Mientras avanzaba, Josh miraba a la carretera; tenía la esperanza de que los viejos M1 Abrams hicieran aparición en cualquier momento. Le habían informado de que llegarían una hora después del despliegue inicial, y demasiado bien sabía que las cosas solían retrasarse, no adelantarse. Pero aun así, era un hombre optimista. Ahora que las cosas se habían torcido, no veía el momento de contar con la superioridad táctica de los tanques. Si enviaban también unos Bradley M2, sus hombres podrían también saltar dentro, incluso, y cuando eso ocurriese, sería interesante ver cómo esos bichos con pinzas se enfrentaban a casi setenta toneladas de comprobada eficacia militar y un blindaje reactivo de última generación. Se le dibujó una sonrisa torcida en el rostro mientras se dejaba llevar por esas ensoñaciones.
Ahora tenía a sus hombres a pocos metros. Con la penumbra de la noche y el tinte rojizo de las bengalas, todos ellos parecían espectros, altos y delgados.
—¡Muy bien, escuchadme todos! —dijo al llegar—. Ha habido un cambio de planes. Tenemos que defender el puente desde el otro lado, ¿entendido? Hay que proporcionar cobertura a los civiles para que lleguen aquí a salvo. Esos monstruos están a menos de cinco kilómetros de aquí, así que va a ser intenso. Vamos a darles tanto apoyo como nos sea posible, pero llegado el momento nos replegaremos. Lanzaré una bengala; ésa será la señal para replegarse, así que estad atentos. Y escuchadme bien: ¡No lo dudéis ni un solo segundo! Sois más valiosos a este lado, protegiendo el puente. Ya conocéis la zona: hay más puentes que negros en Nueva Orleans, y todos nuestros compañeros están protegiendo el suyo. Si fallamos, todo eso no valdrá para nada. Pensadlo así: lleváis encima unos dieciséis mil dólares de dinero público, así que no dejéis que se queden allí sólo porque vosotros queréis haceros los machitos. —Clavó la mirada en Sapkowski—: Cuando yo de la orden, nos replegamos. Cagando leches. Sin excusas.
—¡Sí, señor! —aullaron los hombres.
Cothran pasó la mirada por todos ellos. Estaban tan rebosantes de entusiasmo que casi daba miedo. Sapkowski parecía una vaca masticando un chicle que, a juzgar por los movimientos de la mandíbula, debía pesar un kilo. Sus ojos brillaban. Cothran sabía que eso era malo. Consideró brevemente volver a inferir en lo importante que era poner los pies en el suelo, pero ya no había tiempo. El puente medía unos cuatrocientos metros, y la cantidad de gente que discurría por él era considerable; todavía les llevaría unos minutos llegar al final.
—Vale, éstas son las nuevas directrices. La escuadra A asegurará la entrada al puente una vez lleguemos al otro lado y buscará posiciones ventajosas, manteniendo la posición lista para abrir fuego. La escuadra B se encargará de los civiles. Aseguraos de que mueven sus culos bastante rápido. Por lo que he visto, mucha de esa gente arrastra carritos y equipajes cargados con toda clase de mierda. Haced que los suelten, y si se ponen capullos, las tiráis al jodido río. Que corran. Que corran cagando leches.
—¡Sí, señor!
—Pues vamos allá. ¡A paso ligero!
Entrenados para correr en formación, se pusieron en marcha como si fueran un solo hombre y se mezclaron con la gente que avanzaba en dirección opuesta. Helm, uno de los soldados más experimentados, iba en primer lugar, gritando a la gente que se apartara. Sus reacciones eran variopintas; había miradas manifiestamente hostiles que Cothran interpretó como de reproche, como si les dijeran:
«¿Dónde estabais cuando bombardearon la ciudad? ¿Dónde estabais cuando perdimos nuestras casas?
», pero la mayoría eran caras iluminadas por la alegría y la esperanza. A medida que marchaban, hubo brotes de aplausos esporádicos y algunos vítores, y los muchachos se sintieron como si rodaran por una alfombra roja.
—Sí, amigos… —masculló Dempsey mientras corría. Sostenía el fusil entre los brazos como si fuera un cachorro—. ¡Llegan los muchachos! De los mismos productores de
Ganamos en el Golfo Persa, Pateada de Culos en Kosovo, Acojonante victoria en Iraq;
y los grandes clásicos:
Los muchachos contra ese cabrón de Hitler, Los muchachos contra los fascistas
y la no menos alucinante
Nos jodieron en Pearl Harbor pero les arrancamos la piel a tiras con la jodida bomba H».
Su compañero tuvo que contener una carcajada.
—Eh, Dempsey —dijo Helm— ¿Cómo se va a llamar la película de hoy?
—Hoy, señoras y señores, con el concurso del sargento Josh Pedazo-de-Capullo Cothran, proyectamos
Los marines cenan marisco y no dejan ni las patas.
Varios hombres rieron ante la ocurrencia.
Tardaron varios minutos en llegar al final del puente. La gente venía de la gran avenida que tenían delante, una calle recta de cuatro carriles que se perdía en la noche hasta donde alcanzaba la vista. Había coches abandonados formando un tapón de mil demonios, algunos de ellos siniestrados y cruzados en mitad de la calzada, y los civiles pasaban a su alrededor, sorteándolos, como una hilera de displicentes hormigas.
A ambos lados había pequeñas zonas verdes con árboles abigarrados de frondosa vegetación y, junto a ellas, varias calles pequeñas se anexaban a la carretera principal justo antes del puente.
A Cothran le gustó la perspectiva de la larga avenida que tenía delante. Significaba que tendrían tiempo de verlos llegar. Rápidamente, buscó puntos ventajosos para sus hombres.
—¡Escuadra B, ya pueden hacer su trabajo! —dijo Cothran preliminarmente.
Los hombres se pusieron en marcha, jaleando a los civiles para que se apresuraran. Uno de esos hombres trepó al techo de uno de los coches y utilizó sus prismáticos para mirar a lo lejos.
—No vamos a tener cobertura de francotiradores —continuó el sargento—. Por lo menos hasta la mitad del puente. Así que quiero seis hombres en ese edificio, primera planta. Echad las puertas abajo si es necesario, pero copad las ventanas.
—¡Sí, señor! —dijo alguien, y varios hombres salieron a la carrera hacia uno de los portales.
—El resto, dispersaos. Quiero todos los accesos cubiertos. Allí, y allí —señaló las calles laterales.
Los hombres se pusieron en marcha. Cuando llegaban a sus posiciones, buscaban cobertura parapetándose tras los vehículos o aprovechando los troncos de los árboles.
Cothran masculló algo ininteligible y se unió a las tareas de evacuación.
—¡Vamos, circulen deprisa! —empezó a gritar.
—¡Dejen sus equipajes! —decía otro de los soldados.
Estaban apartando algunas maletas del paso, cogiéndolas y arrojándolas contra las aceras para que no estorbaran. Había cosas tan extrañas como una jaula para pájaros de un metro de alto. La gente le daba patadas al pasar y en su interior, un periquito muerto se zarandeaba dando tumbos contra los barrotes.
Otro grupo de soldados estaba empujando uno de los coches para sacarlo de en medio. Cothran se acercó a ellos.
—¡Dejad eso! Lo quiero exactamente ahí. Estos coches serán nuestra cobertura cuando el infierno se desate.
—Pero señor —dijo alguien—, si no pueden dispararnos, no creo que la cobertura sea tan importante…
—Y yo qué coño sé —dijo Cothran—. Por lo que he visto, sacan algo nuevo de la manga cada poco tiempo. Dejad los coches ahí. No quiero que un langostino nos lance pepinos con esporas de mierda y nos dé por el culo.
La evacuación continuó durante un cuarto de hora. En algún momento, empezó a chispear. Cothran descubrió, además, que sus hombres provocaban más retrasos que soluciones porque la gente estaba deseando saber. Se acercaban y les preguntaban qué iba a hacer el ejército, dónde iban a destinarles, qué pasaría con sus hogares; les decían que el tío Martin se había quedado atrapado en el garaje, que habían visto una niña llorando dentro de un coche aplastado por una piedra del tamaño de la llama de la Estatua de la Libertad, pero que nadie había querido entretenerse. Querían saber por qué les habían fallado. Dónde estaban cuando perdían sus hogares. Una señora golpeó a uno de los hombres en la entrepierna y otra, seis minutos más tarde, había intentado besar a otro con lágrimas en los ojos.
Sapkowski estaba apostado junto al puente, con Helm y Dempsey. Estaba mirando cómo los civiles avanzaban, con los ojos entrecerrados.
—¿Qué te pasa, Sapkowski? —preguntó Dempsey.
—He visto a alguien que conocí —dijo.
—¿En serio? —preguntó Helm.
—Aja.
—¿Quién era? ¿Algún bomboncito? —preguntó Dempsey.
—No, tío. Era un hispano al que pedí trabajo una vez. Sólo que no hubiera reconocido que era hispano ni en un millón de años. Tenía el peor acento a cholo de mierda que hayas oído en tu vida y se apellidaba algo así como Guzmán, pero en su local hondeaba la bandera americana y tenía un cartel en la puerta que decía «Sólo producto nacional». Me dijo que no tenía trabajo para los extranjeros. Me zumbaban los oídos, os lo juro. Me hervía la sangre, pero me contuve. Le dije que no era extranjero, que había nacido en Dakota del Norte, que el apellido llevaba en Estados Unidos unas cinco generaciones y que mi abuelo había luchado en Europa durante la segunda guerra mundial, pero, ¿sabéis lo que me contestó ese latino?
—¿Qué te dijo, tío? —preguntó Dempsey.
—Me dijo que nadie con un apellido como el mío podía ser americano.
—¿En serio? —preguntó Dempsey—. Vaya. Qué tocapelotas del culo. Supongo que a mí tampoco me habría dado trabajo.
—Gilipollas —soltó Helm—. Ninguno somos
americanos
, qué coño. No recuerdo cuándo fue la última vez que vi un puto indio americano comprando Old Habana en el supermercado.
—Old Habana es cubano, capullo —dijo Dempsey.
—Lo que sea —masculló Helm, cambiando su peso de un pie a otro.
—Aja —dijo Sapkowski—. Pero me jode tener que protegerles ahora, cuando las cosas se ponen mal. Él se va por el puente mientras yo me quedo aquí, defendiendo su puto culo latino, para que pueda seguir explotando su negocio y mandando dinero a casa.
—La vida te la chupa a veces —opinó Helm—. Y el ejército te la chupa toda la noche.
Se quedaron callados unos segundos.
—¿Sabéis? Yo no quería entrar en el ejército. Quería tener un trabajo y emborracharme por las noches. Quería tener un apartamento y un televisor grande, y un coche. Uno de esos todoterrenos, para poder ir los sábados a echar una meada a la colina que me saliera de los cojones. Esa clase de vida.
—Vaya —dijo Dempsey—. Siempre pensé que eras uno de esos tíos que se apuntan a esta mierda por vocación.
—Yo también —dijo Helm.
—No sé quién coño se apuntaría a esto por vocación —dijo Sapkowski, poniendo los ojos en blanco—. Bueno, es lo que quería, pero no pudo ser, porque este país se viene abajo, y los extranjeros son ahora los que dan trabajo a los americanos.
—Sí, tío… —susurró Dempsey, pensativo.
Sapkowski escupió la bola de chicle, que se perdió entre la hierba tres metros más allá.
Ninguno dijo nada más durante un rato.
La lluvia empezó diez minutos más tarde. Empezó con goterones gordos y sonoros que desgranaron una suave melodía de las copas de los árboles. Luego, un torrente de agua se precipitó desde el cielo, cuajado de nubes oscuras.
El ruido de la lluvia estrellándose sobre el asfalto y el frío hicieron que Sapkowski sintiera la llamada de la naturaleza.
—Mierda —dijo a sus compañeros—. Tengo que mear.
—Sírvete tú mismo —dijo Dempsey—. Pero no nos mees las botas. He visto lo que hace el sudor de tus pies a tus calcetines. No quiero ni pensar lo que hará el ácido de tus orines.
—Que te den por el culo —soltó Sapkowski, alejándose en dirección al río.
—¡Eh, Sapkowski! —llamó Dempsey—. ¡No te la machaques mucho rato, la fiesta puede empezar en cualquier momento!
Sapkowski no dijo nada. Siguió andando mientras se desabrochaba los botones del pantalón, dejando que la conversación de sus compañeros se apagara a medida que se alejaba. Helm quería saber si tardarían mucho todavía. Helm, en opinión de Sapkowski, era un poco gilipollas. Casi todos lo eran.
Se acercó al borde del río y empezó a orinar.
Las bengalas seguían iluminando el puente. Sapkowski miró hacia arriba, con los ojos entrecerrados por la lluvia, y contempló el aura difusa de las luces titilando en mitad de la noche. Pensó en las luces de Navidad, y se preguntó brevemente qué pasaría con el mundo para entonces. Aún faltaban seis meses, pero todo aquel asunto olía tan mal como uno de los cadáveres que dejaban pudriéndose al sol en el desierto.
Entonces miró abajo. Una de las bengalas caía ya sobre el agua, y por unos segundos, iluminado por el aura de luz, le pareció ver algo sobresalir de la superficie. Algo oscuro, alargado y retorcido como la raíz de un árbol centenario. Desapareció rápidamente, pero la visión había sido inequívoca.
Sapkowski guardó su pene en los pantalones, sin atreverse a pestañear siquiera. Mantenía los ojos fijos en el agua, vigilando la superficie. De repente, una inquietud creciente se había instalado en la base de su estómago, pero antes quería asegurarse. Lo que había visto podía ser cualquier cosa. El río recorría zonas industriales y la gente vertía todo tipo de desechos en el agua. Además, un poco más al norte había una zona afectada por los maremotos que habían sacudido medio mundo. Parte de toda aquella agua podía haberse visto arrastrada a la zona, y el torrente de agua podía haber traído restos de casas, coches…, y árboles caídos.
Ha sido una raíz. Una raíz a la deriva. Sólo eso.
Cuando el resquemor empezaba a remitir y casi se había convencido de que sólo había visto los restos de algún tronco, unas burbujas emergieron con un sonido cantarín a poca distancia de donde él estaba. Sapkowski dio un respingo.
No. Son esas cosas. Vienen por el río, no por las calles de la puta ciudad. Es su medio. Vienen del mar, y llegan por el agua.
Sapkowski descolgó el fusil del hombro.
—Eh… —dijo Dempsey lentamente—. Fijaos. ¿Qué hace Sapkowski?
Helm estaba encogido junto al tronco del árbol, con la cabeza enterrada entre los hombros. El agua estaba helada y comenzaba a empaparle la ropa. Las gotas caían en cascada desde el borde de su casco, calado hasta donde daba de sí.
Se giró y echó un vistazo.
Sapkowski estaba de espaldas a ellos, apuntando al río con su fusil y las piernas ligeramente separadas. Dempsey soltó una risita.