Ella lloraba, pero en sus labios ocultos por el pliegue del cuello de él, había una radiante sonrisa.
—P… pero… ¿cómo? —preguntó ella.
Se había enjuagado las lágrimas y lo miraba, sorprendida. ¡Realmente era él! Sucio, maloliente hasta la náusea y con aspecto cansado, pero era él, el mismo hombre con el que había compartido tantos años de profesión. A su alrededor, los restos de la coraza que había llevado como si fuese un disfraz se confundían en el suelo.
—¿Te gusta? —preguntó él, sonriendo.
—Dios… no me… ¡Me has asustado
tanto
!
Él soltó una carcajada.
—Ya lo vi —dijo—. No podía verte bien la cara en la oscuridad, pero tu lenguaje corporal lo decía todo. Pensé que te daba un síncope, y entonces recordé cuál debía ser mi aspecto. Dios, estaba tan contento de verte que había olvidado lo que llevaba puesto.
—¿Pero qué has hecho? ¿Te has fabricado un disfraz? —preguntó ella. Estaba mirando fascinada el tamaño de una de las pinzas. Tenía la envergadura suficiente para cerrarse alrededor de su cuello sin dificultad.
—¡Tenías que haberme visto! Tuve la idea cuando encontré el cadáver de uno de ellos. Se me ocurrió de pronto… Vaciarlo no fue difícil, aunque sí algo escatológico. Lo más complicado fue cortar a esta hija de puta…
—Estás loco… —exclamó ella, intentando imaginar la escena.
La criatura medía casi dos metros de altura y debía contener una buena cantidad de órganos vitales y fluidos. Imaginó a Thadeus perforando el caparazón con algún tipo de herramienta y extrayendo toda aquella casquería. Tuvo que haberse deshecho también de todas aquellas patas pequeñas que les daban soporte, haberlas desgarrado del cuerpo y haber abierto una abertura para acceder al interior. Ahora que pensaba en ello, se daba cuenta de que Thadeus había llegado caminando sobre sus dos pies, con el caparazón cubriéndole prácticamente hasta las rodillas. Si se hubiera fijado antes, podía haberse ahorrado el mal rato.
—No sabía si encontraría más criaturas mientras me dirigía hacia aquí, así que…
—Espera… —interrumpió ella—. ¿No has visto a Jorge?
—¿No está contigo? —preguntó él, sorprendido.
—No…
Thadeus miró por encima de su hombro. El campamento, incluso desvencijado y casi vacío como estaba, se veía inmenso, como una ciudad de beduinos en mitad del desierto. La cálida temperatura y la extraña cúpula que la misteriosa secta estaba construyendo, rodeada de fogatas, ayudaba a crear esa sensación.
—Qué extraño —exclamó Thadeus—. Estaba seguro de que estaría aquí…
—Lo he buscado por todas partes. Os he buscado a los dos. ¿Dónde estabas? ¿Por qué has tardado tanto en llegar aquí?
Thadeus carraspeó, y su expresión se endureció un poco. Por unos instantes estuvo tentado de no contarle lo de Rebeca, quizá porque no quería recordar ese episodio, o quizá por vergüenza, por lo que ella pudiera pensar de él. Una cosa era cómo había sucedido todo, las sensaciones que él había tenido, y otra era cómo lo contara. No era bueno contando historias, y menos ahondando en cosas tan complicadas y subjetivas como los sentimientos, y con esa parte fundamental ausente, no estaba seguro de cómo sonaría. Sin embargo, cuando empezó a ordenar las ideas en su cabeza, supo que no podía alterar la historia. Sin Rebeca y su pierna fastidiada, no tenía forma de explicar su retraso.
Así que empezó.
Le llevó más tiempo del que había previsto, y Marianne escuchó con atención. En los momentos clave, ella asentía con gravedad, mostrando comprensión, sorpresa, rechazo hacia la actitud de la chica, y finalmente… horror. Él terminó su relato mirando al suelo, con un tono de voz monocorde y un hilo de voz, y al oír el final ella se tapó la boca con las manos.
Después de eso hubo unos segundos de silencio, pero Marianne terminó por reaccionar y se acercó a él, estrechándose contra su cuerpo y abrazándole.
—Esta… situación… —intentó decir ella— ha traído cosas horribles. Pero lo que importa es lo que aún nos queda. Que aún estamos aquí. Ya llegará el momento de mirar atrás, Tad, pero si lo hacemos ahora, mientras todo está pasando… nos volveremos locos.
Él asintió.
Ella buscó sus ojos y le ofreció un intento de sonrisa. No era demasiado buena: algo desvaída y con poco calor, pero era suficiente por el momento, y Thadeus la agradeció.
—Oye —dijo ella entonces, torpemente. Buscaba cualquier hilo de conversación al que pudiera agarrarse—, ¿cómo conseguiste llegar aquí?, ¿cómo nos encontraste?
—Ésa fue la parte más fácil. Habéis ido dejando un rastro espantoso. Botellas vacías, bolas de papel, el ocasional meadero, ropa y hasta zapatos.
—¿En serio? —dijo ella—. No me di cuenta.
—Lo difícil fue salir de la ciudad. Cuando miré hacia el este desde la autovía creí que me daba un síncope. Allí había una cantidad de ellos sólo comparable a la que vi desde la azotea, en lo alto del monte.
—Oh…
—Cuando me di cuenta los tenía también detrás. Me puse nervioso, y cometí un error. Ni siquiera los vi venir, pero imagino que tenían… bueno, creo que eran una especie de patrullas; pequeños grupos de ellos, pululando por aquí y por allí. Empecé a correr. Lo sé, sé que fue un error, pero cuando estás allí, todo se ve diferente, y lo hice casi por instinto. Cuando quise darme cuenta, había otro grupo delante.
—Dios mío… —exclamó ella.
—Bien, no sabía si mi estúpido disfraz funcionaría o no. Supongo que, a sus ojos, debía ser algo así como si un mono intenta disfrazarse de humano utilizando partes de un maniquí. Absurdo y abyecto. No sabía si se identifican por el olor, por feromonas, o de cualquier otra manera que va más allá de un disfraz. O por la luz… descubrí que tienen bioluminiscencia en unas glándulas especiales expuestas en la parte de atrás. Bien, me sentí como cuando el emperador del famoso cuento descubre que su traje no es un traje invisible, sino que va desnudo, así que intenté fingir que ninguno de esos posibles órganos de identificación funcionasen ya.
—¿Cómo? —preguntó ella, consternada.
—Me quité de la vista, ocultándome tras una furgoneta abandonada, y allí me hice el muerto.
—Oh…
—Bueno, fueron los momentos más angustiosos de toda mi vida. Podía escuchar el ruido reptante, casi frenético, de sus pequeñas patas golpeando el asfalto, haciéndose más y más audible a medida que se acercaban. Encogí las piernas y escondí la cabeza dentro del caparazón. Con la cabeza asomando por el cefalón, el olor de los restos de carne pegados a la coraza era ya malo, pero ahí dentro creí que me asfixiaba. Cada segundo parecía ser interminable. Creo que un cadáver putrefacto debe oler mejor. No sé cuánto tiempo pasé así, tal vez un minuto, quizá menos, pero se me hizo eterno.
»Los monstruos llegaron donde yo estaba. No sé si me vieron o no, quizá un congénere muerto como era yo se convertía en algo tan insustancial como un objeto, o de tan poco interés como un cadáver, de los que por cierto vi varios. Pero funcionó… ¡Funcionó! Terminaron por alejarse, y el sonido de sus patitas desapareciendo en la distancia me hizo llorar de alegría.
Marianne estaba sobrecogida. Apenas podía imaginar por lo que había pasado, y en tan poco tiempo además, así que volvió a abrazarlo, y él la aceptó de buen grado por tercera vez.
—Dios mío, Tad. Si no hubieras tenido esa idea… Si no hubieras… Ahora quizá estarías…
—Sí. No había forma humana de escapar de ellos sin más medios que mis propios pies. Los he visto correr, y creo que podrían alcanzar una velocidad de unos cuarenta o cincuenta kilómetros por hora. Son unos seres tan mortales como alucinantes.
Ella le miró con una sonrisa, ésta mucho mejor que la anterior; realmente estaba muy contenta de verle de nuevo.
—¿Y tú? —dijo él entonces—. ¿Cómo te ha tratado la vida?
Marianne dejó escapar una pequeña carcajada, pero mientras lo hacía, una idea brotó en su mente, alegre y cantarína como los destellos de la varita mágica de un hada de Disney.
Pasaron por entre la multitud, que se apartaba como las aguas del Mar Rojo cuando Moisés levantó sus brazos en Egipto. La visión de las diferentes piezas de la inconfundible coraza les llenó a la vez de horror y curiosidad, y el silencio cayó sobre el grupo.
Marianne se sintió incómoda. No esperaba esa reacción por parte de la gente. En un momento dado, el joven que Marianne había conocido en la tienda salió de entre las apretadas filas de curiosos, con los ojos muy abiertos. Había una expresión de manifiesta fascinación en su mirada. Se acercó a ellos sin dejar de mirar la voluminosa coraza que Thadeus arrastraba tras de sí, con las manos adelantadas como quien va a tocar un objeto sagrado. El silencio era absoluto.
—Es… ¿es esto? —preguntó con voz temblorosa.
—Es el caparazón de uno de los monstruos, sí —contestó Thadeus.
—Dios mío… —exclamó.
Adelantó la mano y la posó suavemente sobre la superficie. Algunos comenzaron a comentar algo entre ellos.
—Es un exoesqueleto calcáreo común —contestó Thadeus—. No muy diferente del que tienen los crustáceos, aunque mucho, mucho más resistente.
—¿Cómo… cómo era por dentro?
—Pues… No hice un…
—Tad… —interrumpió Marianne, tironeando de su brazo.
La gente empezaba a acercarse y a no gustarle la situación. Las personas podían ser extrañas, pero cuando se formaba una masa heterogénea como aquélla, las reacciones podían ser imprevisibles. Ya lo había visto antes. Bastaba con que uno señalara aquellos restos con un dedo acusador y dijera algo en contra (
«¡Han traído a los monstruos!»
) para que el resto le siguiera.
Y Marianne quería enseñarle aquello al sargento.
—¡Tad! —insistió, nerviosa.
—Sí. Disculpa… —dijo Thadeus.
Y continuaron su camino, rodeados de susurros y expresiones tan sorprendidas como atemorizadas.
El sargento Torres acudió tan pronto le llamaron. En palabras del soldado que reclamaba su presencia, alguien había llevado a la base una de las criaturas, partida en trozos.
Cuando la vio desplegada en el suelo, junto a dos civiles de aspecto desaliñado, se sobresaltó. La pieza central era enorme, y los brazos, terminados en pinzas, parecían también monstruosos comparados con aquellas personas.
Se quedó mirando los restos durante un rato, sin decir nada, hasta que dedicó una mirada inquisitiva a los dos civiles.
Y Thadeus, después de mirarse brevemente las manos, se adelantó un par de pasos y le contó todo su periplo.
El sargento escuchó con atención, examinando las piezas mientras lo hacía. Curioseó el interior, donde aún quedaban restos de sustancias orgánicas adheridos a la coraza, más parecida a los filamentos que deja el marisco cuando se separa de la piel que a otra cosa. El olor era penetrante, como de pescado podrido, pero la historia que aquel individuo le estaba contando resultaba interesante.
—Entiendo… —exclamó al fin, una vez que Thadeus hubo terminado—. Y… ¿A dónde quiere llegar con esto?
—¿Llegar? —preguntó Marianne—. No queremos llegar a ningún sitio, capitán…
—Sargento. Sargento Torres.
—Sargento. Sólo lo ponemos en su conocimiento, por si es de alguna utilidad. A mí me pareció interesante.
El sargento asintió.
—Desde luego lo es. Tuvo usted un par de cojones, con perdón. Es interesante, sí. ¿Cómo se le ocurrió vaciarlo y meterse dentro? ¿Por qué pensó que funcionaría?
—Soy biólogo —dijo Thadeus—. Sé que para muchos estudios de especies marinas se emplean señuelos, réplicas artificiales que contienen referencias visuales, patrones morfológicos que ellos buscan e identifican. Por ejemplo, ¿cómo se reconocen las parejas sexuales de una misma especie? Principalmente se reconocen por señales, muchas veces de tipo químico o acústico, pero otras, estas referencias son puramente visuales. Cuando estuve atrapado en el piso, observé que ninguna de ellas hacía caso de sus congéneres caídos. No tenían más importancia que una grieta en un adoquín o un cartel publicitario de Johnny Walker. Así que… lo intenté. No tenía muchas alternativas.
—¿Hubiera funcionado si se hubiera quedado de pie? —preguntó el sargento, ahora con renovado interés.
—No lo sé. Hay una particularidad de estas criaturas. Tienen unos órganos en la parte de atrás que lanzan señales lumínicas. Como la mayoría de especies abisales.
—¿Especies abisales?
—Las que viven en las grietas más profundas del océano.
El sargento abrió mucho los ojos.
—¿Cómo sabe eso?
—Porque… Bueno, como le he dicho, soy biólogo. Trabajo en el Oceanógrafico de Vigo. Mi compañera, Marianne —dijo, extendiendo la mano hacia ella—, es química y trabaja conmigo desde hace muchísimo tiempo en muchas campañas oceanógraficas.
—Continúe —pidió el sargento.
—Bien. Sus señales lumínicas —se agachó y le dio la vuelta a la coraza, no sin esfuerzo—, ¿ve estas oquedades de aquí? Son glándulas que producen esas señales. Generan luz. Como… los intermitentes de un coche. Si parpadea por un lado, sabemos que el coche que tenemos delante quiere hacer un giro en esa dirección, y si todas las luces parpadean intermitentemente sabemos que se nos avisa de un frenazo inminente, o de que tiene un problema. Ellos usan un lenguaje similar para comunicarse, de eso estoy seguro. Hay ocho huecos diferentes, ¿lo ve? Eso da un montón de permutaciones… estoy seguro de que son capaces de enviar señales muy complejas.
El sargento estudió con atención las pequeñas oquedades en el caparazón. Después, pareció meditar unos instantes sus comentarios. Le miró apreciativamente mientras se acariciaba la barbilla con aire pensativo.
—No creo haber visto, leído o escuchado nada sobre todo esto que usted acaba de decir —dijo al fin—. Pero parece interesante.
Marianne asintió con una sonrisa.
El sargento Torres pareció meditar unos instantes. A sólo algunos metros detrás de ellos, un grupo de gente escuchaba con interés, vigilados sólo por unos cuantos soldados que controlaban el acceso al ahora reducido espacio militar, que tras la diáspora consistía apenas en un par de tiendas y un almacén. El almacén era precisamente el de las armas y la munición: el único que los soldados habían defendido bajo amenaza de abrir fuego.
—Quiero que me acompañen dentro —dijo al fin—. Quiero su opinión profesional sobre algo.
—Será un placer —dijo Thadeus.