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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

La hora del mar (77 page)

BOOK: La hora del mar
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Y tan pronto fue consciente de eso, el dedo empezó a temblar en el gatillo como si tuviera vida propia.

Inspiración. Espiración.

El ritmo lento del corazón. La mente vacía.

Thadeus recordaba vagamente que aquélla era la forma correcta de relajarse para meditar. Al menos, era lo que su padre solía hacer. Inspiración. Espiración.

En un momento dado, pensó que era un ejercicio fútil. Los últimos días habían sido tan intensos, que en su mente centelleaban mil imágenes diferentes, explotando como fuegos artificiales. Esos destellos eran tan visuales y sonoros que le impedían concentrarse. Los barcos, la huida del aeropuerto, los primeros tanques, la tormenta de arena, Rebeca,
Marianne
, la caminata hasta el campamento, el paseo en el Monstruo… ¿De verdad había ocurrido todo eso en… cuánto tiempo, dos o tres días?

Estaba pensando en todas esas cosas cuando, de pronto, notó cómo Pichou le apretaba las manos.

Thadeus abrió los ojos, sobresaltado. Por un segundo pensó que Koldo podía haber recuperado la conciencia, pero luego descubrió que éste seguía tirado en el suelo, inmóvil como un fardo inútil.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—¿Has oído? —preguntó.

—No… —dijo Thadeus, despacio. No escuchaba nada. Sin embargo, ahora que hacía el esfuerzo, descubrió que sí había algo: el sempiterno Zumbido. Seguía allí, repitiéndose a sí mismo en un interminable círculo vicioso. Estaba tan presente que, a ratos, conseguía olvidarse de él, como en una casa donde dejan el televisor encendido todo el día.

—¿Seguro? —preguntó Pichou. De repente, frunció el ceño.

—¿Qué pasa?

—Un segundo… —dijo, levantando la mano del brazo sano y ofreciendo la palma extendida.

Thadeus esperó, sin comprender. Ahora, el francés estaba inclinándose para mirar por el precipicio. El biólogo miró también, pero todo seguía exactamente igual que cuando llegaron: la geoda seguía flotando en mitad del aire, desafiando las leyes de la gravedad, emitiendo la suave luz azul.

—Entiendo… —susurró Pichou.

—Vamos, ¿qué pasa? —preguntó Thadeus.

—Ayúdame a levantarme —dijo entonces.

Thadeus se incorporó, cogió su mano extendida y tiró. El francés gruñó; cuando el brazo herido se movía en ciertos ángulos, adoptaba una explosión de dolor y se le tensaba el cuello.

—Vamos… —susurró Thadeus—. Duele un poco, ¿eh?

—Sí… —dijo—. Ven, acércate. Ayúdame a sostenerme.

Thadeus dio un paso adelante. Le pareció un poco extraño; cuando vendó la herida no parecía tan grave, aunque quizá podía haber complicaciones. Hemorragias internas, dislocación de hombro… Se le ocurrían una o dos cosas que podían ir mal, así que se acercó y pasó sus brazos por debajo de las axilas de Richov.

Inesperadamente, Pichou le abrazó. Thadeus echó la cabeza hacia atrás, sorprendido.

—No tengas miedo —susurró.

Después, cerró los ojos, apretó firmemente al confuso biólogo contra su pecho, y se tiró por el borde del abismo, arrastrándolo con él.

Hubo un relámpago blanco.

Thadeus abrió los ojos, sintiendo todavía la inercia en su pecho. Abrió la boca para gritar y descubrió que no podía: tenía la garganta cerrada por la impresión. Pataleó y lanzó los brazos hacia delante, pero éstos chocaron contra el suelo. Estaba boca abajo, apoyado en una superficie dura y fría.

Se incorporó hasta quedar sentado en el suelo, jadeando. Aún podía sentir el viento en la cara, la sensación horrible de precipitarse hacia el abismo, y la geoda… la geoda acercándose.

Pestañeó, intentando enfocar. Había
tanta
luz… Miró alrededor, y sólo vio blanco. Blanco,
blanco
. Un blanco tan intenso que lo llenaba todo.

—Hola… —dijo una voz a su espalda.

Thadeus se volvió, dando un respingo. Le costó un poco comprender lo que veía. Era un hombre, un hombre de facciones hermosas y ojos grises y profundos. El pelo negro y ondulado caía desmañadamente a ambos lados de su cara. Sonreía.

—¿Qué…?

—¿Eres Pichou? —preguntó.

—Yo soy Pichou.

Thadeus se giró al otro lado. Allí estaba el francés, sentado en el suelo. Estaba apartándose el pelo de la frente, cubierta de un sudor pegajoso, y miraba alrededor con esa expresión extraña que le daba un aire algo bobalicón. Si no lo conociera un poco, hasta podría pasar por alguien con pocas entendederas.

—¿Qué…? —preguntó Thadeus.

Y entonces recordó. ¡El francés lo había tirado al abismo!

Se levantó de un salto, asustado. Además de Pichou y el hombre, había otro detrás de él, algo más bajo y con aspecto más desaliñado. Su barba rala y la ropa sucia le daban el aspecto de un vagabundo.

—Lo siento, Tad… —dijo Pichou—. Si te lo hubiera explicado, nunca te habrías tirado. Hay mecanismos de defensa en nuestro cerebro para impedirnos hacer esas cosas, ¿sabes?

¿Tad?
Sólo Marianne y Jorge le llamaban así. Sin duda había estado hurgando otra vez en su cabeza, y eso le molestó un poco. Luego, el francés se incorporó. No sin esfuerzo, pero lo hizo, y eso le molestó aún más; ahora estaba claro que lo de ayudarle a sostenerle había sido un truco para… para…

—Yo soy Pichou —repitió, extendiendo la mano.

El hombre de los ojos grises se la estrechó.

—Merardo. Bienvenido a… Bueno, a
esto
—dijo, encogiéndose de hombros.

—Esto es impresionante… —exclamó, mirando alrededor.

Ahora que llevaba allí unos instantes, se daba cuenta de que no todo era blanco. Había una ligera percepción de volúmenes, algo en extremo sutil, pero que cuando se recorría la geoda con la mirada, se captaba de una forma imprecisa con la vista periférica. Y esa percepción le decía que estaban en un sitio cuyas paredes y techo eran una sola superficie, una superficie esférica.

—Es… Es mucho más grande por dentro que por fuera.

—Ni se lo imagina —dijo Merardo—. ¿No es fascinante? He estado pensando sobre eso. Yo lo llamo inflexión espacial.

—Un momento… —protestó Thadeus. Su cara había adquirido un tono de un rojo encendido—. ¿Alguien puede contarme qué cojones está pasando?

Pichou suspiró.

—Tiene razón. Perdóname. Soy un desconsiderado. Hmm. Verás, mientras estábamos concentrados…

—¿Meditando? —interrumpió Thadeus.

—Voilà
. Mientras estábamos así, bueno… No te ofendas, pero no capté nada de ti. Nada. Sólo veía imágenes tumultuosas de tu pasado reciente. Era un torbellino loco que no conducía a nada, así que intenté hacerlo por mí mismo.

—No me ofende —dijo Thadeus—. ¡Más bien me ofende la putada del salto!

—Te pido perdón otra vez, te lo explico en unos momentos —dijo Pichou—. Bien. Estaba solo, así que me concentré en preguntar con la mente. No sé si suena un poco ridículo, pero fue como… como mandar un email, sólo que no tenía ninguna dirección. Simplemente lo mandé.

—Y yo lo capté —dijo Merardo.

—Voilà
. El señor Merardo lo captó. Recibió ese email que flotaba por ahí, sin destinatario.

—Ésa es una buena analogía —dijo Merardo.

—Gracias —dijo Pichou.

Thadeus no daba crédito a lo que escuchaba. No quería ni pensar todavía en dónde estaba, aunque parecía obvio que aquello debía ser el interior de la geoda. Sin embargo, por lo que a él se refería, aquello podía ser… el paraíso celestial sobre la Tierra. Una especie de nube. O el Nirvana, ¿qué tal el Nirvana como explicación? Quizá su cuerpo estaba en ese mismo momento en el fondo del pozo, macabramente descoyuntado y con un kilo de sesos decorando el suelo de roca. Y sin embargo, aquellos dos tipos hablaban como si fueran personajes sacados de una novela de Agatha Christie.

—Así que hablamos. En realidad hablamos mucho rato, pero creo que no pasó tanto tiempo en realidad. Al menos, tuve esa sensación… ¿Quizá el lenguaje mental es más fluido? Bien, en realidad no importa. Pero me contó algo. Estos dos señores cayeron desde la repisa, accidentalmente, y aparecieron en este lugar.

—Creo que ya lo veo —exclamó Thadeus—. Pero ¿cómo?

—Quién sabe —dijo Merardo—. No creo que haya mucha gente que caiga encima de uno de estos aparatos. Quizá, simplemente, es como se entra. ¿Qué te parece eso como explicación? La Navaja de Ockham: La teoría más simple es a menudo la correcta.

—No tiene sentido —dijo Thadeus.

Merardo se encogió de hombros.

—Eso me he estado diciendo yo, pero ya ve, aquí estamos. Es difícil medir el tiempo aquí dentro, pero creo que ha sido mucho. Mucho. Y en todo ese tiempo, no hemos encontrado forma alguna de salir.

Thadeus soltó una carcajada.

—No me jodas… —dijo, haciendo un esfuerzo por contenerse—. Entonces, ¿me quieres decir… por qué cojones hemos
saltado
para acabar aquí dentro? ¿Qué es esto? ¿Una especie de planta nepente?

—No —dijo Pichou—. Es por la
telepatía.

—La… telepatía… —repitió Thadeus, despacio.

Se dio la vuelta para intentar tranquilizarse. La sensación de amplitud de aquella especie de pelota era enorme y, sin embargo, empezaba a sentir que le faltaba el aire. Se sentía como un hámster; casi parecía que podría empezar a correr para desplazar las paredes. Una parte divertida de su mente se preguntó qué pasaría si lo hiciese realmente. Los imaginó a todos cayendo al suelo, y tuvo que hacer un esfuerzo por no soltar una risa nerviosa.

—¿Y esto es todo? —preguntaba Pichou mientras tanto. Estaba mirando alrededor. Levantó una mano en el aire, como si quisiera tocar el techo.

—Esto es todo —dijo—. No hay nada… ni nadie… Ningún aparato, ni una silla para un piloto, ni una mala palanca que diga «Arriba» o «Abajo». Nada.

—Es maravillosamente hueco —opinó Pichou—. Lo más fascinante que pudiera haber imaginado —y de repente, abrió mucho los ojos—. Oh, no puedo creerlo.

—¿Qué?

—Es… ¡es como una geoda! Así la llaman ellos. Una geoda, ¿entienden? Hueca. ¿Acaso… acaso lo sabían?

—Sé lo que es una geoda —dijo Merardo—. Pero ¿a quiénes se refiere, quiénes son ellos?

Pichou negó con la cabeza.

—No importa —dijo, haciendo un gesto vago en el aire—. Ya no importa en absoluto.

—¿Qué hay de la maldita telepatía? —preguntó Thadeus.

—Tienes razón —exclamó Pichou—. Deberíamos probar. Verá, Tad. En nuestra conversación, Merardo me contó que, como nosotros, descubrió que la geoda potenciaba las ondas mentales. Bien, desde que está aquí ha podido captar fragmentos de… algo… que parecen mensajes.

Merardo asintió.

—Sí, no sé explicarlo. Si nos quedamos callados y se concentran, estoy seguro de que acabarán por escucharlo. Son como… retazos. Como si pegara el oído a la pared en la habitación de un hotel y escuchara la conversación de los que están al lado. No se entiende nada, pero están ahí.

—Entiendo… —dijo Thadeus—. Y eso nos lleva a…

—Verá, al principio usaba a mi compañero —dio un paso atrás para que todos pudieran ver al otro hombre. Se miraba las manos, como alguien tímido en exceso—. Se llama Jonás, pero… no está muy bien —pasó una mano por delante de sus ojos, pero el hombre no reaccionó—. Tiene paranoia, es esquizofrénico y hace un tiempo que no toma sus pastillas. Lo he visto en su mente. La conexión lo ha hecho retraerse en sí mismo.

—Oh… —exclamó Thadeus.

—Se pondrá bien —explicó Merardo—. Sólo tiene que tomar sus medicinas. Pero quedé atrapado. Sin él, escuchar a través de la pared era prácticamente imposible. En esta analogía, era como si el vecino de la habitación de al lado hubiera encendido un televisor, uno con nieve, como en los aparatos de antes. Escuchar era del todo imposible, y con ello todas mis oportunidades de salir de aquí.

—Por eso, cuando nos conectamos —continuó Pichou—, pensamos que podríamos sumar nuestros esfuerzos.

Thadeus pestañeó.

—Para… ¿para
contactar
?, —preguntó el biólogo, despacio.

—Para contactar.

—Vamos, hombre. Sabes que yo no puedo. No puedo hacer eso, como sea que lo hagáis. ¡Tú mismo acabas de decirlo!

—Creo que sí puedes —dijo Merardo—. Sólo tienes que
hacerlo.

Thadeus gruñó.

—Oye, no me sueltes un rollo tipo Yoda. Esa mierda de «hazlo o no lo hagas, pero no lo intentes» no va conmigo.

—¿Por qué no probamos? —dijo Pichou.

—¿Por qué no os vais a la mierda?

Pichou y Merardo se miraron. No decían nada, y Thadeus comprendió a qué se debía. Estaban
haciéndolo
. Estaban hablando entre ellos. Se cruzó de brazos, disgustado.

Entonces, los dos hombres se sentaron en el suelo, uno cerca del otro, y se dieron la mano.

—Vamos —dijo Pichou—. Siéntate. Sé que lo harás, de todas formas, lo he visto en tu mente.

Thadeus soltó una carcajada.

—Eres un mentiroso —dijo—. No has visto nada de eso.

Pichou sonrió.

—Tenía que intentarlo —dijo.

Thadeus sacudió la cabeza, todavía riendo.

—Está bien —dijo—. Lo haré. Tampoco es que tengamos muchas alternativas.

Koldo pudo haber estado inconsciente mucho más tiempo: para empezar, estaba demasiado exhausto tras sus peripecias de las últimas dos noches, pero además, el golpe había sido lo suficientemente contundente como para asegurar un buen número de horas en el País de los Sueños. Sin embargo, la nariz había empezado a gotear sangre, y ésta estuvo deslizándose lentamente por la faringe hasta que formó un tapón en su garganta. Empezó a emitir sibilancias, haciéndole parecer un fuelle oxidado. Después, se incorporó abruptamente, envuelto en una tormenta de toses; escupió varias veces y empezó, por fin, a respirar con normalidad.

La nariz le dolía terriblemente. La notaba hinchada y fría, como ajena a su cuerpo. Pero para entonces había empezado a recordar lo que había ocurrido antes de perder la conciencia, y giró la cabeza con violencia.

Estaba solo.

Miró con perplejidad el cuerpo abatido del teniente, mientras su mente trabajaba deprisa. ¿Dónde estaba el estúpido francés? ¿Y dónde estaba aquel otro tipo, el biólogo? ¿Acaso se habían ido? No lo creía.

Uno no descubre un objeto extraterrestre y se marcha, y menos cuando en el exterior se está librando una guerra en un escenario donde un edificio te puede caer encima en cualquier momento. No, era otra cosa.

Lentamente, se acercó al borde de la repisa, gateando por el suelo. Imaginaba, entre otras cosas, que la esfera luminosa que había visto podía haberse abierto, revelando un terrible centro luminoso donde zumbaban arcos voltaicos, preñados de un poder salvaje y mortal. Se sacudían en el aire como látigos iracundos, cimbreantes e iridiscentes. Al lado de éste, convertidos en cadáveres renegridos y achicharrados como brasas viejas en una barbacoa, estarían los restos de aquellos dos hombres, despidiendo una leve humareda oscura. Ni siquiera pensaba que ese mismo destino pudiera estar reservado para él: sólo quería
verlo
. Quería estar allí cuando ocurriera, cuando las descargas eléctricas comenzaran a dirigir, por fin, su descomunal poder contra las paredes de la cueva, desgarrando la roca madre y provocando que la ciudad entera se precipitase por un abismo cada vez mayor. Sería glorioso.

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