—Sí. Todo eso…
—¿Todo eso? ¿Qué… qué quieres decir?
Desde su posición, Koldo, visiblemente nervioso, apuntaba alternativamente a uno y a otro.
—¡Eh! —gritaba, intentando que volvieran a prestarle atención—. ¡Eh, eh, tú!
—Es la geoda… —murmuró Pichou, dándole la espalda al chico y mirando otra vez hacia abajo.
—¡Claro! Es la geoda… ¡Tiene que serlo!
—¡Eh, contéstame! —bramaba Koldo—. ¿Quién coño eres tú?
—¿La geoda? —preguntó Thadeus, nervioso—. Pichou, no entiendo…
Entonces, Koldo disparó por segunda vez. El estruendo resonó, trepidante, y el proyectil alcanzó a Pichou en el hombro.
—¡No! —gritó Thadeus, apresurándose a coger al francés entre sus brazos.
No podía sostenerle, pesaba demasiado, así que se sentó en el suelo con él. Pichou se le quedó mirando con una expresión atónita. Thadeus apretó los dientes, embargado por una súbita explosión de rabia. La sangre manaba caliente por la herida, a través de la camisa hecha jirones.
—No… No le mires a la cara… —dijo Pichou—. Mató a sus padres… No… No le mires.
Pero Thadeus se volvió de todas formas, con los ojos brillando por el odio que sentía. Este era cálido, y era atroz, y jugaba con sus entrañas como un maestro con sus naipes. Era una sensación tan intensa que el cuello parecía temblarle incontrolablemente. El chico respondió apuntándole.
—¡Dispara! ¡Vamos, dispara, hijo de puta! ¡No tienes ni idea de lo que has hecho, no tienes ni idea!
—Sí que la tengo —dijo Koldo, apretando los dientes.
Empezaba a apuntar otra vez cuando, de repente, escuchó una voz.
Hijo…
Koldo dio un respingo. Se giró, esperando encontrar a alguien a su espalda. ¡Había sonado tan cerca! Pero la caverna estaba vacía, y tan sólo vio las piedras del derrumbe, confusamente amontonadas.
Hijo, ¿por qué lo hiciste? ¿Por qué?
Se dio la vuelta de nuevo, respirando con dificultad.
—¿Qué pasa? —gritó— ¿Quién es?
Thadeus lo observó, embargado por la frustración, con Pichou entre sus brazos. El chico se volvía hacia uno y otro lado, y gritaba. Thadeus no sabía qué gritaba, y le importaba una mierda a decir verdad. Gilipolleces de niñato. Ya ni siquiera pensaba que podía morir en cualquier momento; ahora sólo le preocupaba Pichou. Éste había cerrado los ojos, pero a través de sus párpados podía ver el movimiento incesante de su iris, como en la fase profunda del sueño. De pronto, tuvo miedo de que hubiera podido entrar en coma.
Koldo tenía sus propios problemas.
¿Por qué lo hiciste, Koldo? Te queríamos tanto…
Se giraba y se giraba, pero por mucho que lo hiciera, seguía escuchando la voz tan cercana que parecía que surgiera de su propia cabeza.
De pronto, escuchó otra voz diferente.
Koldo… Confié en ti, y me mataste. En la carretera. Con la cadena. Iba a ayudarte, y me mataste.
Koldo dio un respingo. Recordó al hombre de la ambulancia, recordó sus espasmos mientras movía los pies contra el asfalto y dejaba surcos negros por la goma de las suelas.
—¿Qué pasa? —gritó.
Empezaba a tener miedo, mucho miedo. Desesperado, disparó un tiro al aire. Thadeus se encogió de hombros y agachó la cabeza. Pensó que le había alcanzado, pero estaba bien. Sólo esperaba que fuese rápido y no doliese mucho.
¡Koldo!
, bramó otra voz. La reconoció al instante; era la del soldado Zamora.
Hiciste que nos mataran, Koldo. Y te odiamos por ello. Ahora vas a pagar. Vas a pagar.
¡Koldo, Koldo, KOLDO!
Koldo gritó. Sacudió los brazos como si estuviera rodeado por un enjambre de insectos invisibles y se revolvió a uno y otro lado. En uno de esos movimientos, perdió pie y terminó por caer a la repisa de abajo. Lo hizo con un golpe sordo. Thadeus levantó la cabeza y se lo encontró prácticamente a su lado.
De pronto, Pichou abrió los ojos.
Thadeus recibió una orden. Era tan nítida y clara y sonó a un volumen tan alto, que Thadeus se estremeció:
AHORA.
Como accionado por un resorte, Thadeus se lanzó a por la pistola. Koldo estaba aún conmocionado por el golpe en la espalda y en la nuca, así que no intentó impedírselo. Una vez con el arma en su poder, Thadeus se incorporó y le apuntó.
—Ni pestañees —dijo—. O juro por Dios que disparo.
Koldo se quedó quieto, intentando comprender lo que había pasado. Ya no escuchaba voces en su mente, pero seguía teniendo la piel de gallina y aún jadeaba. Empezaba a pensar que lo que acababa de ocurrir podía tener una explicación perfectamente lógica, algo así como un golpe de calor. El viaje había sido largo, y en el estrecho espacio entre las corazas alienígenas y el metal del tanque la temperatura había sido excesiva. Pero, ¿lo creía? ¿Lo creía realmente?
Un golpe de calor.
De pronto, se le ocurrió otra cosa. Después de todo, Koldo era un experto en extraterrestres. Había consultado y leído sobre casos de avistamientos y abducciones desde tiempos inmemoriales, y si había algo común a los encuentros con seres de otros planetas, ése era… la telepatía.
Abrió mucho los ojos.
¿Cuántas veces había leído sobre mejoras en la percepción sensorial en los momentos en los que los extraterrestres estaban cerca? Era un efecto colateral bien conocido de los casos de abducciones. Y allí, en el corazón de todo, en aquella chimenea excavada por Ellos, ¿no estarían activas semejantes fuerzas?
—Hijos de puta… —exclamó, sintiéndose engañado. Le habían metido voces, basadas en recuerdos suyos, directamente en la cabeza. Hasta tenían el registro sonoro de las personas a las que supuestamente pertenecían, porque habían sido construidas con retazos de su propia memoria.
—¡No te muevas, en serio! —advirtió Thadeus.
¡Dispárale!
Koldo se incorporó con una rapidez inesperada. Thadeus pudo haber disparado, pero en ese segundo o segundo y medio de indecisión, descubrió que no podía. El chico se le echó encima, enfurecido, y él lo agarró con sus brazos. Forcejearon, y cayeron al suelo, trabados en una complicada maraña de brazos y piernas. La pistola había caído al suelo, rebotó un par de veces y quedó allí olvidada.
Pichou los miraba expectante. Con esfuerzo, se adelantó y recuperó la pistola. Él si habría sido capaz de disparar. Había estado en la mente del chico y había visto lo que había hecho, y no podía sentir más desprecio y asco por él. Pensó en hacerlo, en apretar el gatillo, pero sabía también que Thadeus no se lo perdonaría. Era un biólogo: no lo aprobaría jamás. Así que esperó, atento al desarrollo de la pelea, preparado para intervenir si las cosas se ponían mal.
Koldo era delgado y no demasiado alto, pero le movía un ánimo especial, una determinación obsesiva que le imprimía una fuerza exacerbada. Golpeaba con verdadero ímpetu, y los puños iban y venían con una rabia avasalladora. En un momento dado, Thadeus rodó por la repisa, sangrando por la nariz, y quedó demasiado cerca del borde. Pichou reaccionó, levantó la mano con la pistola.
Koldo se lanzó inmediatamente hacia Thadeus y logró encaramarse sobre su cuerpo. Subido a horcajadas, levantó ambas manos para asestar un nuevo golpe. Pichou estaba a punto de disparar cuando, de repente, el chico se quedó quieto.
Lo acababa de ver, por el borde de la repisa.
Allí estaba, a apenas unos metros de él, irradiando una luz pulsante de un hermoso tono azul eléctrico. Se quedó hipnotizado, fascinado por la perfección de su forma esférica, por la delicada malla de líneas que formaban los triángulos. Y flotaba, flotaba en mitad del aire sin moverse un solo milímetro. No había nada en la Tierra capaz de hacer algo así.
Nada
. Era, por fin, la consecución de un sueño.
Lentamente, alargó la mano hacia la geoda, como si quisiera tocarla con sus manos.
Thadeus aprovechó esos breves instantes para sacar fuerzas de donde no creía que existieran y lanzó un puñetazo a la cara del chico. El golpe fue contundente, directo al puente de la nariz. Éste le miró brevemente, como sorprendido, pestañeó un par de veces y luego se derrumbó.
Instintivamente, Thadeus rodó para librarse de su cuerpo y, sobre todo, alejarse del borde de la repisa. Uno podía pasarse días cayendo por un abismo como aquél. Los dedos de la mano del golpe le hormigueaban.
—¿Estás bien? —preguntó Pichou.
—Sí… Dios mío. Creo que me ha roto la nariz.
Pichou le miró a la cara. La mejilla derecha empezaba a hincharse rápidamente.
—Estás hecho un santo Cristo —dijo.
—Lo sé…
De pronto, se fijó en el cuerpo del chico. Estaba inmóvil, desmadejado, tirado en el suelo como un muñeco del que un niño se ha aburrido.
—¿Está…?
—No —dijo Pichou—. Está vivo. Puedo sentir cómo piensa.
Thadeus escupió un poco de sangre. Se metió un dedo en la boca para tantear los dientes antes de hablar.
—¿Qué es todo esto, hombre? ¿Qué está pasando? ¿Eres una especie de…? ¿Es una especie de don o algo así? ¿Un agente especial con poderes mentales?
Pichou rió.
—No. Es la geoda. Tiene que serlo. ¿Tú no lo sientes?
—Siento un gran dolor en la cara, eso es todo lo que siento.
El francés volvió a reír, ahora con ganas.
—Eres un buen hombre —contestó—. Ahora lo sé. ¿Te ocupas de esta herida en el hombro? Hazlo. Tenemos poco tiempo.
Era la segunda vez que Thadeus ponía un vendaje sobre una herida ensangrentada, pero la experiencia es un grado, y esta vez hizo un buen trabajo. Afortunadamente, la herida no era muy profunda, y tenía agujero de entrada y también de salida. Pichou estaba empapado en sudor, pero realmente hacía mucho calor en aquella cueva.
—Cuando dijiste que teníamos poco tiempo… —dijo Thadeus—. ¿Te referías a los explosivos?
Pichou sonrió suavemente.
—Creo que ya sabes que no.
—Me lo imaginaba. Entonces, ¿qué pasa?
Pichou miró abajo, hacia la geoda. De hecho, llevaba mirándola un tiempo, mientras Thadeus trabajaba en su vendaje.
—Creo que esa cosa que tenemos ahí abajo es extraterrestre.
—Yo también lo creo —dijo Thadeus.
—Y creo que los monstruos que nos atacan, son tan terrestres como nosotros.
—Eso es lo que parece, sí. Demasiadas similitudes con muchas de las criaturas que tenemos a nuestro alrededor.
—Exacto. ¿Y cómo crees que se combinan esas dos cosas, entonces?
—No tengo ni idea —contestó Thadeus después de reflexionar durante unos segundos.
—Bien, yo tampoco. Así que, ¿por qué no se lo preguntamos a ellos?
Thadeus soltó un bufido que pretendía ser una risa.
—De acuerdo —dijo, divertido—. ¿Cómo lo hacemos?
Pichou asintió.
—Creo que si nos ponemos a gritarles nuestros nombres y que venimos en son de paz en nombre de los dirigentes del planeta, podemos estar aquí durante semanas sin que nada cambie.
Esta vez, Thadeus soltó una carcajada. Sin embargo, forzar los músculos de la cara le produjo un dolor inesperado, y tuvo que parar.
—Oh, no me hagas reír —dijo—. Duele.
—Bien. No lo haré. Me gustaría intentar algo. Desde que hemos entrado en esta cueva, mi mente vuela como la de los hippies de sesenta años que han pasado la mitad de su vida en el País de las Maravillas. No sé explicarlo, pero es así.
—Aún me cuesta trabajo creerlo. Te oí en mi cabeza, alto y claro como en una película de cine, pero me parece imposible.
—Sin embargo, es así. Sé que tu madre se llamaba Claudia, y que tu padre se llamaba Fadrique. Un nombre poco común, por cierto. Era de Navarra. Sé que cuando tenías ocho años te regaló un fusil de juguete, un Winchester precioso con el mango de madera, lleno de filigranas. Sé que te lo llevaste al colegio al día siguiente, porque querías enseñárselo a tus compañeros, y sé que la profesora te lo quitó, porque disparaba tapones de corcho y podías saltarle un ojo a alguien. Era un fusil caro, y te dio tanto miedo que tu madre te regañara que no se lo dijiste. Esperaste hasta final de curso a que la profesora te lo devolviera, y cuando llegó el día, la profesora abrió el armario donde estaba guardado y estaba vacío. Te sentiste tan frustrado que estuviste mareado un par de días.
Thadeus le miró boquiabierto. Había olvidado completamente la anécdota del Winchester, pero era absolutamente cierta.
—Dios mío… —exclamó.
—Sé muchas otras cosas. Sólo tengo que mirarte y pensar en lo que quiero saber. Es como abrir una carpeta con archivos en un ordenador.
—Pero… ¿cómo? —preguntó Thadeus.
De repente se sintió abrumado. Era como estar desnudo delante de la directora del colegio, con todas las travesuras que jamás hubieras concebido o hecho escritas en la pizarra, con pulcra caligrafía. Todo hombre tiene sus secretos, más o menos grandes, y se ruborizó pensando que aquel hombre, aquel desconocido, podía hacerlos saltar de la caja sin mover una sola ceja.
—Las historias de telepatía siempre han estado asociadas a los encuentros con extraterrestres —explicó Pichou—. Forman parte de la mitología de este mundo, a menudo asociado con revistas de segunda, reportajes trasnochados y blogs alimentados compulsivamente por fanáticos. Pero imagino que cuando el río suena, agua lleva. ¿No decís esto en España? Es un buen dicho, siempre me gustó. Parece que algunas de estas cosas… eran ciertas.
—Telepatía —susurró Thadeus, pensativo—. ¿Por qué yo no puedo?
—No lo sé. Quizá no estés receptivo. Uno no camina si no piensa que puede hacerlo. Es como montar en bicicleta. En realidad, la inercia del movimiento te mantiene derecho sobre las dos ruedas. Es una ley, y como adultos, lo entendemos, pero mientras aprendemos, cuando somos niños, nuestro propio miedo lo hace algo en apariencia imposible. La bicicleta parece que se cae irremediablemente hacia los lados. En realidad no es la bicicleta, son nuestros propios brazos los que hacen que se caiga cuando insistimos en corregir el movimiento natural. Una vez que aprendemos eso… la bicicleta simplemente
fluye
. Quizá por mi trabajo estoy más abierto a considerar cosas que tú, como biólogo, rechazas de plano. Te han adiestrado a pensar con una mente científica.
Mientras hablaba, Thadeus asentía despacio.
—La biología —continuó— es una ciencia fáctica, está basada en buscar la coherencia entre los hechos y la representación mental de los mismos. Si te hablo de extraterrestres o telepatía, tu mente lo rechaza de plano, porque no hay ninguna casuística avalada por la ciencia que conoces.