La hora del mar (69 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

BOOK: La hora del mar
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—Por el amor de Dios —soltó Thadeus, boquiabierto.

—¿Qué le parece?

—No puedo creer que sus hombres lo consiguieran —dijo.

El sargento sacudió la cabeza.

—No lo consiguieron, realmente. Fue un civil, un muchacho, quien consiguió traer todo esto hasta aquí.

—¿En serio?

—Se lo presentaré dentro de unos instantes. Tiene unas teorías interesantes sobre lo que está ocurriendo, y creo que puede ser una aportación bastante útil al equipo.

Thadeus asintió.

—Fantástico —dijo—. Toda ayuda es poca.

—¿Qué le parece, entonces? ¿Funcionará?

Thadeus echó otro vistazo a la aberración que habían construido. Se acercó, le dio la vuelta y lo miró desde todos los ángulos posibles. En cierto modo, concluía ahora, tenía las líneas que sólo el artista suizo H. R. Giger, el padre del Alien por excelencia, podría haber diseñado: orgánicas y aterradoras a la vez, oscuras y amenazantes, pero al mismo tiempo poseedoras de cierta proporción que las hacía elegantes.

—Esto es el trabajo de un artista —dijo entonces.

—La verdad es que parece una de esas cosas que salen en las películas. A mí me parece un buen trabajo, pero falta su opinión como experto. ¿Cómo cree que lo verán esos bichos? ¿Conseguirá engañarles?

Thadeus respiró hondo.

—Eso no puedo decírselo —exclamó—. Francamente, no lo sé. Es posible que identifiquen ciertos patrones. Yo, por ejemplo, veo porciones en esa amalgama que puedo reconocer como partes de los monstruos. Veo extremidades con pinzas, allí veo el cefalón, aquí veo un torso, y rodeando las orugas veo sus patas. Por cierto, muy inteligente. Quizá ellos hagan lo mismo: quizá reconozcan el color y la proporción de las formas de manera individual, y en ese caso, colectivamente, creerán que se trata de una formación de sus propios congéneres.

El sargento asintió.

—En cualquier caso —dijo—, nuestra estratagema es para una emergencia. No será peor.

Thadeus estuvo de acuerdo.

De pronto, sin saber muy bien de dónde habían salido, una serie de sensaciones afloraron en su interior y le inundaron. Se imaginó marchando hacia una contienda dentro de aquel monstruo, aquella especie de aberración, y esa imagen le golpeó como un mazazo; por fuera era una especie de homenaje a la muerte, con todas aquellas partes de cadáveres cuidadosamente ensambladas, y por dentro era mucho peor: era un
tanque
, un carro blindado diseñado y construido para la destrucción, para la guerra, para la
terminación de la vida
. ¿Cómo había llegado a eso? Era la primera vez que pensaba en ello de una manera tan clara, pero él era biólogo, y lo era porque amaba la vida en todas sus maravillosas formas y diversidad.

El sargento debió percibir algo.

—¿Está usted bien?

—Sí. Creo que sí —respondió Thadeus.

¿Hacía lo correcto? Eso pensaba. Una especie tiene derecho a luchar por su supervivencia y su habitat. Eso formaba parte del equilibrio biológico y era algo que ocurría en todos los ecosistemas. Pero hubiera preferido que esa contienda no le hubiese tocado tan de cerca.

—Vaya a desayunar —dijo el sargento entonces—. Tengo mil cosas que hacer antes de que todo empiece. Todo se ve diferente con el estómago lleno.

—No se preocupe.

Luego intentó moverse, alejarse de allí, pero tenía los pies anclados en la tierra y se vio obligado a permanecer donde estaba, enfrentado a su abominable antagonista. Mientras tanto, en su mente, un eco difuso empezaba a cobrar fuerza:
despídete de Marianne.

Marianne llegó hasta el caparazón-huevo tan temblorosa como enfadada. Sabía que Thadeus estaba siendo muy valiente haciendo lo que hacía, pero eso no impedía que se sintiera frustrada y transportada por un terror tan real que hacía que la cabeza le diera vueltas.

Caminó hasta allí tan ensimismada en sus pensamientos que no se dio cuenta de dónde estaba hasta que se encontró ya prácticamente rodeada de gente.

—¿Viene a ayudar? —preguntó una voz a su espalda.

Marianne se volvió, y le sorprendió descubrir que se trataba de la mujer del pañuelo en la cabeza y aspecto hippy.

—Yo… Bueno, he caminado hasta aquí casi por casualidad —exclamó.

La mujer sonrió.

—Sé lo que quieres decir. A mí me pasó lo mismo. Estaba tan disgustada por lo que esa gente quiere hacer… Yo no creo en la violencia.

Marianne asintió, algo incómoda. Ella se adelantó y extendió la mano.

—Yo me llamo Sonia —exclamó, pero cuando ella fue a estrecharle la mano, la mujer se adelantó aún más y le dio un beso en cada mejilla.

—Marianne, encantada.

—¿Ya sabes lo que hacen aquí, cariño? —preguntó.

La química recordó a su Jesús particular, pero se dio cuenta de que en toda su conversación no había mencionado nada específico. Tampoco había sabido nunca su nombre, así que negó con la cabeza.

Sonia sonrió. Era una sonrisa dulce, genuina, y la reconfortó un poco.

—Es algo hermoso —dijo. La cogió del brazo y empezó a andar con ella, alejándose un poco de la gente—. Bueno, son tiempos duros para todos, tesoro. Casi todos los que estamos aquí tenemos a alguien por ahí, de quien no sabemos nada. Algunos han perdido a un ser querido. Y creo que la mayoría no sabe si aún conserva su casa. Lo normal en estos casos es que hubiera habido disturbios graves, pero… Bueno, el corazón del hombre siempre me sorprende, y he aquí que tenemos a toda esta gente llevando a cabo un proyecto muy, muy bonito.

La miró con una espléndida sonrisa en el rostro.

—Aja —dijo Marianne, prudentemente—. Pero ¿de qué se trata?

Sonia asintió despacio.

—¿Nunca te has preguntado qué es este sonido que escuchamos todos?

—Ya lo creo —dijo Marianne, súbitamente intrigada.

—Es un llanto, querida. Es el sonido del planeta, que llora por nosotros. Bueno, es lo que dice esta gente —explicó, ahora en voz baja—. A mí me parece hermoso. Creo que, en ocasiones, cuando las cosas se ponen muy mal, la gente necesita creer en algo. Es como la religión. Ahora que hemos encontrado respuestas a los grandes interrogantes de la Humanidad es fácil reírse de ella, pero en tiempos, era la única manera que teníamos de seguir. Mirábamos arriba y decíamos: ¡vaya! Ahí arriba hay algo por lo que merece la pena tragar toda esta miseria, y nos levantábamos todas las mañanas para vivir en un mundo que era… —pareció buscar las palabras adecuadas en el aire antes de seguir—, que era duro, querida, muy duro. Estabas con tu marido, venía un señor feudal y te violaba si le daba la gana. O podían quemar tu granja por la noche sin que nadie pudiera hacer nada. Si te expresabas libremente estabas sentenciado. Y eso si no tenías la mala suerte de nacer esclavo, o siervo.

—Tienes razón… —exclamó Marianne, pensativa—. Pero la religión tiene una fecha de caducidad. Si se consume más allá de esa fecha, ¿no crees que puede ser contraproducente?

—Sí, querida. No digo que no. Unos creen en un Dios que nos juzga desde el cielo, y otros creen en un pequeño punto en medio de la nada que explotó y formó todo el universo. No sé tú, ¡para mí, suena todo un poco a lo mismo!

Marianne soltó una carcajada, y esa risa alegre e inesperada la animó profundamente. Sonia le dio unas palmaditas en la mano, sonriente.

—No sé qué estarán planeando todos esos rudos soldados con sus botas y sus pesadas ametralladoras —continuó diciendo Sonia, ahora en tono confidencial—. Supongo que harán lo que tienen que hacer. Intentarán resolver esto de la única manera que conocen, y eso… Bueno, eso está bien; es su papel en esta historia. Pero poner armas en manos de civiles nunca ha sido buena idea, y tampoco quiero quedarme cruzada de brazos. Lo que esta gente está haciendo me parece hermoso. Piensan que el planeta está resentido por todo el daño que hemos hecho en los últimos tres mil años, y que ha intervenido, enviándonos la furia de la naturaleza. Terremotos, tsunamis y algunas de sus criaturas más feroces, que ha estado haciendo crecer en secreto, poco a poco, en las entrañas de la Tierra. Bueno, se parece un poco a la teoría de Gaia como un ser vivo, sólo que con unos toques de H. G. Wells, ¿no crees?

Marianne volvió a sonreír. Le gustaba la forma de pensar de aquella mujer. Tenía una manera abierta de afrontar las cosas, y dadas las circunstancias, le parecía lo más razonable.

—Así que ahí los tienes —continuó diciendo Sonia, encogiéndose de hombros—, intentando ponerse en contacto con la Madre Tierra para pedir perdón, y para decirle que van a cambiar.

—¿Eso es lo que hacen? —preguntó Marianne, dándose la vuelta para mirar el caparazón-huevo.

—Aja. Bueno, el ritual es antiguo. ¿No has oído hablar de los Inipis? Inipis Temazcallis. También se los conoce como cabañas de sudación. Son lugares de curación espiritual. Viene de antiguo… lo usaban los indígenas prehispánicos en Mesoamérica. Lo he hecho alguna vez —dijo con cierto orgullo—, y es una experiencia realmente fascinante.

—He oído hablar de eso. Es algo que suelen hacer en las comunas hippy, ¿no?

—Sí, hija. Para eso nos hemos quedado. Todo lo que suene a espiritual se lo denomina hippy en estos días.

Marianne se detuvo, contrariada.

—¡No pretendía decir eso! —exclamó.

—¡No te preocupes, tesoro! —dijo Sonia, riendo—. Si tienes razón. Yo es que soy un poco chalada de estas cosas. Creo en el más allá, en los ovnis y en el alma humana. Pero creo porque me gusta.

—Cada uno cree en lo que quiere —contestó Marianne, condescendiente.

—¡O en lo que puede, querida! Porque no se puede creer en lo que se desconoce.

Marianne asintió.

—Oye, ¿te apetece entrar ahí dentro conmigo? —preguntó Sonia con una sonrisa esperanzada en el rostro—. Sólo por probar. La gente entra y sale continuamente. Si descubres que no es tu rollo, te levantas y sales. Han terminado de construirlo hace unas horas, pero el chamán lleva en conexión desde ayer por la noche, y cada vez tiene más gente a su lado. ¡La energía espiritual que hay ahí dentro te hará estremecer, querida!

Marianne dudó. Pensaba en Thadeus. Ahora que había hablado con Sonia, se sentía un poco culpable por lo que había pasado. Arrepentida. Quería buscarlo y hablar con él antes de que se marchara, pero luego recordó que quería descansar un poco. Tenía tiempo para hacer experimentos espirituales, aunque sólo fuera para complacer a Sonia. Al fin y al cabo, un poco de relajación no le vendría mal después de tantísimas peripecias.

—De acuerdo —concedió—. ¿Qué hay que hacer?

34 - El gran día

Los franceses Alan y Pichou llegaron al campamento casi al mismo tiempo que el grueso del ejército. Mientras sobrevolaban la zona con el helicóptero, divisaron los formidables vehículos blindados avanzando por entre las colinas, levantando nubes de polvo y haciendo un ruido de mil demonios, y vieron centenares de camiones militares transportando innumerables tropas, cañones, lanzamisiles y un sinfín de parafernalia.

Sobrecogidos, intercambiaron una mirada de complicidad.

—Espero que sepas dónde nos estamos metiendo —susurró Alan.

Aterrizaron en una planicie, junto a varios helicópteros militares que estaban ya apostados. Había helicópteros de ataque y de transporte, y al menos seis enormes aparatos que eran finos como una libélula pero estaban dotados de unas enormes pinzas en su base. Pichou los había visto antes, en fotografías, y sabía que se empleaban para transportar pesados carros de combate al corazón de la batalla. Podían incluso lanzarlos a algunos metros del suelo y éstos caían pesadamente poniéndose en marcha de inmediato.

—¡Hemos llegado! —dijo el piloto—. ¡Parece que se va a liar una buena aquí! ¡Suerte!

Se despidieron de él y el helicóptero despegó apenas hubieron bajado. Tuvieron que cubrirse para que el polvo y la tierra no les entrara en los ojos.

—¿Y ahora? —preguntó Alan, visiblemente enfadado. Se sentía totalmente fuera de su elemento, y miraba alrededor, impresionado por las enormes máquinas de guerra. Había soldados y personal militar por todas partes, ocupados en mil quehaceres diferentes, pero nadie les prestaba atención.

—Nos presentamos debidamente, claro —fue la respuesta.

Las columnas de efectivos llegaron al campamento un poco después, y parecían no tener fin. Empezaron a desplegarse a unos doscientos metros del área civil, organizándose por secciones según el plan de ataque. Los camiones que transportaban tropas no descargaron. Habían recibido órdenes de arriba: el ataque se produciría de inmediato.

Thadeus estaba siendo presentado al grupo de boinas verdes que se ocuparía de infiltrar el monstruoso tanque camuflado más allá de las líneas de ataque. Eran hombres experimentados, algo reservados, pero profesionales de la guerrilla. Thadeus podía ver todo eso sólo mirando sus ojos.

—¿Está seguro de que
eso
funcionará? —preguntó el jefe de equipo, señalando la aberración monstruosa que habían construido.

—Creo que no podemos estar seguros de nada —contestó Thadeus—. Pero
podría
funcionar. Y eso nos da una pequeña esperanza.

—A mí me vale —contestó el especialista.

Después fueron llevados directamente a una de las tiendas de mando que se acababan de montar para la campaña, para ser instruidos en el plan de ataque. Thadeus se sentía totalmente fuera de lugar, y caminaba como si pesara doscientos kilos y tuviera un ejército de escarabajos recorriéndole el estómago.

La tienda bullía de actividad: técnicos especialistas instalaban y probaban ordenadores, cableaban conexiones con grandes antenas que se alimentaban de generadores portátiles y configuraban sofisticados terminales, montados en una estructura del tradicional color verde militar que Thadeus no había visto nunca. El ajetreo era espantoso, pero aquél era el corazón donde se seguiría el desarrollo de los combates, y empezaba a levantarse de la nada con una rapidez asombrosa.

En un apartado, Thadeus encontró a un nuevo oficial, vestido con traje de campaña. El sargento Torres estaba a su lado, y parecían conferenciar en voz baja. Sentados en sillas plegables había otros hombres.

—Caballeros…, tomen asiento. Les presento. Los agentes especiales Benoit Pichou y Alan Gallop, de la Dirección General de Seguridad Exterior francesa, enviados en misión especial en el marco de… eh… la cooperación internacional. Caballeros, estos son los hombres que irán en el transporte especial que les he comentado.

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