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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

La hora del mar (76 page)

BOOK: La hora del mar
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Thadeus asintió enérgicamente.

—Tienes razón —admitió—. Estos días he visto cosas, y ahí abajo está esa esfera, flotando en el aire como por arte de magia. Aun así… Aun así, admito que me cuesta aceptar la posibilidad de que haya extraterrestres realmente. Una parte de mi mente todavía cree que encontrará una explicación razonable. Un soporte que no vemos desde esta posición, algún tipo de… flujo de aire que lo sustenta en mitad de la caverna…

Pichou rió.

—Te entiendo. Pero créeme. Los extraterrestres están ahí, y ya hemos tenido contactos con ellos. Eso es una realidad. Necesito que abras tu mente un poco. Creo que el ataque del ejército nos ha dado un tiempo precioso que, de otro modo, no habríamos tenido, pero sospecho que no aguantarán mucho. No después de lo que hemos visto en el camino.

Thadeus asintió otra vez. Pensaba, sobre todo, en el ser monstruoso cuyos tentáculos había atisbado desde lejos, en el mar. Para que fueran de aquel tamaño a una distancia semejante, debían ser gruesos como bocas de metro. Quizá incluso mayores. Quizá habían sido aquellos monstruos los que habían succionado los barcos.

—Bien —exclamó Thadeus al fin—. Haré un esfuerzo. Extraterrestres. Telepatía. Vale. ¿Cómo vamos a hacerlo?

—Ponte cómodo —dijo Pichou—. Y dame las manos. Intentemos concentrarnos. Será complicado… Esto que hago puede parecer increíble para unos… sacos de carne como nosotros, pero para estos seres puede no dar la talla. Creo que viene a ser como si una cabra intentara berrear a una montaña. ¿Te imaginas a la montaña girando su cúspide para mirar?

—No —admitió Thadeus con una sonrisa.

—Esto será igual, sospecho. Pero…, vamos a intentarlo.

Y Thadeus se puso cómodo. Pensó que lo más apropiado era sentarse en posición de yoga, con las piernas cruzadas y el cuerpo recto, aunque se sintió algo incómodo al hacerlo. Su padre había practicado la meditación durante toda su vida profesional, cinco minutos cada día a la hora del descanso del almuerzo. Decía que eso le ayudaba a ser más productivo y a estar más concentrado, pero Thadeus nunca había compartido esa afición. Le hacía sentirse extraño.

—Dame las manos —pidió Pichou.

Y Thadeus lo hizo. Luego, cerró los ojos.

36 - La conversación

Las cosas no iban bien para el bando de los seres humanos. Habían pensado que luchar en las calles les daría una ventaja significativa frente a los monstruos, pero resultó justo lo contrario. El problema esencial era que las criaturas, incluyendo los abominables seres de gran tamaño que acudieron a la batalla, no tenían ningún problema en destruir el entorno para acceder a los soldados que se parapetaban en los edificios. Lanzaban rocas, coches y trozos de edificios, y los muros se venían abajo con un estruendo abrumador y… mortal.

Los tanques resultaron ser también poco eficaces en ese entorno. Les costaba maniobrar, y a menudo la torreta resultaba demasiado lenta para responder a los ataques simultáneos desde todos los flancos. Sólo los lanzallamas parecían suponer una diferencia, pero su combustible se agotaba rápido, y entonces eran una presa fácil para el enemigo.

En un momento dado, los helicópteros y reactores decidieron ofrecer apoyo a sus unidades. Era eso o perderlas irremediablemente. Pensaban que podrían retirarse a tiempo tan pronto detectaran ataques dirigidos contra ellos, pero no fue así. Las esporas aparecieron en el cielo, formando una nube densa y abrumadora, en cuestión de segundos, como si acabaran de brotar del mismo aire.

Los ataques con misiles desde la retaguardia también prestaron un excelente servicio durante un tiempo. La ciudad estaba vacía, así que no dudaron en bombardearla con toda la dureza que les era posible. Algunos de los cohetes incidieron tras la línea de ataque y acabaron con uno de los peligrosos lanzadores. Los tentáculos, cercenados y sin vida, cayeron al suelo, rezumando una especie de savia blancuzca, y la criatura, grande como un edificio pequeño, trastabilló hacia un lado haciendo temblar el suelo. Por fin arremetió contra uno de los bloques de pisos y se hundió en él, provocando su derrumbe inmediato.

Sin embargo, el enemigo no tardó en reaccionar. No podían llegar hasta los soldados a través del campo de batalla, pero durante la noche habían trabajado como pequeñas hormiguitas y habían cavado túneles que serpenteaban por toda la zona de guerra que tan fulminantemente habían ganado el día anterior. En sólo treinta minutos, consiguieron colarse hasta debajo mismo de las unidades lanzamisiles. Luego, socavaron el suelo. Las unidades se estremecieron, temblaron sobre la tierra en movimiento, y comenzaron a hundirse como si estuvieran posadas sobre arenas movedizas. No había tiempo para desplazarlas, todas usaban unos soportes metálicos para anclarse en el suelo y compensar el retroceso. Era espantoso verlas hundirse, desaparecer bajo toneladas de tierra y roca. Una lanzó un misil antes de desaparecer, y éste viajó sin rumbo aparente en una trayectoria peligrosamente paralela al suelo, con un rugido atronador. El cohete cruzó el campo de batalla, sobrevoló miles de cadáveres y restos de maquinaria bélica, y terminó por estrellarse contra un edificio de cuatro plantas, que se vino abajo como un castillo de naipes. Una enorme valla publicitaria de Kleenex que coronaba la azotea descendió como una guillotina y se clavó en el suelo.

Para cuando llegó el mediodía, la columna central estaba prácticamente diezmada.

Esta vez, las criaturas no se quedaron satisfechas. A pesar de su victoria sobre ese flanco de ataque, habían sufrido numerosos daños, y en sus pequeños cerebros destellaban impulsos furibundos. En las calles, las luces de sus espaldas refulgían con un resplandor siniestro, enviando mensajes inequívocos de rabia y muerte. La batalla no se había ganado aún: los seres humanos atacaban también desde el este de la ciudad, y allí estaban consiguiendo avanzar rápido a través de grandes avenidas que les eran más favorables. Sin embargo, en cuanto la línea de misiles cayó, y ahora que los helicópteros no representaban una amenaza, un comité formado por cien criaturas partió hacia el norte, donde sabían que los seres humanos habían construido algo. Esta vez, lo destruirían todo, y luego regresarían para terminar con el plan.

—¿Mi general? —dijo el oficial—. Se le reclama en la sala de reuniones.

El general Abras estaba en la Sala de Guerra, coordinando los ataques en el sur de España. Sus hombres estaban sufriendo más bajas de las previstas, y mucho más rápido de lo que cualquier experto hubiera imaginado, pero la batalla no estaba perdida. Todavía no. Consultó el reloj.

—Faltan veinte minutos para la hora en punto, ¡ni siquiera es hora de una reunión! —exclamó.

—Lo sé, mi general. Creo que es algo excepcional.

—¿Quién envía la orden?

—El presidente, mi general.

El general Abras farfulló.

—Espero que sea algo importante —dijo mientras se calaba la gorra en la cabeza—. Estamos en medio de la ofensiva más importante de la historia de nuestro país. De toda su maldita historia.

El oficial no dijo nada.

El general salió dando grandes zancadas por el pasillo, lleno de gente que iba y venía. Algunos, con los nudos de las corbatas descuidadamente desatados y las camisas remangadas, corrían portando papeles y listados que acababan de salir de la impresora; otros caminaban llevando cafés y luciendo bolsas bajo los ojos. Las tazas temblaban en sus manos.

Pusilánimes
, pensó el general. Le disgustaba ver todo ese histerismo. La guerra, estaba seguro, no había hecho más que comenzar.

Entró en la sala de reuniones y le sorprendió descubrir que la mayoría de las pantallas estaban apagadas. Tan sólo el portavoz de Estados Unidos y el de la República Francesa estaban en su sitio, esperando. Por unos segundos, temió lo peor. Había visto cómo las pantallas de diversos países se apagaban paulatinamente reunión tras reunión, lo cual, invariablemente, quería decir una sola cosa.

—Adelante, general —saludó la ministra poniéndose cortésmente de pie—. Es una reunión excepcional de Alto Secreto. Por favor, cierren las puertas.

Los dos soldados que guardaban el acceso cerraron la puerta doble por fuera.

El general miró alrededor. La sala estaba prácticamente vacía, a excepción de algunos técnicos, un par de secretarios y algunos militares de renombre. También había algunos tipos más, vestidos con trajes elegantes y expresiones que parecían esculpidas en cera, de quienes no sabía nada. El presidente del Gobierno estaba en su tribuna, como era habitual, rodeado de un montón de altos mandos de todas las ramas del ejército y asesores varios. Tenía la cabeza enterrada entre los brazos y asentía con pesadumbre mientras todos le hablaban a la vez.

—¿De qué se trata? —dijo el general, tomando asiento.

—Ha empezado —exclamó la ministra, pasándole un informe en una carpeta con el sello «ALTO SECRETO» cruzado en la carátula—. En Estados Unidos. Un terremoto de ocho en la escala de Richter, y va a peor.

—¿Los pozos?

—El pozo, general. Tenemos una bonita imagen de satélite, en la página dos.

El general abrió el informe y pasó la hoja.

—Jesús —soltó.

En la imagen, una mancha brillante con forma de flor aparecía en mitad del mapa.

El general pensó en otra imagen. Pensó que parecía un culo de mono radiactivo.

—Está partiendo la zona en dos —exclamó ella—. Desde Boston a Jersey City. Ésa es un área grande, general. Muy grande.

Mientras pasaba las hojas, el general se rascó la frente. Era el primer gesto que lo hacía parecer humano que la ministra hubiera visto hasta entonces.

—Bien… ¿Y ahora?

—Los americanos quieren lanzar los pulsos EMP —dijo la ministra—. Quieren hacerlo ya. Es lo que vamos a discutir ahora.

El general asintió.

—No me extraña —dijo—. Yo les arrojaría cien putas bombas atómicas antes que dejar que esto ocurra en cualquier otra parte.

La ministra bajó la cabeza.

—Ya no me parece tan descabellado, general. Ya no.

Con una población civil que escasamente llegaba a los dos centenares, el campamento había quedado totalmente desprovisto de presencia militar, con la notable excepción del Centro de Mando, que estaba emplazado a cierta distancia. Una mínima dotación de soldados vigilaban la entrada, aunque aún quedaba un helicóptero para que los altos mandos que operaban en su interior pudieran desplazarse si lo requerían. En cuanto al resto del personal militar… absolutamente todo el mundo había ido a la guerra.

Lando, el hombre musculoso, y la facción belicosa de los civiles, estaban caminando por el viejo barracón militar. Habían perdido algunos miembros desde que el día comenzara; al parecer, alguien había soñado con un indio (¡ridículo!) y alguien más había decidido escuchar sus palabras (¡absurdo!). Ahora, estaban con los chalados que rezaban en su extraño templo (¡hilarante!). Para Lando, aquello no eran más que sandeces. El hombre siempre terminaba por recurrir a misteriosos dioses en los momentos de crisis, pero la solución a aquella situación no vendría del cielo. Estaba en todos los arcones de munición y armamento que los soldados habían dejado desparramados por todas partes.

Lando cogió una ametralladora que parecía especialmente pesada. Olía a grasa de motor, y relucía tanto que parecía haber salido de fábrica esa misma mañana. Lando no entendía mucho de armas, así que estaba probando qué cartuchos le correspondían.

El resto parecía celebrar el tener en sus manos algo con lo que poder disparar. Aquellos trozos de metal y complicados engranajes, tan banales en apariencia, les infundían un renovado entusiasmo. Estaban deseando hacer volar plomo por el aire. Se sentían poderosos, y algunos incluso hablaban de marchar hacia la guerra. Hacían bromas y comentarios sobre el tamaño del arma de cada uno, y no faltó quien se puso el arma en la entrepierna a modo de falo gigantesco. Ninguno de ellos, por supuesto, había tenido delante a una de las Rocas Negras.

Cuando estuvieron satisfechos con sus elecciones, decidieron practicar. Había una explanada al sur del campamento, al este del templo religioso donde los más temerosos se entregaban a sus oraciones y súplicas. Les pareció un lugar idóneo para hacer tronar sus nuevos juguetes.

Acababan de disponerse en hilera cuando, de repente, Lando vio algo detrás de la colina. Era una columna de polvo levantándose en el aire.

—¡Eh! ¡Esperad! Creo que viene algo.

Pensó en un vehículo, a juzgar por el polvo que éste levantaba. Luego decidió que debía ser un tanque, o quizá varios, porque la humareda era en verdad mucha y contrastaba contra el cielo como un tornado. Pensó que, a lo mejor, se trataba de un transporte para recoger munición, o quizá de un camión que traía heridos del campo de batalla. Pensó todo eso y mucho más, pero cuando las primeras criaturas coronaron la cima de la colina, su mandíbula pareció caer por su propio peso.

—Coño —soltó.

El grupo se quedó callado, hipnotizado por la visión que tenían delante. Había veinte… no, cincuenta… casi un centenar de aquellos monstruos superando la cima de la colina y avanzando a buen paso hacia ellos. Sus patas se movían tan rápido que parecían las varillas de una amasadora.

Alguien retrocedió dos pasos, y alguien más lo emuló, sintiendo que el estómago se le encogía hasta doler. Pero en el acto, Lando levantó su ametralladora y empezó a escupir balas al aire.

Eso bastó como detonante. Como si fuera un solo cuerpo, el grupo empezó a descargar proyectiles en dirección a los monstruos. El sonido de las descargas llenó la mañana. Las criaturas estaban aún lejos, y los fusiles ametralladores disparaban balas con una precisión nefasta, así que ninguno de los proyectiles dio en el blanco ni por asomo. Las Rocas Negras continuaban acercándose a buena velocidad, ahora deslizándose por el suave barranco.

Alguien empezó a gritar mientras disparaba sin cesar. Otro tenía cogido el arma por el cañón, que empezó a ponerse caliente, y se quemó la mano, pero volvió a coger el fusil de manera distinta y continuó disparando. Las balas arrancaban latigazos de tierra del suelo.

Ahora estaban a cien metros. Los invasores movieron sus pinzas para cubrirse la cabeza mientras avanzaban, y Lando, con hondo temor, se daba cuenta de algo: que eran la única línea de defensa que quedaba en todo el campamento. Si ellos fallaban, no sólo perderían la vida, permitirían que aquellos monstruos arrasaran con el extraño templo que aquellos hombres y mujeres habían construido.

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