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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

La hora del mar (73 page)

BOOK: La hora del mar
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—¡Frank! —gritó la doctora, y echó a correr hacia el interior.

—¡Doctora, no!

La hendidura debajo del autobús seguía levantando el pavimento, creando un desnivel de unos treinta centímetros. El autobús estaba empezando a ladearse, y del interior brotó el sonido de cristales rotos. Dempsey podía imaginarse a los pacientes rodando por el suelo envueltos en sus mantas, y los medicamentos y aparatos de suero volcándose sin remedio.

—Maldita sea… —masculló.

Estaba a punto de salir tras ella cuando el maltrecho Freightliner vibró y se puso en marcha. Dempsey supuso que Helm debía estar a los mandos, pero no tenía tan claras sus intenciones. Había demostrado en el pasado ser demasiado práctico, y le preocupaba lo que fuera a hacer a continuación. Quizá sólo quería estar listo, o puede que tuviese en mente sacar el autocar de allí. ¿O quizá tenía la intención de salir corriendo y dejar a la doctora y a Frank?

¿Y él?, ¿qué haría él?

¿Pondría en peligro a todos por intentar salvar a un anciano y a una mujer, una mujer anónima?

A su espalda, el asfalto crujió y saltó por los aires. Ahora estaba en una especie de islote, con el autobús plantado en medio. Por lo que sabía, aquella especie de isla podía colapsarse y hundirse en las profundidades de algún pozo oscuro en cualquier momento.

Por fin se decidió. Iba a correr tras la doctora cuando de repente ésta apareció por la puerta, arrastrando a un Frank jadeante. Se balanceaban de uno a otro lado al vaivén del temblor.

—¡Doctora!

Corrió hacia ellos y los ayudó a subir al autobús. Frank tenía los ojos rojos y respiraba con dificultad, como si hubiera atravesado una columna de humo. Y, probablemente, así era.

—G-Gracias, m-muchas gra-gracias… —balbuceaba Frank.

—¡No hay tiempo, viejo! —bramó Dempsey—. ¡Suban al autobús ya!

Mientras subían, una lluvia de cristales rotos cayó sobre ellos. La doctora Lynn gritó. Dempsey miró hacia arriba, y vio la grieta bordear la fachada y alcanzar el lado que tenían delante. Tenía tantas ramificaciones que parecía una enredadera oscura y terrible estrangulando el edificio.

Jesús, el hijo de puta se viene abajo.

Trepó al autocar de un salto y descubrió que Helm esperaba junto al asiento del conductor. No había tenido intención de conducirlo. Quizá ni sabía cómo hacerlo; solo esperaba allí, con el motor en marcha. Sin perder un segundo, saltó sobre el asiento y empezó a maniobrar el autobús.

—Vamos, Demp… —susurraba Helm sin que nadie le oyese—. Sácanos de aquí.

El Freightliner traqueteó hasta descabalgarse de la grieta, que tenía ya un desnivel de casi cincuenta centímetros. Luego, Dempsey giró el volante para hacerlo entrar en la carretera principal y aceleró tanto como pudo. El motor protestó, pero el viejo cacharro aguantaba bien y en poco tiempo pasaban zumbando en dirección hacia el puente.

El panorama que tenían delante era ahora muy diferente. El asfalto estaba estriado, recorrido por grietas y fisuras, y en él, los trozos de alquitrán que habían saltado daban tumbos, sacudidos por los temblores. Mientras conducía, Dempsey miró con fascinación casi hipnótica uno de los edificios que quedaban a la izquierda, al otro lado del carril contrario. Estaba desmoronándose tan lentamente y caía tanto polvo de su fachada que daba la sensación de estar llorando.

Luego, el despiadado rugido de una explosión descomunal reventó en algún lugar a su espalda. La onda sonora fue tan fuerte que terminó por hacer estallar todos los cristales que aún estaban enteros en el autobús. En algún momento, dejaron de escuchar; los tímpanos protestaban con un pitido agudo y sostenido.

Dempsey intentaba mantener el autobús derecho; el sobresalto le había hecho perder el control y luchaba por recuperarlo haciendo girar el volante hacia uno y otro lado. El
Freightliner
respondió bastante bien, pero los temblores eran aún mas pronunciados. La doctora Lynn y el resto del personal, agarrados a los asideros del techo, saltaban literalmente del suelo con cada tumbo.

—¿Qué ha sido eso? —chilló Dempsey, y frunció el ceño; era extraño escucharse como si hablara a través de una almohada. Helm no le oyó tampoco, pero miraba hacia atrás en ese momento. La manta que el médico había colocado en la parte trasera había sido arrancada con la onda sonora, y a través del metal desgarrado vio algo tan brutal, extraño e irreal que se quedó mirando sin poder reaccionar.

Era una columna de un rojo intenso abrasador, que surgía de algún punto tras los edificios y se elevaba en el aire como una fuente luminosa que contrastaba contra el cielo como la luz del amanecer. Pero no era una fuente, porque la copa se desparramaba como a cámara lenta. Brillaba tanto que parecía una especie de árbol infernal.

—Dios mío —dijo al fin.

Lynn empezó a gritar.

—Es lava —exclamó con voz queda.

El Monstruo seguía su camino.

Durante su lento peregrinaje hacia su objetivo, vieron cosas que les dejaron sin habla. Vieron criaturas fascinantes aparentemente varadas en las arenas de las playas de Málaga, grandes como dirigibles y más o menos de la misma forma y proporciones. Qué función tenían en aquella guerra, sin embargo, no pudieron imaginarlo.

Vieron también unas criaturas que marchaban por la carretera moviendo sus largas patas. Las delanteras, llenas de protuberancias deformes, estaban provistas de pinzas grandes como las palas de una excavadora y eran más largas que las otras ocho, que empleaban únicamente para caminar. Superaron al tanque fácilmente y lo dejaron atrás, y mientras desaparecían por una de las calles aledañas, Thadeus las observó detenidamente. Le sorprendió descubrir cuan parecidas eran a los cangrejos araña japoneses.

Lejos, en el mar, vieron tentáculos de proporciones incomprensibles, emergiendo brevemente por entre las olas y volviéndose a hundir. Y vieron Rocas Negras, montones de ellas, por todas partes. A Thadeus le aterraba pensar que tan mortíferas criaturas no eran más que el soldado raso de un formidable ejército cuya capacidad sólo empezaban a comprender.

El teniente tampoco decía nada, pero después de ver todo aquello, el éxito de su misión le parecía fútil. Ni siquiera entendía por qué algunas de las criaturas se habían encaramado en el tanque y les acompañaban en su periplo por aquel despliegue increíble de efectivos. Por lo que él sabía, podían estar escoltándoles al corazón de su ejército, donde podrían desmontar aquel cacharro pieza a pieza hasta que revelara los suculentos huesos de su interior. Esto le infundió un terrible desánimo.

Sin embargo, el Monstruo continuó su increíble viaje sin sufrir ningún percance. El piloto estaba siguiendo el plan, y tomaba la dirección que más les convenía en todo momento sin que a las criaturas que estaban subidas encima pareciera importarles lo más mínimo.

Al fin, cuando estaban a punto de llegar, la excitación se reflejaba en el rostro de todos ellos.

Fue el piloto el que se atrevió a hablar primero, y cuando lo hizo, se aseguró de hablar en el tono más bajo posible.

—Te-teniente… —dijo, balbuceante—, hemos llegado.

—Deténgase —respondió éste.

El piloto asintió y aminoró la velocidad suavemente hasta detener el blindado. Luego miró al teniente de nuevo, esperando órdenes, y al cabo de unos segundos éste asintió, moviendo la cabeza con lentitud. El piloto comprendió lo que quería decir: apagó el motor y dejó que el silencio cayera sobre el vehículo.

Se quedaron escuchando, súbitamente rodeados de un único sonido, el del Zumbido. Era ya media mañana y en la cabina hacía un calor asfixiante. Pichou se había quitado su chaqueta y se había arremangado, pero en las axilas tenía manchas de sudor y la frente aparecía completamente empapada. Thadeus también estaba acalorado: sus mejillas parecían resplandecer en la penumbra del habitáculo.

A Pichou no se le escapaba que el Zumbido sonaba exactamente igual que cuando estaban en el campamento, varios kilómetros al norte. Su mente racional le decía que eso era imposible, pero era un hecho fehaciente y ese misterio le intranquilizaba tanto como le atraía.

Después de un rato, sin embargo, escucharon un ruido en la parte superior. Nadie se atrevió a respirar siquiera; miraban hacia arriba, y la escena recordaba a la de una de esas películas en la que los tripulantes de un submarino esperan guardando silencio, intentando evitar que los barcos en la superficie les localicen con el sonar.

En ese momento, escucharon algunos ruidos más. Una de las criaturas descendió por la parte delantera, junto a la mirilla del piloto, y éste tuvo que taparse la boca con ambas manos para no gritar. Era la primera vez que veía uno de aquellos seres tan de cerca, y la visión de los aborrecibles tentáculos de sus patas le llenó de espanto. Sí, estaban descendiendo.

El teniente espiaba por la mirilla, y soltó un sonoro bufido cuando las vio alejarse por la calle con rumbo desconocido.

Esperaron todavía un largo rato, hasta que estuvieron seguros de estar solos. A lo lejos, todavía distante, se escuchaba el clamor de la batalla. Explosiones, el retumbante tronar de las ametralladoras y otros ruidos que no pudieron identificar pero que sonaban como si los mismos edificios se estuvieran derrumbando. A Thadeus le trajo imágenes de cuando estuvo encerrado en el piso con Rebeca.

—Se han ido… —dijo Pichou al fin.

—Oh, Dios mío —exclamó Thadeus. Se llevó una mano temblorosa a la cabeza y se dejó caer en el suelo.

—Anímese —dijo el teniente—. ¡El plan ha funcionado de maravilla!

—¿Usted cree? Creía que se habían enamorado de esta cosa. Jesús, empezaba a pensar que alguien la había perfumado.

Ese comentario arrancó risas a los cuatro hombres.

—Realmente parecía eso, bien puede usted decirlo —dijo Pichou al final.

—Lo importante aquí es el valor estratégico de esta… estratagema —opinó el teniente—. Déjenme informar por radio. ¡A los mandos les va a encantar! ¿Se da cuenta? No me sorprendería que le concedan algún mérito.

Thadeus puso los ojos en blanco.

Unos minutos más tarde, el teniente abría la escotilla del tanque. Lo hizo despacio, sin hacer ruido, porque no sabía qué se encontraría fuera; allí dentro no tenían más visión que la pequeña rendija del piloto, y tampoco quería arriesgarse a girar el cañón para cubrir el espectro de trescientos sesenta grados. Además, no estaba seguro de si el cañón podría desarrollar semejante giro: la calle donde estaba la entrada al ascensor del castillo no era demasiado ancha.

Pero resultó que el camino estaba expedito. No había ni una sola criatura a la vista.

—Bien —dijo el teniente—. Voy a instalar el primer explosivo, luego volveré aquí, donde lo haré detonar. Es posible que la explosión atraiga a esas cosas, así que me parece lo más seguro.

Todos estuvieron de acuerdo.

El teniente cogió el equipo que necesitaba y abandonó el habitáculo, y en sólo unos segundos, se perdió en el interior del largo pasillo que llevaba al ascensor.

En el interior del tanque, todos aguardaron, expectantes.

—La explosión los atraerá… —dijo el piloto.

Pichou se encogió de hombros.

—Quién sabe. El estruendo de la guerra ahí fuera es enorme. Quizá una explosión más no les llame la atención.

—Ojalá —dijo Thadeus—. No me gustaría exponer nuestro pequeño truco a otro tipo de criaturas, como algunas de las que hemos visto. Quizá no nos reconozcan como amigos. No estoy seguro de cómo hacen para saber quién es amigo o enemigo, y sólo puedo pensar en una inteligencia superior a la de la mayoría de los seres vivos que conocemos. Quiero decir, un intelecto.

—¿Quiere decir que pueden pensar? —preguntó el piloto.

—A estas alturas no me cabe ninguna duda —dijo Thadeus, que empezaba a encontrarse mejor. Poder hablar de las cosas que conocía bien le hacía sentirse de nuevo en su ambiente—. Quizá los monstruos que hemos visto hasta ahora, estos… crustáceos hiperdesarrollados, sean la gama más baja del escalafón, pero por encima de ellos tiene que haber otra cosa. Algo ha urdido este plan de ataque. Algo lo ha sincronizado con las tormentas solares y algo ordenó construir esos pozos, que sin duda tienen algún propósito. Si eso viene hasta aquí, no creo que esta burda triquiñuela pueda sostenerse por más tiempo.

—Entiendo —dijo Pichou, pensativo.

En ese momento, la escotilla del tanque crujió con un sonido metálico, y los tres hombres dieron un grito al unísono. El teniente se asomó por la abertura, mirándoles como si acabara de descubrir a tres colegiales haciendo alguna travesura.

—Parece que los nervios están un poco alterados por aquí —dijo, con una sonrisa entre dientes.

—Joder… —dijo Thadeus—. Me ha quitado usted tres años de vida.

Pichou rió alegremente, manteniendo aún la mano en el pecho. No era un hombre que se asustase fácilmente, y había sido adiestrado para guardar las formas en las circunstancias más excepcionales, pero se había alborozado como una niña cuando explota un globo en mitad de su fiesta de cumpleaños y eso le indicaba lo especiales que estaban siendo las circunstancias.

—Bien, ya está todo listo. No hay electricidad, así que he tenido que forzar la puerta del ascensor. Afortunadamente la cabina estaba en el piso de arriba, así que he podido colocar las cargas en el hueco. He visto el túnel y las escaleras que suben hacia arriba. Con un explosivo convencional no lo hubiéramos conseguido jamás… Bendito sea el inventor de estas cosas.

Entonces sacó el detonador. Era apenas una cajita pequeña con un par de palancas. El teniente quitó el seguro moviendo una de ellas hacia un lado y puso el dedo sobre el botón.

—¿Listos? —preguntó.

—Adelante —exclamó Pichou.

Clic.

La explosión fue sorda y amortiguada, pero sobre todo, fue rápida. Una nube de polvo de un tono gris oscuro abandonó el túnel como una exhalación y arremetió contra el tanque. Desde el interior, percibieron claramente cómo una miríada de pequeñas rocas y arena golpeaba inútilmente la superficie sólo para caer al suelo.

Pero eso fue todo. El polvo se elevó perezoso en el aire y terminó por disiparse rápidamente.

—Bien —dijo el teniente—. ¡Ahora, silencio!

Esperaron. Cada uno a su manera, imaginaron criaturas imposibles descendiendo por la falda de la montaña, moviéndose con agilidad entre los árboles con largas y abyectas patas. Sus ojos, amarillos y terribles en las mentes de unos y rojos y brillantes en las de otros, buscaban con avidez a los culpables mientras unas bocas verticales llenas de pequeños dientes bañados en ácido se anticipaban al momento de ingerir la preciada carne humana.

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