Marianne vio lo que habían preparado mientras descendía por una colina, y no pudo evitar sorprenderse.
El destino resultó ser un improvisado campamento militar que estaban levantando a toda prisa en una gran explanada, a la izquierda de la autovía. La visión era abrumadora. Excavadoras de todo tipo trabajaban sin descanso allanando más terreno, y un equipo de voluntarios, personal de la Cruz Roja y otros organismos de ayuda humanitaria levantaban tiendas de campaña de todos los tamaños, formas y colores para acoger a los desplazados. Marianne no era muy buena haciendo estimaciones, pero calculaba que debía haber miles de tiendas conformando una matriz casi perfecta.
Los que iban llegando eran conducidos en círculo alrededor del campamento, donde esperaban a ser asignados a una de las tiendas. Había camiones del ejército que traían soldados, cargaban personas y volvían a alejarse rumbo al norte. Otros vehículos, desde camionetas sencillas a tráilers de gran envergadura, traían alimentos, agua y hasta mantas, que eran repartidas entre los que lo necesitaban.
En el punto más septentrional, esperaban varios helicópteros de transporte de tropas. Coches militares y motos iban y venían por las avenidas más espaciosas, por entre las tiendas.
Marianne obedeció todas las indicaciones de los soldados, pero el proceso era lento y las esperas eternas. Hasta las dos de la mañana no fue asignada a una de las zonas de espera. Allí le proporcionaron una manta, una botella con un litro de agua y una hogaza de pan, y agradeció esas cosas como si fueran ofrendas para un mandatario. Dio cuenta de casi todo mientras esperaba sentada en el suelo; el pan estaba algo duro y sabía demasiado a harina, pero tenía mucha hambre y le pareció delicioso. Después miró alrededor; aunque no había mucho espacio, la mayoría de los desplazados se arrebujaban en sus mantas y trataban de dormir un poco.
Le pareció buena idea, aunque le iba a ser imposible dormirse; estaba demasiado nerviosa y preocupada. Pero descansaría el cuerpo, al menos. Algo le decía que necesitaría toda la energía que pudiera reunir para los próximos días. Así que se abrigó con la manta y se recostó, pensando que la noche sería un duermevela agotador. Pero mucho antes de que se hubiese acomodado, encogida como un bebé en el seno de su madre, se quedó dormida, y no supo nada más hasta que el cielo empezó a clarear por el este.
La despertó una voz, que emergía de entre los cienos de su inconsciente.
—Perdona…
Algo la zarandeaba.
—¡Perdona!
Se incorporó, sobresaltada. Tardó unos segundos en ser consciente de dónde estaba. No en su apartamento, desde luego, ni en el
Vizconde.
Estaba todavía allí, en mitad de una explanada. El polvo que levantaban las excavadores pendía del aire y se agitaba como si fuera un ente vivo, perezoso bajo los primeros rayos del sol. Ese descubrimiento la abrumó.
—Perdona… —insistió la voz—. Nos desplazan.
Marianne giró la cabeza. Era verdad. La gente comenzaba a marchar, moviéndose en columna. Unos hombres vestidos con uniformes de la Policía Nacional les marcaban el camino. Asintió, intentando componer una sonrisa, pero agachó la cabeza rápidamente. Tenía el pelo revuelto sobre la cara y sabía demasiado bien que sus ojos tendían a hincharse por la mañana. Estaba helada, además; aunque las noches eran cálidas en la Costa del Sol, en las horas previas al amanecer, como en todas partes, la temperatura decaía notablemente.
Se incorporó. El muchacho que la había avisado estaba ya alejándose, y después de desentumecer el cuerpo y beber un poco de agua, se fue tras él. Se dijo que, una vez la ubicaran, recorrería cada tienda y cada travesía hasta que encontrara a Thad y a Jorge. Al fin y al cabo, debían estar por allí, en alguna parte.
Mientras descendía la pendiente hasta el campamento, se fijó en su extensión. La noches eran claras esos días, pero de todas formas, la oscuridad había hecho difícil apreciar su enormidad. Sin embargo, ahora que la luz del sol le permitía ver con claridad, se quedó vivamente impresionada; resultaba sorprendente que hubieran montado algo así en tan poco tiempo. ¿Cuánto podían llevar preparando aquello? No mucho, le parecía; el mundo había enloquecido apenas uno o dos días antes.
Mientras se aproximaba, le dio la sensación de que el campamento había crecido bastante desde la noche, de todas formas. Las excavadoras y los voluntarios no habían parado en las horas nocturnas, y muchos refugiados colaboraban intensamente en acondicionar nuevos habitáculos. Hacia el oeste, los trabajos de preparación del terreno continuaban, incansables. Las excavadoras aplanaban las suaves pendientes y la tierra se utilizaba para rellenar los huecos, y unas apisonadoras de gran tamaño daban consistencia al suelo.
Tenía que ser así; aún acudía gente desde casi todos los puntos cardinales, a través de las colinas. Unos llegaban cargados de equipaje, y otros tiraban de otras personas, incapacitadas para caminar por sí solas por diversos motivos. Siempre había alguien que salía al encuentro de estos últimos.
Por fin, los llevaron a través de las tiendas en lo que resultó ser una travesía que se hizo interminable. Estar allí dentro era aún más sobrecogedor. La temperatura subía varios grados y el ambiente era como el de uno de los mercadillos de Tetuán en sus horas más bulliciosas. Marianne se sentía abrumada: era como una ciudad que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. La gente iba y venía con bollos y vasos de café, y conversaban en grupos más o menos numerosos. Unos lloraban, otros hacían grandes aspavientos, otros dormitaban en posición fetal como si no quisieran volver a despertar y otros se entregaban a tareas de todo tipo. Vio dramas: gente que había perdido a familiares, gente que había perdido sus casas y gente que se había aislado mentalmente, incapaz de enfrentarse a lo que estaba pasando. En algún momento, un helicóptero pasó volando por encima de su cabeza, levantando un tornado de polvo.
Y también había soldados. Soldados armados ubicados estratégicamente para asegurar que todo transcurría dentro de la normalidad.
Después de unos quince minutos, llegaron a la tienda que acababan de montar para ellos. Era espaciosa, con cabida para unas treinta personas.
—No puede reservarse tanto sitio, señor —estaba diciendo un soldado—. Hay mucha gente que necesita este espacio.
—¡De qué está hablando! —contestó el hombre—. ¡Mire, apenas tengo dos putos metros cuadrados para mis cosas! ¿Dónde las voy a poner?
El soldado elevó la voz para que todos pudieran oírle.
—¡A ver, por favor! Dejen sus posesiones fuera de la tienda, ¿de acuerdo? Sólo lo imprescindible. ¡Ropa, alimentos y medicinas, si traen alguna!
—¿Y si nos las roban? —preguntó una señora que lo miraba como si estuviera loco.
—¿Y si llueve? —preguntó otro hombre.
—¡Sólo lo imprescindible, por favor! —replicó el soldado—. ¡Tienen que dejar espacio para que otras personas puedan refugiarse!
—¡Me niego a que me traten como a ganado!
—¡Usted no sabe quién soy yo!
Marianne se retiraba a una esquina dando pequeños pasos a medida que las protestas se enardecían. Esas situaciones la violentaban mucho. Uno de los hombres estaba soltando todo el estrés acumulado chillando tanto como le era posible; las venas del cuello sobresalían como vigas de acero en una nave industrial. Llevaba ropa de fiesta, ropa cara por añadidura, y el pelo cuidadosamente engominado formando un divertido bucle que apuntaba hacia el techo. Marianne podía imaginarlo en la cercana Marbella conduciendo un deportivo, y podía imaginarlo interrumpiendo su fantástica noche de desparrame estival por los lugares de moda porque, qué joder, el mundo se acababa, y el mundo no puede acabarse de repente porque no-sabes-quién-soy-yo. Tuvo un acceso de risa.
De repente se dio cuenta de que alguien, a su lado, la estaba mirando con una expresión de sorpresa. Carraspeó un poco y se recompuso.
—¿Qué te parece tan divertido? —increpó el hombre.
Marianne se ruborizó.
—Lo siento —se disculpó—. Estaba pensando en otra cosa.
—Nada de esto es divertido.
—No, no lo es —admitió Marianne, y después de pensarlo un poco más, añadió—: Lo siento.
El hombre no dijo nada más, pero mantuvo su expresión ceñuda.
Marianne aún se sentía divertida, lo que de alguna forma provocaba su propio disgusto y cierta incomodidad. Se daba cuenta de que la situación no era jocosa, pero le molestaba que la gente no aceptara que aquélla fuese su propia forma de aliviar la tensión. Se retiró definitivamente a una esquina de la tienda; no quería que nadie más le llamara la atención por estar afrontando las cosas a su propia manera.
Un chico joven que estaba también retirado organizando su propia mochila le dedicó una breve mirada.
—¿Tú también piensas que estoy chiflada? —preguntó ella, ahora un poco más seria.
—No —dijo él.
—Perfecto —replicó ella.
Se dejó caer en el suelo.
El joven dudó unos instantes.
—En… En realidad pienso que ese tío es un gilipollas —añadió.
Marianne le dedicó una breve mirada.
—¿Ah, sí?
—Sí. Cada uno se toma esto como quiere. No todos estamos cagados de miedo.
La química asintió despacio.
—En realidad, yo estoy cagada de miedo —dijo.
El chico la miró unos instantes, se encogió de hombros y siguió con su mochila. Mientras Marianne lo miraba, pensó que aquel muchacho no actuaría de manera diferente si estuviera preparando sus bártulos para pasar un fin de semana en casa de un colega. Admiró por unos segundos su tranquilidad.
—¿Tú no tienes miedo?
—No.
La química miró brevemente alrededor.
—¿Estás solo?
—Sí —dijo.
—Yo también. Bueno, al menos por el momento. Iba con dos colegas, pero… los he perdido.
—Lo siento.
Ella asintió despacio.
—Me llamo Marianne, por cierto. Es agradable tener a alguien con quien hablar, otra vez, que no esté un poco desquiciado.
—Yo me llamo Koldo.
—¡Koldo! —exclamó ella—. Es un nombre vasco.
—Sí. Mis padres eran vascos.
—Oh. Los has… —dudó un instante—. ¿Los has perdido recientemente o…?
—No. Murieron hace tiempo.
—Bueno. Lo siento, de todas formas —dijo, incómoda.
—Fue hace mucho tiempo. No pasa nada.
Marianne asintió otra vez. Se quedó callada unos instantes, esperando algún intento de reanudar la conversación por parte de aquel chico, pero no se produjo. No es que a ella le gustara mucho la conversación trivial, excepto quizá con Thadeus, pero sentía que necesitaba conectar otra vez con el mundo. Poner los pies en el suelo.
Pero no parecía que la conversación fluyera hacia ninguna parte, así que se concentró en el grupo que tenía delante.
El soldado se había marchado, pero la gente seguía discutiendo entre sí. Una parte, al menos, porque un segundo grupo comentaba lo que habían aprendido del campamento. Por lo que decían, los extranjeros y los españoles que estaban en Málaga de vacaciones tenían la opción de ser transportados en camiones a provincias del interior. Al parecer, éstos tenían prioridad sobre los propios malagueños. La mayoría se quejaba de que aún no estaban bastante lejos; querían salir de allí lo más rápidamente posible, alejarse de la costa, y les parecía una injusticia que se les pusiera en segundo lugar sólo por ser de Málaga. Para cuando la conversación llegó a ese punto, sin embargo, Marianne ya no prestaba atención. Pensaba en los camiones, y que tanto Jorge como Thadeus eran del norte. Por un segundo tuvo miedo de que sus compañeros hubieran cogido uno de esos transportes, pero la sensación desapareció pronto. No la dejarían allí tirada; no se irían sin ella.
¿O sí?
Pensaba en eso cuando, de repente, empezó a escuchar un sonido metálico, como arrastrado. En un primer momento le pareció que se trataba del ronroneo quejumbroso de un motor a punto de fallar, aunque después le recordó más bien al lento arrastrar de un metal por una superficie.
Como una espada. Una espada gigante sobre un suelo rocoso.
La gente empezó a callarse; el volumen de las conversaciones descendió de repente.
—¿Qué es eso? —dijo alguien.
—Viene de…
Pero nadie parecía poder identificar su procedencia. Desorientados, unos se giraban a un lado mientras otros lo hacían al lado contrario. Un murmullo apagado empezó a extenderse por la tienda. Mientras eso ocurría, el chico joven se deslizó al lado de Marianne a paso apresurado, dándole un codazo al pasar. La química dio un respingo.
—¡Sí, viene de fuera! —exclamó alguien al verle salir, y unos instantes después, estaban todos en el exterior.
Allí, la gente estaba igual de confundida. El sonido se escuchaba con la misma intensidad dentro que fuera. Los refugiados salían de sus tiendas, miraban en todas direcciones y avanzaban hacia un punto cualquiera intentando detectar la procedencia, pero luego cambiaban de dirección, completamente despistados.
Marianne cerró los ojos y giró la cabeza lentamente. Descubrió que el sonido parecía flotar en el aire: no encontraba ninguna direccionalidad en él, y eso le pareció extraño. Significaba que la fuente del sonido no estaba en un lugar cercano, que abarcaba una gran extensión, como si hubieran colocado bailes en cada una de las colinas circundantes y el sonido rebotara por todas partes, como en un concierto. Además, descubrió que si se quedaba completamente inmóvil y contenía la respiración, era capaz de sentir una ligerísima vibración en el pecho.
Como en un concierto, sí
, pensó.
Quizá sea maquinaria militar. Podrían ser tanques que se acercan. Una columna de tanques que viene por detrás de esas colinas.
Cerca del cruce más cercano, dos soldados pasaron corriendo. La gente hablaba cada vez más animadamente. Marianne empezó a pensar que estaba en lo cierto con su teoría. Eran tanques, un batallón de vehículos de combate acercándose. Pero en ese momento giró la cabeza y descubrió a Koldo a su lado. Estaba mirando el cielo, con una sonrisa en el rostro.
—Ten cuidado —dijo Marianne, ahora algo más animada—. Si te ven sonreír, te van a echar a los perros.
Koldo la miró, pestañeando. Sus ojos brillaban con una chispa especial.
—No lo entiendes —dijo de repente. Volvió a mirar hacia el cielo y entonces, suavemente, añadió—: Es el Zumbido. Son ellos. ¡Son ellos!