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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

La hora del mar (74 page)

BOOK: La hora del mar
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Pero no ocurrió nada de eso.

Después de quince minutos aguardando en silencio, el teniente fue el primero en hablar.

—Parece que mis compañeros están dándoles caña. Yo habría investigado una explosión como ésta si hubiera ocurrido debajo de mi mismo culo.

Pichou asintió.

El teniente miró el reloj de nuevo, y sacudió la cabeza con el ceño fruncido.

—¿Ocurre algo, teniente?

—No —dijo secamente.

Pero sí ocurría. Pensaba en las otras unidades de cuerpos especiales, sus compañeros, todos aquellos hombres experimentados que habían tomado rutas alternativas hacia el objetivo. Había pasado demasiado tiempo, demasiado. Sin duda alguna tendrían que haber llegado ya y, sin embargo, allí no había nadie. Pensó que ellos mismos no lo habrían conseguido nunca de no haber sido por la estratagema del biólogo, y aunque existía la posibilidad de que el resto de las unidades hubieran desistido del plan, eso no sonaba muy propio de ninguno de ellos.

—Está bien —dijo el teniente—. Voy a entrar a poner las cargas.

—Yo voy con usted —dijo Pichou.

—No creo que…

—Insisto —exclamó el francés—. Si hay alguna posibilidad de contacto con ellos, es ahí dentro.

El teniente levantó una ceja.

—¿De verdad piensa contactar con ellos?

Thadeus frunció el entrecejo.

—Un momento —dijo—. Hemos pasado por entre todo su maldito ejército, y usted no ha pedido en ningún momento parar el tanque, sacar una bandera blanca por la ventana y solicitar parlamento —rió, una especie de burbujeo nervioso—. La sola idea me parece… perdone, no quiero ofenderle… ridícula. No, usted busca otra cosa. Usted busca…
las otras cosas.

Pichou asintió apreciativamente.

—No sabía que fuera vox pópuli —dijo despacio—. En efecto.
Las otras cosas.

—No sé si es vox pópuli, pero tengo algo de experiencia de primera mano. ¿Qué le hace pensar que los encontrará ahí dentro?

—Absolutamente nada —dijo Pichou—. Pero si hay algún sitio cercano al ojo del huracán que se me ocurra, es ése. Creo que algo ocurrirá. Puede que no ahora, pero después de que cerremos el pozo, creo que algo ocurrirá.

—Un momento —dijo el teniente—. ¿Puedo saber de qué están hablando, o es algún tipo de información confidencial civil?

—No tiene importancia —dijo Pichou—. Se lo contaré cuando estemos de vuelta.

—Desde luego, cuando cerremos el pozo, algo ocurrirá, ya se lo digo yo —dijo el teniente—; ¡Tendremos que salir de aquí cagando leches!

Empezaron a internarse por el túnel, que todavía olía a humo y a tierra, llevando cada uno una pequeña cantidad de explosivos en los brazos. El suelo estaba lleno de trozos de roca, algunos tan grandes que tuvieron que pasar arrastrándose entre éstas y las agrietadas paredes. El pavimento del suelo había desaparecido, como si se hubiera simplemente desintegrado, y el hormigón estaba ahora a la vista, completamente renegrido.

El hueco del ascensor era un socavón espectacular, pero la peor parte se la había llevado la pared del fondo. Allí había una oquedad que se prolongaba varios metros, como una caverna. El techo se había desprendido, creando una confusa jungla de rocas picudas y alargadas, como estalagmitas deformes e hinchadas.

—Dios mío —exclamó Pichou, mirando con ojos desorbitados los explosivos que acarreaba—. ¿Cuánta carga puso usted?

—Miren aquello… —señaló el teniente, sin hacer caso a la pregunta.

—¿Qué…?

Tanto Pichou como Thadeus vieron lo que el teniente quería decir. Al final de la gruta, entre la profusión de pedruscos y tierra, débil como un resplandor apenas insinuado, se vislumbraba una tenue luz azulada.

—¿Eso es el pozo? —preguntó Thadeus, ahora en voz baja.

—Debe de serlo… —contestó el teniente.

—¿Y esa luz?

El teniente negó con la cabeza.

Empezaron a andar, dando pasos pequeños y prudentes. De vez en cuando, una pequeña lluvia de tierra o una roca caían desde el techo, haciéndoles encogerse. Las paredes crujían amenazadoramente cuando pasaban, y aunque eran perfectamente conscientes de que el lugar era más que inestable, seguían avanzando, llenos de curiosidad por saber qué generaba aquel espectral resplandor.

El teniente, que caminaba en primer lugar con su pistola reglamentaria en la mano, miró brevemente hacia atrás. Pensó en decirles que esperaran allí, pero supuso que, a esas alturas, nada podría hacer que aquellos hombres esperaran. El francés tenía un brillo de fascinación en sus ojos, y el biólogo no se quedaba atrás.

Así que recorrió los últimos pasos que le faltaban para llegar a la abertura en la roca y, cuando se asomó, sintió que las piernas eran incapaces de sostenerle. Lanzó una mano contra la pared y dejó que los explosivos cayeran al suelo.

—Dios —exclamó.

Madre… Madre…

Marianne seguía teniendo la sensación de que flotaba. De vez en cuando, abría un poco los ojos y se daba cuenta de que aún seguía en el Temazcal, pero en cuanto los cerraba, la ilusión regresaba; la media circunferencia continuaba hacia abajo, formando un círculo perfecto, y entonces volvía a extender las piernas y se dejaba llevar por el suave susurro de los cánticos.

Algo estaba ocurriendo, además. Giró entre el humo para mirar alrededor y vio (imaginó) centenares de otras circunferencias como en la que estaba ella, flotando alrededor. En todas ellas brillaba una llama, y en todas, las sombras difusas de un centenar de personas colgaban como rutilantes adornos en un árbol de Navidad.

A Marianne, aquello le pareció hermoso.

Madre… Madre…

La melodía empezaba a complicarse a medida que los otros Temazcales fluían alrededor. Describían órbitas suaves en el aire, como los planetas que flotan en el espacio, y cuanto más se acercaban, más sonidos diferentes creía captar. Estuvo un rato meciéndose, concentrada tan sólo en escuchar y respirar, hasta que escuchó una voz cálida, pero severa, a su lado.

—Marianne…

Marianne se giró. Allí, a su lado, había un hombre desnudo. Parecía indio, a juzgar por sus facciones, pero éstas, aún surcadas por las arrugas de la experiencia, eran limpias y sinceras. Él también le pareció hermoso.

—Marianne, ¿me das tu voz? —preguntó Yolyo.

Marianne asintió enérgicamente.

—Sí —dijo—. Te la doy.

—¿Hablo en tu nombre?

—Sí. Sí.

Y entonces, sin que pudiera evitarlo, empezó a caer hacia un lado. Al principio se asustó, pero después descubrió que se deslizaba hacia una sensación agradable, y se dejó llevar.

Desacelerando, desacelerando…

Se había quedado dormida.

Mientras tanto, en Francia.

—Didier, ¿me das tu voz?

—Sí. Es tuya.

—Aghanashini, ¿me das tu voz?

—Sí. Te la doy.

—¿Hablo en tu nombre?

—Habla, en nombre de todos. De todos nosotros.

35 - El quintacolumnista

EL teniente no podía creer en lo que tenía delante. No era un pozo; esa definición se quedaba corta. Era la caverna más profunda e inmensurablemente grande que había visto en su vida.

Estaba iluminada por una luz azul celeste, que parecía venir de algún punto aún más abajo. Pichou se puso a su lado, seguido de Thadeus, y dejó escapar una exclamación en francés que ninguno de los otros hombres pudo comprender.

Thadeus no dijo nada. Estaba mirando la enorme estructura circular con ojos desorbitados. De repente, empezaba a sentirse mareado. A su lado, el teniente se pasó una mano por la cara, como si quisiese desprender de ella unas telarañas invisibles.

—Madre del Señor —consiguió decir al fin.

Hacia arriba, el túnel se extendía varias decenas de metros hasta encontrar la luz del día. Ésta entraba por allí a través de una abertura circular de un diámetro del todo descabellado. Aquél debía ser el punto de máxima convergencia que habían detectado por todo el mundo, y sin embargo, no se divisaba a nada ni a nadie. El teniente pensó que las criaturas debían estar temporalmente en señal de alerta, y… o mucho se equivocaba, o probablemente la familia Monster estaba ocupada deteniendo los ataques.

Ese pensamiento le hizo sonreír. Definitivamente había sido una buena operación, un esfuerzo conjunto que todavía podía acabar bien.

Abajo, a apenas medio metro, había una especie de repisa que recorría las paredes de la cueva. Pichou se dio cuenta de que describían un giro por toda su estructura, siempre en espiral, y fue el primero en saltar hasta ella. Calculó mal, no obstante, y cuando aterrizó abajo tuvo que inclinarse inmediatamente hacia atrás para no caerse.

Thadeus dejó escapar una exclamación ahogada. Pichou no estaba asustado. Una vez recuperó el equilibrio, se asomó al borde de la repisa y miró hacia abajo.

—¿Qué hay? —preguntó el teniente.

Pero Pichou no decía nada. Estaba allí, inmóvil. Los brazos cayeron pesadamente a ambos lados de su cuerpo, como si, de repente, hubiera entrado en algún tipo de trance.

Es lo que debió pensar el teniente al menos porque, acto seguido, saltó a la repisa. Cuando pudo asomarse con infinita prudencia por el abismo y vio lo que Pichou estaba mirando, se quedó tan atónito que no pudo articular palabra durante un buen rato.

Allí, flotando ingrávida en mitad de la chimenea excavada en la roca, estaba todavía la geoda que Merardo y Jonás descubrieran el día anterior. Era hermosa, en verdad, rodeada de un resplandor suave que la hacía parecer una especie de lámpara. Su superficie, no obstante, era reluciente y pulida como la de un espejo, y reflejaba las paredes rocosas de alrededor.

—Qué es eso… —exclamó el teniente. Su tono era tan monocorde que ni siquiera parecía una pregunta.

Pichou le miró brevemente, y por toda respuesta, se limitó a asentir con una sonrisa.

Para entonces, Thadeus había llegado ya hasta ellos y miraba hacia abajo con una expresión de incredulidad en el rostro. Aquella cosa enorme, surcada por un complicado puzzle de triángulos, flotaba; flotaba en el aire sin que nada pareciera sustentarla.

—¿Es…? —preguntó el teniente, pero antes de que pudiera terminar la frase, una voz sonó a su espalda.

—¡No se muevan!

Los tres hombres se giraron bruscamente. Allí, en el hueco que la explosión había abierto en la caverna, por donde acababan de pasar, había un chico. Les sonreía, y los dientes en esa sonrisa maliciosa contrastaban con su rostro completamente embadurnado de hollín.

Y les apuntaba con una pistola.

Thadeus y Pichou le miraron sin comprender. No podían imaginar qué estaba pasando. El teniente sí reconoció la pistola. Era la que había dejado caer cuando descubrió la enorme caverna. Sin decir nada, apretó los dientes, furioso por su descuido.

—Gracias por la pistola, teniente —dijo el chico—. Ya tenía una, pero la suya mola más.

El teniente pensó en el seguro; con un poco de suerte, quizá el chico no había tenido en cuenta que la pistola tenía seguro y contase aún con un pequeño margen. Necesitaba recorrer sólo medio metro para encaramarse donde él estaba, pero también podía aplicarle una conocida técnica de lucha libre en la pierna desde esa posición para…

—Ni lo sueñe —dijo de pronto el chico—. Sé muy bien cómo funciona esta pistola. No soy ningún estúpido.

El teniente pestañeó. Por un instante tuvo la sensación de que había hablado en voz alta, y sin embargo, estaba seguro de que no lo había hecho.

Pichou pestañeó.

—Es… ¿Escondido en nuestro tanque? —dijo de pronto. El chico asintió, sonriendo más.

—¡Yo lo construí! —dijo de pronto, torciendo el gesto hasta que su expresión se llenó de desprecio—. ¡Yo conseguí el disfraz y yo lo monté! ¡Yo tenía que haber venido, y no ustedes! Incluso llegué a creer en aquel imbécil… Llegué a pensar que me dejaría participar en esta misión. Fue una suerte que hubiera dejado una de las piezas huecas, un pequeño agujero donde poder esconderme, o me habría quedado fuera…

—Ha venido escondido en… entre las piezas de la coraza —musitó Pichou.

—Pero, por el amor de Dios, ¿qué es lo que quiere? —preguntó el teniente. Dio un paso hacia delante y, casi al mismo tiempo, la pistola restalló con un sonido petardeante que retumbó por las paredes. El teniente cayó hacia atrás, y se hubiera precipitado por el abismo si Thadeus y Pichou no le hubieran cogido cuando estaba doblándose ya en un ángulo imposible.

—¡Teniente! —gritó Pichou. Pero era demasiado tarde; tenía un disparo de bala entre los ojos abiertos y una expresión serena en el rostro, como si el impacto hubiera eliminado la tensión en todos los músculos de la cara.

Lentamente, lo dejaron caer en el suelo.

—¿Qué… qué has hecho? —preguntó Thadeus, horrorizado.

—¿Por qué haces esto? —preguntó Pichou. Estaba tan sorprendido que su pregunta sonó como neutra, sin ningún matiz de enfado.

—No voy a dejar que destruyáis esto —dijo—. No lo haréis.

—¿Qué? ¿Por qué? —preguntó Thadeus.

El chico levantó la pistola y le apuntó.

Thadeus se quedó congelado, mirando el agujero del cañón de la pistola. En su mente surgió un único pensamiento:
¿Ya está? ¿Así es como acaba todo?
No tenía sentido. No tenía ningún sentido. Habían cruzado la ciudad escabulléndose por entre un sinfín de criaturas que le llevaría toda una vida estudiar, estaban justo debajo del ojo del huracán, como había dicho el francés, y ahora que tenían un aparato de origen manifiestamente extraterrestre a sus espaldas, ¿un niñato con una barba incipiente le iba a volar la cabeza?

¿Es así como termina?

—Mataste a tus padres… —dijo Pichou.

El chico pestañeó. Se volvió para mirarlo con una expresión atónita, como si le hubieran arrojado una jarra de agua fría. Giró la mano y le apuntó a él.

—Lo hiciste…

—¿Quién eres tú? —bramó.

—Tú… Tú eres… Koldo.

Koldo masculló algo, pero no consiguieron entenderlo desde donde estaban. Le temblaba el pulso, así que cogió el arma con ambas manos.

—¿Quién cojones eres? —gritó de nuevo.

Pero Pichou no respondió. Se volvió a mirar a Thadeus. Estaba lívido, y la boca ligeramente entreabierta le daba una apariencia de estar desamparado.

—¿Tú no lo sientes? —preguntó.

Thadeus le miró sin comprender.

¿Sentir?
, pensó,
¿sentir qué? ¿Furia, rabia… frustración?

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