—¡Buenos días! —dijo entonces, mientras levantaba la pantalla de su portátil. El PowerBook respondió inmediatamente, mostrando el escritorio limpio.
—¿Qué hora es? —preguntó Alan, restregándose los ojos y bostezando mientras trataba de pronunciar las palabras.
—¡Hora de ponerse en marcha! ¿Qué tal un poco de música?
Pichou abrió ¡Tunes y seleccionó un viejo éxito de los ochenta,
Don't Leave Me This Way
, interpretado por The Communards. Mientras subía el volumen al máximo, los trepidantes ritmos pop inundaron repentinamente la habitación.
Alan se estremeció, abriendo tanto los ojos que parecía que se le iban a salir de las órbitas.
—¿Qué demonios haces?
—¡Un poco de música nos animará!
Pichou arrastró su silla hacia él y acercó su cabeza a su oreja. Alan hizo el amago de retirarse, pero comprendió que quería hablar con él en privado.
—¡No son enemigos! —susurró Pichou, visiblemente excitado—. ¡Las geodas no son enemigos!
—¿Qué geodas?
Pichou chasqueó la lengua, pero haciendo un esfuerzo le contó todo lo que había averiguado sobre las geodas. Alan escuchó con una expresión de desagrado. Como programador, apreciaba la belleza del silencio. Los gritos estridentes en falsete del cantante estaban poniéndole los pelos de punta.
—Así que —concluía Pichou, siempre en voz baja—, si las geodas se ocuparon de reducir de forma tan considerable la cantidad de alimento disponible en el mar, es porque las geodas quisieron ayudarnos. Puede que incluso ése sea el motivo por el que los invasores no han pasado de la línea de costa. Quizá necesitan reorganizarse, o recabar alimento de otras partes del océano, antes de continuar.
—¿Tú crees? —preguntó Alan.
—No lo sé. Suena muy cogido por los pelos, lo sé, pero tengo buenas vibraciones respecto a esta teoría. ¿Qué piensas?
—No lo sé. Tú eres el genio.
—¡Vamos, Alan! —protestó Pichou, siempre sin elevar la voz.
—Está bien. Si como dices, quieren ayudarnos… ¿Por qué no lo hacen de una forma más abierta? Se supone que vienen del espacio. Tienen capacidad para bajar de las estrellas a los fondos marinos sin ser detectados. Eso implica mucha tecnología, Pichou. No hablamos sólo de la capacidad de pasar desapercibidos, sino de cambios de presión, de soporte vital, por no hablar del sistema que impulsa semejantes vehículos. ¿Dices que son esféricos? No quiero ni imaginar qué mueve eso. Debe ser algo de lo que estamos tan, tan lejos, que me zumban los oídos.
—Tecnología que podrían emplear para parar este conflicto.
—Así es —respondió Alan. Hablaba con el ceño fruncido, intentando apartar la música de su mente.
—Bien, es un dilema —admitió Pichou—. Pero me sigue gustando la teoría de que las geodas nos ayudaron, al menos inicialmente.
—Pero espera, hay más —susurró Pichou—. Mucho más. No he asistido a ninguna de las reuniones que han debido celebrarse durante la noche, aunque debo decir que nadie me ha convocado tampoco. No son más que una pantomima. Casi todo el mundo maneja información privilegiada por cauces privados.
—¿Qué?
—Supongo que están demasiado acostumbrados a hacerlo de esta manera. Así es como ha sido siempre, y nadie quiere dar un paso adelante. Lo que hemos estado escuchando, probablemente, son pequeñas sondas que los países lanzan al resto, quizá para ver qué saben los demás. Pero tampoco importa. Hay documentos que se intercambian Estados Unidos, Alemania y España, documentos importantes sobre descubrimientos, y planes.
Alan soltó un sonoro bufido. Pichou miró alrededor, incómodo, como si hubiera alguien en la habitación que pudiera haberlo oído.
—¿Planes? —preguntó Alan. Era demasiada información de golpe. Como programador, estaba acostumbrado a manejar poca información en entornos controlados. El exceso de información un tanto aleatoria le abrumaba. Él habría dicho que había, simplemente, demasiadas variables.
—Han detectado agujeros —continuó diciendo Pichou—. Agujeros profundos, justo bajo las zonas donde las criaturas están agrupándose.
—¿Cómo?
—Con satélites, los que aún funcionan tras la tormenta solar, como los usados en prospección minera. Sistemas GIS con láser y cosas así.
—Sí —confirmó Alan. Recordaba haber leído sobre eso en alguna ocasión.
—Son agujeros profundos… Estamos hablando de más de catorce mil metros, que se detienen a poca distancia de la superficie.
—Pichou, eso no es posible. A esa profundidad, la temperatura debe ser… no lo sé, ¿de cien grados?
—El doble. Puede que un poco más. Pero… qué más da. Hablamos de criaturas que no conocemos. Su habitat parece ser las profundidades abisales, de todas maneras. No creo que tengan problema con la profundidad.
Alan frunció el ceño.
—En todo caso —continuó Pichou—, en los informes se los considera «puntos de entrada». Están de acuerdo, hasta ahora, en que esos pozos excavados bajo nuestras ciudades son portales de salida de esas criaturas subterráneas, como las de las fosas abisales.
Alan asintió.
—No lo tengas tan claro —dijo Pichou entonces—. A mí no me encaja.
—¿Por qué no?
—Porque… ¿No es obvio? Pozos verticales en la tierra para unas criaturas manifiestamente marinas. ¿Tiene sentido? Para mí no. ¿Para qué el trabajo de caminar afanosamente durante catorce malditos kilómetros en vertical sólo para acabar en un lugar al que ya han llegado cómodamente por mar?
Alan asentía con gravedad.
—Tienes razón. No tiene sentido.
—Entonces, los pozos son otra cosa. El qué, no lo sé aún, pero pensaré en ello. Pero atiende, hay más.
—Me vas a provocar un aneurisma cerebral —protestó Alan—. Y no me has traído café. ¡Dame un respiro!
—Escucha —insistió Pichou—: en el día de hoy hay planeados ataques importantes a esos puntos. Quieren ver si pueden romper sus defensas, sobre todo para calcular en qué medida son importantes esos puntos para ellos. Hay sitios de costa donde han controlado bastante bien los ataques, así que piensan que esos lugares no son estratégicamente relevantes para ellos. Si la defensa en esos otros lugares es desproporcionada y no les dejan obtener la victoria, entonces entenderán que tenían razón, y que los pozos son importantes. Tienen preparado un plan B si se da esa circunstancia.
—Sorpréndeme —soltó Alan.
—Bien, recuerda primero que ellos piensan que las geodas son parte del problema, ¿vale? Que, de alguna forma, son la inteligencia que controla a esas criaturas. Han estudiado exhaustivamente a esos bichos y, prácticamente, tienen la misma estructura cerebral que los crustáceos que conocemos: protocerebro, deutocerebro, tritocerebro… sistemas básicos para controlar cosas como órganos sensoriales, pero nada lo bastante evolucionado como para que puedan coordinarse como lo están haciendo. Así que han puesto sus ojos en las geodas.
—Tus amigas las geodas —susurró Alan.
—Sí. Ellas… o Ellos, están detrás de todo. Las geodas son manifiestamente mecánicas. Dentro de su estructura hay un montón de tecnología. Motores, circuitos…
—Ésa es una presunción muy… terrícola —sugirió Alan—. No tenemos ni idea de lo que…
—Lo sé, lo sé —interrumpió Pichou—. Y estoy de acuerdo. Pero piensa en quién está al mando ahora: militares, en su mayoría. Ya sabes cómo piensan. No creo que puedan darse cuenta de la naturaleza de esto. Seguramente imaginan que dentro de las geodas debe de haber una silla, una pantalla plana y un teclado con el que dirigir la nave.
—Absurdo —exclamó Alan.
—Concedido, ¡pero es lo que ellos piensan! ¿Y cómo se detiene un aparato mecánico cuya posición geográfica se desconoce, y que además puede estar por todas partes, incluso debajo de la tierra?
Alan negó con la cabeza, incapaz de encontrar ninguna respuesta coherente.
Pichou bajó aún más el tono de voz antes de contestar.
—Con un EMP.
Alan sacudió la cabeza, confuso.
—Has tenido que leer sobre eso en alguna parte —continuó Pichou—. EMP, o Pulso Electromagnético de Gran Altitud. También conocido como Bomba del Arco Iris.
—Espera… ¿qué? —preguntó Alan. Había subido el tono casi sin darse cuenta.
—¿Sabes lo que es?
—Refréscame la memoria, porque no doy crédito.
Pichou asintió.
—Un ataque de pulso electromagnético masivo. Se consigue detonando una cabeza nuclear a gran altitud, lejos de la atmósfera terrestre. De esta manera, es capaz de cubrir un continente entero.
Alan sacudió la cabeza y se levantó de la silla con cierta violencia. Empezó a dar vueltas por la habitación, aparentemente ocupado en remeterse la camisa en los pantalones. Pichou se levantó también y volvió a colocarse junto a él.
—Eso es un disparate —dijo Alan al fin—. Una bomba así acabaría con todas las infraestructuras vitales de cualquier nación moderna. ¡Los servicios esenciales se irían a la mierda! Electricidad, agua potable, distribución de medicamentos, alimentos… ¡Y por supuesto las comunicaciones!
—Esperan que afecte a los vehículos extraterrestres —explicó Pichou. Alan continuó dando vueltas por la habitación.
—Tienen que haber pensado en las consecuencias —susurró Alan—. Eso traerá hambre, epidemias, destrucción de todo el sistema económico, desestructuración social… A menos… A menos que… ¿Dónde harán explotar esa bomba?
—En Irán —susurró Pichou.
Alan se quedó quieto, como paralizado. Movió la boca para decir algo, pero no lo consiguió.
—¿Qué?… ¿Por qué?… —dijo al fin, hasta que sus ojos destellaron con un brillo de comprensión.
Corrían tiempos extraños para el mundo incluso antes de los incidentes. Por primera vez en mucho tiempo, la posibilidad de que hubiera una tercera guerra mundial empezaba otra vez a considerarse algo plausible. Expertos y analistas de todo el mundo hablaban de ello, los periódicos publicaban noticias, y la amenaza de que Estados Unidos se enfrentara en guerra con Irán (y por ende, con China y Rusia) sobrevolaba el panorama de actualidad en todos los medios. Alan recordó haber leído que el
USS Lincoln
estaba desplazándose hacia el golfo pérsico días antes del incidente de los barcos, y que Estados Unidos había acelerado la fabricación de una nueva bomba, la Massive Ordenance Penetrator, capaz de dieciséis megatones, ideada para destruir las instalaciones subterráneas donde Irán estaba, supuestamente, construyendo su arsenal nuclear. Pero aquello le parecía descabellado.
—¿Van a aprovechar este escenario para…?
—Eso parece —dijo Pichou.
—No me lo creo. Irán… Irán tiene mucha línea de costa… deben tener sus propios problemas.
—Precisamente por eso. Van a emitir un comunicado diciendo que su capacidad nuclear es ya una realidad, y que están poniéndose nerviosos viendo cómo sucumben. No sé si es verdad o no, pero si no lo es, tienen la intención de hacer creer a todo el mundo que Irán está a punto de lanzar sus misiles. Si se lo montan bien, quedarán limpios ante la comunidad internacional.
Alan protestó.
—Sigo sin creérmelo. ¡No se tiran bombas por prevención, Pichou!
—¡Baja la voz! —se apresuró a susurrar Pichou—. Piénsalo. No es un ataque nuclear. Es un pulso EMP. Dejará al país sin que funcione un maldito aparato, pero no hará daño a las personas. Irán recibirá ayuda de sus países vecinos, pero Estados Unidos conseguirá dos cosas: una, probar su idea, ver si el pulso funciona con las geodas, y la otra, dejar al país completamente arruinado para un futuro escenario.
Alan se pasó las manos por el cabello, negro y apretado. Cuanto más lo pensaba, más descabellado le parecía, pero de una forma extraña, lo veía posible.
Se acercó a su compañero y se pegó tanto a su oreja que Pichou pudo percibir su aliento mañanero.
—Tenemos que contarlo —dijo Alan.
Pichou consideró brevemente la idea. ¿En quién podía confiar? No desde luego en el general Abras; su expresión neutra y su actitud esquiva habían sido demasiado elocuentes en toda su vacuidad, y probablemente tampoco en la ministra de Defensa. Los que estaban en cargos como los suyos debían estar enterados de todo. ¿El jefe del Estado? Improbable, también. Los oficiales de graduaciones inferiores no le servirían. Aunque les estampara los documentos en sus caras, no moverían un dedo por cruzar la línea. En cuanto a la clase política, Pichou se encontraba en los niveles más bajos y era totalmente inaccesible para un invitado como él. De todas formas, sospechaba que debían pasar el día sorbiendo café y rezando para que todo pasara lo más rápidamente posible. Nadie le apoyaría en algo así.
—No funcionaría —dijo al fin—. Pero se me ocurre otra idea.
—Soy todo oídos.
—Creo que nuestra única posibilidad es intentar contactar con las geodas.
Alan se llevó una mano a la boca como si quisiese contener un acceso de risa, pero en ese mismo momento debió cambiar de opinión y acabó tosiendo con violencia. Se puso rojo, hasta que consiguió calmarse un poco. Conocía a Pichou desde hacía casi un año y medio, y había sido su asistente en varias ocasiones. Pichou era bueno con los procesos mentales; lo mas parecido a un analista funcional que hubiera conocido, y probablemente el mejor. El hacía sencillo lo que parecía complicado; podía explicar con simples diagramas cómo debían funcionar los algoritmos que Alan luego programaba. Y en ese año y medio había aprendido otra cosa: que cuando decía algo, hablaba en serio.
—Ésta es la situación —dijo el sargento, una vez se habían sentado todos en unas precarias sillas plegables—: mañana, al amanecer, tendremos aquí los refuerzos. Una… gran operación.
—¿Mañana? —preguntó Marianne—. Hace un rato…
—Sé lo que dije —interrumpió el sargento—. Que los refuerzos podrían tardar varios días. Y era verdad. Esos refuerzos no son para la salvaguarda de los civiles. Son para un ataque a gran escala.
Marianne inclinó la cabeza, como si no hubiera oído bien.
—¿Qué le hace pensar que ahora será diferente? —preguntó—. ¡Usted dijo que los barrieron!
—Nos barrieron. Nos diezmaron. Pero ahora hablamos de divisiones completas, brigadas y agrupamientos tácticos especializados… un cuerpo de ejército completo. Muchos vienen del Cuartel General Terrestre de Alta Disponibilidad en Valencia, donde también les están dando lo suyo y eran más que necesarios, pero han sido desviados. Aquí, en Málaga, tenemos un objetivo de altísima prioridad.