Pero cuando finalmente se acercó al precipicio, comprobó que la esfera seguía allí, tan enigmática y hermética como antes. No se había movido ni un ápice, y no había rastro de los hombres. Tampoco había arcos voltaicos desgranando la roca.
¿Se habían volatilizado, quizá?
O abducidos. Quizá los han abducido.
Sus ojos centellearon, anticipándose a la nueva imagen que se despertó en su mente. En ella, los dos hombres eran atraídos hacia la esfera sin que pudieran hacer nada por evitarlo, embebidos en rayos tractores que zumbaban como grandes extractores. Mientras sacudían los brazos y piernas en el aire, sus rostros se trocaban en máscaras de terror.
Con cierto esfuerzo, se puso en pie, haciendo muecas sin saberlo para recomponer los doloridos músculos de la cara.
Algo se le escapaba. Había algo en lo que debía haber caído, y que sin embargo se evadía, esquivo, pero ¿qué?
De pronto se acordó de la voz de su madre en su cabeza, alta y clara. No había sido como un pensamiento, sino como una voz, pero una voz interior. Un truco fantasmagórico, uno muy bueno, pero un truco. La pregunta era, ¿cómo lo habían conseguido? Aunque la presencia extraterrestre hubiera estado haciendo efecto, ¿cómo lo habían hecho?
Siguió mirando la esfera mientras pensaba.
Para él estaba claro que había sido uno de aquellos hombres. Los había escuchado hablar durante todo el trayecto, agazapado en el borde exterior del tanque, bajo las placas de coraza, y no le habían parecido personas extraordinarias. Era la esfera. Eran los extraterrestres. El poder residual de aquel ingenio maravilloso estaba actuando, sólo que ellos lo habían comprendido antes. ¿Podría hacerlo él también?
Intentó inspirar lentamente, pero la costra de sangre que tenía en la nariz hizo que la inhalación sonara como un sumidero anegado de basura. Luego cerró los ojos e intentó dejar la mente en blanco. En esa nebulosa oscuridad, dibujó la esfera extraterrestre, y dejó que ésa fuera la única imagen que la embargara.
La esfera. Sólo la esfera.
Y entonces, como surgiendo a través de las ondas en movimiento de un estanque subterráneo, le llegó el susurro apagado de unos sonidos que, al principio, no pudo identificar. Segundos más tarde, esos murmullos fueron volviéndose más y más concretos, creciendo como una simiente largamente dormida hasta concretarse en palabras, luego en frases, hasta que en algún nivel de su mente, un dial terminó de ajustarse en la frecuencia adecuada.
Eran voces. Dos voces hablando. Sin saberlo, arrugó la frente mientras se concentraba en lo que decían.
Por eso, cuando nos conectamos, pensamos que podríamos sumar nuestros esfuerzos.
Para… ¿para contactar?
Para contactar.
Oh, eran ellos, sin duda. El acento del francés era inconfundible. Y el biólogo, con su lejano deje gallego, estaba allí hablando también.
Una pregunta bullía ahora en su mente, nerviosa como un perro enjaulado:
¿Cómo? ¿Cómo han llegado allí?
Koldo apretó los dientes, recorrido por una acuciante sensación de apremio.
¿Contactar? ¿Van a contactar con Ellos? ¿Están contactando ahora?
Cerraba los puños con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos como una calavera de quinientos años. Luego empezó a respirar por la boca, inhalando y soltando el aire a gran velocidad, hasta que recuperó un poco el control.
No, así no lo conseguiría. Debía escuchar, aprender,
espiar
. Quizá, en algún momento, revelasen el secreto.
Y así, tras unos instantes, Koldo descubrió que en aquella cámara mental donde las voces sonaban altas y claras como si estuvieran siendo transmitidas por un megáfono, había otras puertas que podía abrir. Eran como atajos, y así las veía en su mente; y en esos atajos, un trillón de imágenes confusas saltaron sobre él. Eran retazos de sus vidas, pequeños videoclips que conformaban una amalgama tan tupida que, al principio, volvió a quedarse sin respiración. Vio a Thadeus con seis años, jugando en el suelo de su habitación con una ballena de juguete; vio a Pichou comiendo nísperos en una preciosa campiña bañada en tintes dorados cuando tenía dieciséis años; y después vio a Thadeus de nuevo firmando unos papeles en una oficina. Lo vio corriendo por un paseo marítimo en compañía de otro joven, y lo vio haciendo el amor con dieciocho años en una pequeña habitación de hotel. Hasta percibió el aroma del sexo, la calidez de la piel y el aire tibio de la habitación. Vio cien escenas más, todas insufladas en su mente en cuestión de segundos.
Abrió la boca e inhaló con avidez una profunda bocanada de aire. Era demasiada información como para procesarla e, instintivamente, luchó por apartarla de sí.
Tuvo que dejar pasar unos segundos para poder asimilar lo que había ocurrido, pero apenas se hubo recuperado, invirtió unos instantes más en jugar con el torrente de recuerdos, intentando controlarlos. Descubrió que era más sencillo de lo que parecía; era como controlar la reproducción de una película con un mando a distancia, sólo que al mismo tiempo, esos recuerdos se formaban a su alrededor con una viveza escalofriante. Podía bucear en ellos, moverse en una y otra dirección, y embriagarse de aromas y sensaciones. En su viaje por el pasado de aquellos dos hombres, se topó con una escena donde un Pichou de trece años descendía por una montaña rusa en un parque de Estados Unidos, y su estómago pareció voltearse y saltar en su interior hasta el punto que tuvo que extender los brazos para asegurar su equilibrio.
No… hacia delante… muy hacia delante…
Empujó… de alguna forma,
empujó
la película en su mente, y vio pasar la vida de Pichou como una exhalación. Lo vio en las reuniones con un montón de militares y grandes pantallas de vídeo en las altas paredes, y lo vio pidiendo un café para su amigo en una de las cafeterías del bunker de la Moncloa. Y después… después lo vio dentro del tanque camuflado, y entrando por el túnel del ascensor.
Le bastó un pequeño esfuerzo para que las imágenes empezaran a circular con menor velocidad. De pronto se vio a sí mismo, apuntando con la pistola al teniente, y toda la secuencia previa al puñetazo que lo dejó inconsciente discurrió en su cabeza como un pase de diapositivas. Era raro verlo desde el punto de vista de Pichou, pero eso no hizo que se sintiera menos enfurecido cuando constató lo torpe que había estado. Se quedó embobado con la esfera extraterrestre, y ellos aprovecharon ese momento para noquearlo.
Después… Después vio al biólogo junto al francés.
Vamos… Duele un poco, ¿eh?
Sí… Ven, acércate. Ayúdame a sostenerme.
No tengas miedo.
Los dos hombres estaban junto al abismo y, al instante siguiente, ¡zas!, habían saltado. No podía creerlo. ¡El francés había arrastrado al estúpido biólogo al abismo!
Siguió mirando un poco más en la línea de pensamientos del francés. Vio una secuencia de imágenes del todo caóticas, un destello blanco, y luego… luego lo vio incorporarse en una especie de extensión blanca donde había otros hombres.
Koldo abrió los ojos, interrumpiendo la conexión.
¿Ya está? ¿Así era como habían entrado?
¿Saltando?
Se asomó al precipicio. La superficie de la esfera era completamente uniforme, sin más marcas que las finísimas líneas que la recorrían conformando triángulos que, a esa distancia, apenas eran visibles. Sabía, por los recuerdos espiados, que la esfera no había cambiado en ningún momento: no se había abierto ninguna entrada, no se había transformado en ninguna otra forma geométrica para dejar entrar a los dos hombres. Simplemente, habían
pasado.
Se quedó quieto durante un largo rato, escuchando el misterioso Zumbido, sin moverse. Ahí dentro, unos cuantos hombres estaban contactando con inteligencias extraterrestres, y ninguno de ellos era él. Podía quedarse esperando… en algún momento tendrían que salir, pero una profunda desesperación que le comía las entrañas, voraz como un cáncer.
Y de repente, sin pensarlo más, saltó.
Se precipitó en el pozo de la caverna, ganando velocidad mientras caía. El corazón pareció detenerse en el pecho mientras giraba el cuerpo en el aire. La esfera se acercaba… Era una imagen impresionante, pero se esforzó por no cerrar los ojos: quería sentir el fogonazo blanco, quería registrarlo todo, la transición, la entrada… Por fin iba a ocurrir: ¡un contacto extraterrestre! En sus mejillas distorsionadas por la presión del aire, una lágrima salió despedida y se quedó atrás.
Y de repente, de forma inesperada, su cuerpo chocó contra la superficie de la esfera, desgranando un sonido tan grave como contundente. El impacto arrancó un dolor agudo e intenso, sobre todo en la zona de la mandíbula, y casi en el acto, pequeñas esquirlas de dientes comenzaron a saltar alrededor de la lengua. Se quedó allí, con los brazos y piernas extendidos, y la cabeza llena de sensaciones contradictorias. ¿Qué había pasado? ¿Qué había ido mal?
—No… —masculló, dejando que los trozos de diente resbalaran por el labio inferior entre salivazos de sangre.
Luego empezó a resbalar. Intentó moverse, agarrarse de alguna forma, pero las líneas que formaban los triángulos parecían dibujadas en su superficie: no había forma de meter siquiera las yemas de los dedos.
—No… nononono…
Resbaló sin remedio, ganando velocidad a medida que lo hacía. Koldo se sintió traicionado. Rechazado, había sido rechazado. Aquellos hombres habían entrado, y a él, que había dedicado su corta vida a vigilar, estudiar y prepararse, se le negaba la entrada.
—Por qué… ¿PORQUÉ?
Llegó hasta el extremo de la esfera y se precipitó en el abismo sin remedio, envuelto en una sensación de furia y de rabia que no le abandonó hasta que su cuerpo se estrelló contra el insondable fondo del pozo, dos kilómetros más abajo.
Explotó, literalmente, como una sandía madura.
Yolyo estaba exhausto. De hecho, se sentía tan cansado, que estaba a punto de abandonar. Había llegado al límite de sus posibilidades, las había superado hasta extremos que creía impensables, y luego las había redoblado por encima de ese nivel, pero todavía no era bastante.
Había sido una sorpresa descubrir que su desesperado mensaje había sido captado. En circunstancias normales, no hubiera podido conectar ni con el humilde comerciante que vendía sus hortalizas unas calles más abajo de donde vivía, pero en mitad de toda aquella confusión y barbarie, algo… algo indefinido y especial que no había sabido identificar, algo que flotaba en el aire, lo hacía posible. Como resultado, miles… decenas de miles de Temazcales como el suyo habían sido erigidos por todo el planeta. Todos los que tenían cierta predisposición le habían escuchado, y todos estaban ahora sintonizados a través de él, enviando una llamada de arrepentimiento y de amor.
Pero la Madre Tierra había cerrado su corazón.
A través del humo ancestral, del fuego sagrado que latía palpitante en el corazón del planeta, Yolyo veía la luz de la Madre Tierra, fulgurante, delante de sus manos temblorosas. Tan cercana que casi parecía que podía alargar las manos y tocarla, pero cuando intentaba hacerlo, descubría que aún quedaba un poco. Siempre un poco. Entonces se esforzaba aún más, pero nunca era suficiente.
Madre…, Madre… Soy la voz de tus hijos. Escúchanos…
Brotaban de sus ojos hundidos lágrimas de frustración cuando, de pronto,
algo
cambió.
No supo decir qué había ocurrido, pero se sintió como si hubiera estado cuidando de un pequeño fuego en una habitación cerrada y alguien hubiese abierto una puerta; la estancia se llenó de oxígeno renovado y duplicó el tamaño de la llama, que ganó altura y resplandeció, cálida y fulgurante.
Era, en definitiva, como si el número de Temazcales y almas conectadas se hubiera quintuplicado.
Se sintió renovado. Se sintió
cerca.
¡Madre!
, gritó.
Levantó las manos, y Madre…
Madre escuchó.
Las Rocas Negras se detuvieron.
Los hombres siguieron disparando, con el corazón latiendo con fuerza en sus pechos. El arma de Lando empezó a protestar con unos sonoros
clic, clic.
Se había quedado sin munición.
Levantó la cabeza y vio el pequeño ejército de criaturas, ahora inmóvil, como si de juguetes mecánicos se tratase. Juguetes que alguien hubiera desconectado inesperadamente en mitad de su desplazamiento.
—¡Alto! —gritó entonces—. ¡Alto el fuego!
Algunos pararon, otros no.
—¡Para! —dijo alguien—. ¡Para, coño!
Cuando todas las armas enmudecieron, los hombres se quedaron mirando al frente, en silencio. El sol del mediodía les hacía entrecerrar los ojos, y el sudor les empapaba la frente y oscurecía el cuello y las axilas de la camisa. Enfrentados de aquella manera, hombres y monstruos parecían personajes de una extraña película del Oeste, estudiándose a cierta distancia en medio de ninguna parte, sobre la tierra baldía.
—¿Qué… qué ocurre? —susurró el hombre a su lado.
—No lo sé —musitó Lando.
Pasó un minuto. Pasaron dos minutos.
—Lando… ¿qué hacemos? —preguntó el hombre.
—Esperad, hostia… —dijo éste.
De pronto, creyó percibir un pitido, y luego… Luego nada. Por unos instantes se asustó; pensó que se había quedado sordo, pero cuando se llevó una mano al oído, notó el susurro de sus dedos frotándose con la oreja. Instintivamente, giró la cabeza y percibió el sonido del viento, y también escuchó el sonido de su propia respiración. Las escasas hierbas bajas que quedaban en aquella tierra casi estéril hacían también un sonido característico cuando la suave brisa las hacía estremecerse.
No, no estaba sordo. Lo que escuchaba era, precisamente, la ausencia de ruido. El Ruido. El Zumbido había desaparecido.
Justo cuando Lando se empezaba a preguntar qué podía significar eso, las criaturas se dieron lentamente la vuelta. Con expresiones de auténtico asombro en sus rostros, los hombres las vieron ponerse en marcha, desplazándose como si se tambalearan, y deshacer el camino andado.
Lando no podía creer lo que veía. Hubiera podido quedarse allí, mirando simplemente cómo los monstruos se alejaban hasta verlos desaparecer tras la colina si el resto de los hombres no le hubieran sacado de su ensimismamiento. Lo hicieron con vítores y saltos; estaban exultantes, henchidos de alegría y de un sentimiento de victoria.