La oscuridad no tardó en llegar.
¡Era aún peor de lo que había imaginado! Las tinieblas eran tan densas que, de repente, se sintió completamente desorientado. Tenía la pared en el lado izquierdo, pero si por un azar encontrasen un agujero en el camino (un trozo de repisa derruido, o un trozo de roca que lo hiciera caer) estarían en una situación bastante complicada.
—¿Aún está la luz? —preguntó Jonás. Su tono de voz era casi una súplica. Sin duda había notado que el ritmo de marcha era más lento.
—Aún tenemos nuestra luz —dijo Merardo—. Vamos despacio para que no tropieces.
—Gra… gracias —dijo Jonás.
—Hey, hasta es divertido, ¿no te parece?
Pero la respuesta llegó contundente a través de la oscuridad.
—No.
Merardo aprendió que el mundo de los ciegos podía ser un lugar muy hostil. Ya iban lentos en su ascensión por la chimenea antes de quedarse a oscuras, pero ahora se habían convertido en dos almas en pena que se arrastraban lánguidamente, conquistando cada centímetro. Cada paso era un triunfo, cada pequeña roca sorteada al tacto con el pie, un sobresalto. A veces había algún pequeño desnivel que le hacía tener la sensación de que el suelo desaparecía abruptamente, y entonces se agachaba torpemente, intentando encontrar el equilibrio; en momentos como aquellos, Jonás soltaba un quejido lastimero, pero Merardo solía salir con alguna broma. A esas alturas, sabía positivamente que su nuevo amigo debía saber ya la verdad, pero quizá precisamente por eso, tenía la tranquilidad de saber que no se quitaría la camisa repentinamente.
De vez en cuando, Merardo intentaba empezar una conversación, algo para distraer la mente. Pero Jonás parecía haberse retraído a un nivel de conciencia demasiado íntimo como para que pudiera llegar hasta él, y la mayoría de las veces, sus intentos acababan convirtiéndose en un monólogo, un parloteo que terminaba por convertirse en algo aburrido.
—¿Te he dicho ya a qué me dedico, amigo? —preguntó.
Jonás respondió con una especie de graznido.
—Si te lo dijera no me creerías, pero sí te diré a qué se dedicaba mi padre. Era ingeniero. Y creo que se hizo ingeniero para poder seguir jugando como cuando era niño. Era lo que más le gustaba. Uno de sus inventos fue nuestra casa redonda. La Casa Redonda, la llamábamos. Con mayúsculas. A esa dirección llegaban las cartas y ése era el nombre por el que todo el mundo la conocía. No fue una idea original suya, leyó sobre un proyecto así en un periódico, pero creo que él fue el primero en llevarla a cabo. Tenía de especial que podía girar sobre sí misma trescientos sesenta grados, para lo cual invertía casi dos horas. Tuvo que inventar un sistema especial para las conexiones eléctricas, las cañerías y todo lo demás, pero eso no supuso mucho esfuerzo para él: se le daban muy bien ese tipo de cosas.
Jonás no dijo nada.
—La primera noche que pasamos en ella, mi padre dejó la casa girando. Bien fuera porque iba demasiado rápido o porque no estábamos acostumbrados, nos levantamos a media noche con un mareo espectacular. Vomité en el cuarto de baño.
Se quedó callado unos segundos, con una sonrisa afligida en el rostro. En su cabeza revoloteaban miles de pequeños recuerdos a los que no volvía desde hacía tiempo.
—Cómo se divertía mi padre con la casa; era su gran juguete. A veces la programaba de tal forma que la casa siempre encaraba al sol; tengo una especie de recuerdo de un salón permanentemente iluminado.
»Mi padre decía que la casa cambiaba a la gente, y durante un tiempo pensé que era verdad. Verás, al principio, hubo mucho rechazo en el vecindario. No sé si era envidia, o algún absurdo sentimiento de que las cosas están pensadas para ser de cierta manera, que resultaba frívolo querer cambiarlas. Los bienes inmuebles eran, para muchos, algo demasiado valioso y serio como para
jugar
con ellos. Pero cada vez que uno de esos vecinos se quedaba plantado en el jardín, mirando enfurruñado cómo la casa giraba lentamente, mi padre lo invitaba a pasar y a conocerla mejor. Era sólo un niño, pero hasta yo podía ver la actitud desagradable de aquellas personas, y eso me enfadaba. Me enfadaba mucho. A mi padre no. Les enseñaba el mecanismo, les hacía disfrutar de un paisaje siempre cambiante en el salón, y les colmaba de agasajos: aperitivos, refrescos, algún vinito, o un té, según la estación y el tiempo que hiciera.
»Cuando salían de la casa, eran otras personas. Recuerdo una señora gorda que miraba a mi padre como si hubiera construido la pira para quemar al mismísimo Jesucristo. Cuando salió de la casa, hasta sonreía. Le dio un abrazo a mi padre al despedirse.
Jonás continuaba en silencio, pero a esas alturas, Merardo ya no hablaba con nadie; ordenaba las ideas en su mente. Con el corazón encogido, abrumado de recuerdos, continuó hablando solo.
—Mi padre decía que la casa cambiaba a la gente —repitió—. Pero ahora pienso que la casa no tenía nada que ver. Él los atendía, les sonreía, los escuchaba, era amable con ellos y les hacía comprender que la casa no era nada especial. Que lo único especial eran las personas que vivían dentro.
Hizo un gesto vago con la cabeza.
—Cuando mi padre murió, vendí el terreno. El mecanismo se estropeó con el tiempo, y hubiera sido demasiado costoso repararlo. Las tuberías, los conductos especiales de electricidad, todo estaba echado a perder. Luego lamenté no haberla cuidado más, y lamenté haberla vendido, pero quizá no estuvo tan mal. Era sólo una casa. Lo único digno de recordar… es a mi padre.
Luego se sumió en un profundo silencio. Tan sólo el resonar de sus pies, arrastrándose por el suelo para no tropezar, siguió escuchándose en la inmensa caverna mientras progresaban hacia un destino desconocido.
Otra cosa era el cansancio.
La última vez que consultó el reloj del móvil eran las diez y cuarto de la noche. Significaba que llevaban unas quince horas deambulando por las entrañas de la Tierra, gran parte del tiempo completamente a oscuras, y que si no llegaban pronto, el sueño empezaría a hacer mella en ellos. El esfuerzo que requería la concentración adicional de caminar a oscuras, con cuidado de no dar un paso en falso, estaba incidiendo rápidamente en su estado de ánimo.
—¿Aún hay luz? —decía Jonás, de vez en cuando.
—Así es, amigo. Sólo un poco más.
Después de caminar durante otro rato, sedientos y hambrientos, Merardo empezó a considerar brevemente la idea de tumbarse en el suelo y dejar que el día pasara. A esas alturas, la idea de caer al abismo si se daba la vuelta mientras dormía ya ni siquiera le parecía tan horrible.
Era casi… tentadora.
—Jonás… —dijo al fin. La voz salía con dificultad, como a través de una tormenta de polvo—. Creo que nos merecemos un descanso.
Jonás se detuvo. Merardo se volvió lentamente, sintiendo que él apartaba la mano de su hombro. Pero cuando pensaba que él diría algo, escuchó unos ruidos que no pudo identificar y eso fue todo. Adelantó las manos, pero sus manos bailaron en el aire sin poder aferrar nada.
Supo inmediatamente lo que había ocurrido.
En silencio, se tumbó en el suelo frío y duro, cuidando de pegarse lo más posible a la pared de roca, hizo de su cuerpo un ovillo y se quedó dormido.
Merardo despertó primero, con el cuerpo tan entumecido y la piel tan helada que moverse un poco le supuso un gran esfuerzo. Tan pronto lo hizo, la espalda protestó con un doloroso pinchazo. Se sintió como si hubiera estado dormido sobre la punta de la jodida Torre Eiffel, pero cuando pasó la mano por la zona dolorida, descubrió que apenas se trataba de un chinarro sin importancia. Luego notó el resto.
Es difícil precisar si primero vio las paredes del pozo, teñidas de un suave azul celeste, o si lo que registró primero fueron las débiles vibraciones que se captaban a través del suelo. Lo que sí hizo fue girar la cabeza con rapidez para comprobar que Jonás seguía allí, y le alivió constatar que estaba. Dormido, pero estaba. La camisa se había desplazado ligeramente y un único ojo cerrado había quedado al descubierto.
Entonces se incorporó hasta quedar sentado. La caverna estaba iluminada, de eso no había duda, pero ¿cómo? La luz parecía provenir de…
Del abismo. Viene del abismo.
Se acercó al borde del precipicio sin levantarse, ayudándose con las dos manos. Y cuando miró, comprendió al instante de qué se trataba.
Era la geoda que habían visto en el túnel. Si no era aquélla, era otra de idénticas proporciones y aspecto, sólo que brillaba irradiando una luz fría y azulada que alcanzaba las paredes de la caverna y revelaba por tanto su descomunal tamaño. Flotaba ingrávida en mitad de la chimenea, tan inmóvil y desafiante que desprendía una sensación de irrealidad. Si no fuera porque estaba allí mismo, Merardo habría pensado que se trataba de un burdo retoque fotográfico, demasiado obvio y estridente como para resultar creíble.
—Dios mío… —murmuró.
En medio de una tormenta de pensamientos y sensaciones, Merardo se decía una cosa: que aquello no era, definitivamente, obra de seres humanos. No había ninguna tecnología en la Tierra que permitiera a un objeto en apariencia tan pesado como ése flotar de aquella manera en el aire, sin desplazarse lo más mínimo en ningún sentido. Casi parecía un objeto de museo, colgado por delgadísimos cables de acero, como los enormes vehículos que uno podía encontrarse en exposiciones militares.
Y entonces le sobrevino un pensamiento que resultaba a la vez fascinante y estremecedor. ¡Tenía delante un objeto extraterrestre, una pieza de ingeniería ideada y fabricada por seres cuya naturaleza apenas podía imaginar! Esa revelación le dejó sin habla. Desde tiempos inmemoriales, el hombre había mirado al cielo y se había preguntado si estaba solo, perdido en ese cúmulo de estrellas que puede verse por la noche en lugares poco iluminados. Estaba tan solo que tuvo que inventarse dioses y fantasías delirantes sobre visitantes de otros planetas, conspiraciones del gobierno, abducciones y un sinfín de otras cosas. Y estaba la ciencia-ficción, que había satisfecho los deseos más íntimos de cientos de millones de personas en todo el mundo. Y ahora… Ahora él lo tenía delante, a apenas diez metros, iluminando su rostro asombrado con una luz que estaba siendo generada por una tecnología que, probablemente, revolucionaría el conocimiento humano.
No sabía qué hacer. Pensó en levantar una mano y saludar, y aunque esa idea le produjo cierta hilaridad, suponía que tendría que hacer algo. Otra facción de su cerebro protestó, recordándole que la naturaleza de aquella cosa podía ser hostil. Él reaccionó ante ese pensamiento descartándolo tan completamente que casi deja escapar un sonoro
¡No!
No, se negaba a creerlo. Ésa era la actitud de los ignorantes. El miedo a lo desconocido había enfrentado a los hombres durante toda la historia de la civilización, y él no iba a caer en eso. Se negaba a creer que aquellas cosas fueran parte de los problemas que estaba sufriendo el planeta. Unos seres alienígenas utilizarían métodos mucho más eficaces: como irradiar la atmósfera con un virus, uno mortal, de frenética propagación, preparado para resistir todos los ambientes y climas del planeta. ¿Qué tal una cepa especialmente atroz de la
necrotising fasciitis
, la bacteria que se come la carne humana? Nada de invasores interplanetarios, ni un solo edificio destruido, nada de desquiciantes combates entre robots gigantes y marines estadounidenses. Sólo un virus, uno tan letal que acabara con todos los humanos en un puñado de días.
Era, en definitiva, como la Casa Redonda. Él no quería ser uno de aquellos vecinos temerosos de lo nuevo, de lo diferente. No quería tener prejuicios; no quería pensar que allí dentro había algo hostil.
No, aquellas cosas estaban allí por otro motivo.
De forma instintiva, se acercó a Jonás y le sacudió la pierna. Hablaba en voz baja y con manifiesta excitación, como un niño que despierta a su hermano porque ha descubierto a los Reyes Magos en el salón.
—Jonás! —llamó—. Jonás!
Jonás abrió los ojos, sobresaltado. Al contrario que Merardo, su primera reacción fue incorporarse de un salto, entre balbuceos de sorpresa. Miraba alrededor con una expresión aturdida y aterrorizada, como si todo estuviera en llamas. Merardo se inquietó. Todavía recordaba demasiado bien el episodio de histeria que había sufrido el día anterior.
Intentó usar otra vez algo de psicología básica con él.
—Jonás! —dijo en voz baja y cálida—. ¡Tienes que ver esto! ¡Es algo maravilloso!
Jonás le miró, con la cara hinchada de dormir. Su expresión era extraña; sus ojos estaban apagados y le miraban como si al otro lado no hubiera ya mucha gente a los mandos.
Se está yendo por momentos
, pensó Merardo.
—¿Qué?… Qué…
—¡Ven, mira, es precioso!
Jonás se frotó la cara con las manos, pero luego, aunque era obvio que una parte de su mente continuaba encerrada en algún mundo onírico, le siguió, obediente. Dormido o no, la visión de la geoda flotando ingrávida en mitad de la chimenea excavada en la roca le hizo quedarse boquiabierto. Se quedó mirándola un rato, sin decir nada. Merardo no sabía qué esperar. El día anterior había hablado con mucho entusiasmo sobre los extraterrestres, y quizá esa visión enigmáticamente hermosa pero al mismo tiempo tan amenazante le suscitara la misma sensación que a él, pero desde el episodio de histeria se había vuelto callado y extraño y podía salir con cualquier cosa.
—Es… Es uno de ellos —dijo al fin. Merardo atisbo un principio de sonrisa y se relajó.
—Así es, amigo… —exclamó satisfecho, poniéndole una mano en la espalda—. Así es.
Continuaron admirando la ingravidez de aquel artefacto esférico, asomados por el borde del precipicio. Postrados a cuatro patas en la estrecha repisa, ofrecían una imagen algo surrealista, pero parecían embelesados por la luz que emitía la geoda; era tan intensa que las líneas que segmentaban su estructura apenas eran visibles ya.
En ese momento volvieron a sentir la vibración en el suelo. Merardo miró hacia arriba, y le sorprendió descubrir cuan cerca se habían quedado de la boca de la chimenea. Estaba ahí, dando fin a la ascensión de una forma abrupta. La espiral se detenía a apenas veinte metros por encima de ellos, como si, simplemente, los constructores del pozo hubieran dejado de cavar.
Una nueva vibración, y el techo de la caverna dejó caer una pequeña lluvia de tierra y rocas pequeñas. Merardo las vio caer con fascinación, y cuando llegaron a la altura de la geoda, desaparecieron como si fueran mantequilla en una sartén.