor, calor!, como si su cuerpo estuviera revestido de furibundas llamas engendradas en las abrasadoras calderas del infierno. Pero no era fuego, sino los rayos de sol del mediodía andaluz; Thadeus, meciéndose todavía al borde de la vigilia y el sueño, despertaba, con la frente enrojecida y la cabeza ardiendo como si tuviera fiebre.
Sin ser capaz todavía de enfocar la vista, el geólogo empezó a desabotonarse la camisa, sofocado. Abrir los ojos no representaba mucha diferencia: el sol le había incendiado los párpados y todo lo que veía era una palpitante mancha roja.
Y la cabeza. Parecía vibrar como si estuviese hecha de cristal. Se llevó una mano temblorosa a la nuca y tocó una especie de costra ligeramente húmeda con la yema de los dedos, y entonces recordó: ¿acaso no estaba mirando hacia el horizonte cuando, de repente, sintió un fogonazo blanco, y luego ya no supo más?
Desde luego, no ha sido un golpe de calor
, se dijo entre las brumas de su aturdimiento.
Pestañeó, intentando situarse.
Era la terraza todavía, eso desde luego, pero…
Una voz soltó una exclamación ahogada a su lado.
—¡Es-Estás vivo!
Al principio le pareció una especie de graznido sobrenatural, demasiado agudo como para resultar humano. Pero luego reconoció el timbre.
Es ella. La joven. La… bipolar. ¿Cómo se llamaba? Rachel. Reichel. No, Rebeca. Rebeca Bipolar.
—Hola… —dijo, confusamente, intentando localizarla a su alrededor.
Tenía la garganta seca y la voz sonó grave y rota, como si hubiera estado tumbado en una mala postura.
Percibió un rebufo de aire cerca y se encogió sobre sí mismo, sin saber qué pasaba. Resultó ser Rebeca Bipolar, que se acuclillaba a su lado y le lanzaba una lluvia de tortazos. Thadeus levantó los brazos para protegerse, pero las bofetadas cayeron sobre su cabeza (donde retumbaron como martillos de guerra) y le recorrieron la cara. Thadeus protestó.
—¡Eh, eh!
—¡Estás vivo, hijo de puta! —gritaba ella, ahora entre sollozos—. ¡Me has asustado, me has asustado mucho!
Thadeus intentó cogerle de las muñecas, pero le golpeaba con una rapidez desmesurada y él tampoco había recuperado toda la movilidad necesaria.
—¡Basta! —gritó.
Y ella, sorprendentemente, obedeció. Thadeus se quedó hecho un ovillo, con una pulsación salvaje en las sienes y olor a sangre en la nariz. Esperó unos segundos y luego se atrevió a mirar.
Rebeca, prácticamente volcada sobre él, le miraba, con ojos hinchados y enrojecidos. Sus mejillas estaban llenas de churretes, como si las lágrimas hubieran dejado manchas en la piel. Su mandíbula temblaba, coronada por un puchero lastimoso.
—¡Estoy bien! —dijo Thadeus entonces—. Estoy bien…
—Lo… Lo siento —susurró Rebeca.
Bueno
, pensó Thadeus,
ha debido asustarse. Ha debido asustarse tanto que ha subido hasta aquí, arrastrándose por las escaleras, para ver qué pasaba conmigo. Y ya que estoy con eso, ¿qué ha pasado conmigo? ¿Qué me golpeó?
—¿Qué ha pasado? —preguntó al fin, intentando incorporarse. En el suelo, una mancha brillante llamó su atención. Era sangre. Era
su
sangre, formando un pequeñísimo charco en las baldosas relucientes al sol.
Oh, Dios.
—Yo… me asusté… creía… cre-creía que me ibas a abandonar —dijo ella, atropelladamente.
—Jesús, no —soltó él—. Rebeca, no… Sólo iba a echar un vistazo, pero…
De repente se interrumpió.
No, espera un momento. Algo me golpeó, tan claro como que en esta ciudad del demonio hace un calor asfixiante. Alguien me golpeó. Y ese alguien… Ese alguien puede seguir por aquí todavía.
Miró a uno y otro lado, pero la terraza estaba tan vacía como lo había estado antes de perder la conciencia. La única notable excepción eran las sombras; un poco mas alargadas, le parecía. La luz había cambiado, sí, lo que significaba que había estado inconsciente durante más tiempo del que hubiera sido recomendable.
—Rebeca —preguntó en voz baja—, ¿has visto a alguien?
—Lo siento… —seguía repitiendo ella, como si no le hubiera escuchado. Ahora parecía a punto de romper a llorar de nuevo—. Lo siento, creí que… creí que te había matado…
Thadeus pestañeó.
Creí que te había matado.
Intentó decir algo, pero la cabeza retumbaba como si en ella se estuviese celebrando la fiesta anual del Baile Sagrado y un centenar de indígenas tribales machacasen su cerebro con sus pequeños pies descalzos.
Creí que te había matado.
Por unos interminables segundos, una febril secuencia de imágenes se apresuraron a inundar la imaginación del biólogo. Se imaginó a Rebeca, furibunda, presa de una rabia insondable, trepando por las largas escaleras como una especie de Gollum agazapado que se servía de las manos para ascender poco a poco, peldaño a peldaño. La Gollum-Rebeca rumiaba insultos y maldiciones innombrables mientras en su cabeza titilaba un solo objetivo, brillante como la luz de un faro en la noche: castigar al biólogo por abandono del hogar.
Pero no podía ser.
No, no puede ser, ¿verdad? Ha querido decir: «Creí que te habían matado»…
«Me has asustado mucho.
»
No, eso es precisamente lo que ha dicho, tonto del culo. «Creí que te había matado», pero no ella misma, sino alguien. Vamos, Tad, la chica es algo bipolar, pero no es una puta asesina…
Pero en ese momento, un sonido sibilante y arrastrado empezó a llamarle la atención. La chica se le quedó mirando, como si él fuera una especie de globo que perdiera el aire poco a poco. Thadeus se quedó quieto, concentrado en escuchar. Resultaba difícil, porque el sonido se mezclaba con el sempiterno runrún metálico del Zumbido. Thadeus no había reparado realmente en él hasta ese momento; era como si se hubiera acostumbrado a que estuviera siempre allí. Lo que tenía claro es que eran sonidos diferentes. No era como el sonido metálico; éste parecía nacer en algún punto de su cabeza y acompañarle en todo momento. El otro era un sonido localizado… hasta le parecía que crecía en intensidad.
Ella iba a decir algo, pero el biólogo se apresuró a proyectar una mano hacia delante para taparle la boca.
—Sssh…
—dijo.
El sonido era familiar. Definitivamente ya lo había escuchado antes, pero ¿dónde? De pronto, un sonido más grave y contundente restalló por encima del murmullo.
¡CHAC!
—¿Qué es eso? —preguntó ella, sobresaltada. Su cara se desencajó, mientras miraba de izquierda a derecha con rápidos movimientos.
No sin esfuerzo, Thadeus se incorporó hasta quedar en cuclillas. La chica también quiso incorporarse, pero él le puso una mano en el hombro. Movió la cabeza negativamente.
Luego se dio la vuelta y empezó a asomarse por encima de la barandilla. Su cabeza parecía rechinar sobre la base del cuello con cada pequeño movimiento, y seguía empapado en sudor, pero ahora le parecía que el sonido se escuchaba mejor, así que se esforzó por terminar de asomarse. Allí al fondo, vagamente visible incluso sin ayuda de los prismáticos, se intuía la forma oscura de la extravagante construcción de los crustáceos, pero todo lo demás parecía tan desolado y vacío como antes.
Hasta que se asomó completamente y miró hacia abajo.
¡CHAC!
El corazón saltó en su pecho.
La calle se había convertido otra vez en un río tumultuoso donde las criaturas marinas marchaban en procesión. El sonido que habían escuchado era el de sus pequeñas patas moviéndose con rapidez, pero había otros, como el sonido de las pinzas abriéndose y cerrándose al azar.
¡CHAC!
Thadeus se agachó de nuevo, sobrecogido por un inesperado terror.