La hora del mar (32 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

BOOK: La hora del mar
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—De acuerdo —dijo la ministra después de unos segundos—. Estamos allí en un minuto.

Colgó el teléfono. El general ya se estaba levantando: un corpachón de anchas espaldas con una chaqueta de oficial impecable. Su afeitado era perfecto; llevaba la gorra, hecha a medida, calada hasta ensombrecerle los ojos.

—Nos requieren en la Sala de Guerra —dijo ella—. Las tropas han llegado y están dispuestas en los Puntos de Reunión. Es la hora H del día D.

El general Abras asintió.

El camión, que circulaba a demasiada velocidad, traqueteaba con cada bache. La suspensión protestaba, y los soldados apostados en los banquillos, dispuestos a cada lado, sujetaban sus cascos con la mano a medida que se zarandeaban.

El sargento Josh Cothran del ejército de los Estados Unidos de América estaba de pie en el centro, aferrado a las barras de sujeción.

—¡Vale, escuchadme todos! ¡Vamos a repasarlo por última vez! Vamos a hacerlo de manual, ¿de acuerdo? El enemigo es numeroso y es imprevisible. Está apoyado por armas desconocidas de larga distancia desde la línea de la costa, así que no nos acercamos a la costa, ¿vale? Vamos a llegar y mantener la posición, es todo lo que haremos. Nuestro objetivo es no dejarles pasar. Mantendremos el puente limpio de esas cosas, y dejaremos que los chicos del Aire se ocupen de ellos cuando estén listos.

—En casa del herrero, va tu madre y me la chupa —susurró uno de los soldados a su compañero. Éste se esforzó por contener una carcajada.

—¡Sapkowski! —bramó el sargento—. ¡Presta atención, cojones! Me cago en la puta… ¡Esto es una situación de combate real! Muchos de vosotros no tenéis ni idea de lo que eso significa, y he oído algunos de los rumores que andan circulando por la compañía. ¡Pues olvidaos de eso! No se trata de simples cangrejos con pinzas, y si estáis pensando que vamos a llegar allí y vamos a aplastarlos como cucarachas en el suelo de la cocina, ¡ya podéis cambiar de idea, por Dios os lo juro!

—¡Vamos a patearles sus culos de pescado! —gritó uno de los soldados.

—No me gusta el pescado —dijo Sapkowski.

El sargento se acercó al soldado, avanzando como un tren de mercancías. Se inclinó para poner la cara a su altura, de forma que sus narices se quedaron a pocos centímetros.

—¡Sigue pensando así y te diré qué pasará, coño! ¡Se te echarán encima tan rápido que no te dará tiempo a municionar siquiera!

El soldado se apartó un poco. El aliento del sargento olía a tabaco: a puro barato de un dólar.

Cothran se incorporó.

—¡Escuchadme todos! ¡No hay que subestimar a esos hijos de puta! Parecen lentos, pero no lo son. Joder! Les dije que teníais que ver esas imágenes, pero por lo visto no hay tiempo para hacer las cosas como Dios manda. ¡Coño! Pues bien, ¡yo sí las he visto! Y creedme si os digo que, cuando se lo proponen, parece que saquen patines de debajo de esa mierda de patillas que tienen y se deslizan como una puta animadora en una pista de hielo.

Los soldados lanzaron una carcajada, y eso pareció enfurecer al sargento más todavía.

—¡Muy bien, cabrones! Os veo muy seguros con vuestros fusiles de superioridad táctica y vuestras granadas, y todo ese equipo tan caro que os adorna. Parecéis arbolitos de Navidad de los cojones con todo ese equipo colgando, y eso os pone cachondos. Sois el puto ejército de Estados Unidos, ¿verdad?, los jodidos marines. ¡El caviar de la guerra moderna!

Los soldados aullaron, levantando puños cerrados. Josh Cothran asintió, mirando alrededor.

—No tenéis ni puta idea de a lo que nos enfrentamos. ¡Id cambiando el chip, cabrones! Esto no son árabes sucios equipados con esas mierdas rusas, ni civiles desnutridos a los que podéis vacilarles de tener la polla más gorda. Concentraos. Joder, concentraos! Cuando empiece el baile os daréis cuenta de vuestro error. Me miraréis con lágrimas en vuestros ojos de mariconazos y yo me cagaré en ellas, porque he intentado avisaros. Y entonces nos vamos a divertir… ¡Voy a estar riéndome hasta que vea vuestras cabezas huecas de gilipollas rodando por el suelo!

Las sonrisas se congelaron en los rostros de los soldados. Algunos miraron al suelo. Solo Sapkowski permaneció erguido, mirándole desafiante.

—Bien, si ahora estáis más dispuestos a tomarme en serio, ¡escuchad! Esos caparazones son duros de roer. Están hechos de no sé qué quitina especial revestida del mismo material con el que las arañas hacen sus redes. Son como cables de acero y las balas no las atraviesan. ¡No disparéis al caparazón! ¿Vale? —hizo una pausa—. ¡Gramps!
[1]
¿te has enterado?

—¡Sí, señor! —exclamó Gramps.

—¡Dempsey!, ¿todo claro? —bramó el sargento.

—Sí, señor…

Miró a Sapkowski.

—¿Te ha entrado en tu maldita mollera, Sapkowski?

—Claro como el agua, señor —respondió éste.

Josh Cothran les dedicó una breve mirada. Intentaba sonar tranquilo y seguro de sí mismo, pero por dentro, sentía una infinita conmiseración por aquellos hombres. En circunstancias normales, el extremo optimismo de sus muchachos habría sido un factor positivo muy elogiable. Parte de su discurso como oficial, incluyendo las alegorías divertidas y las bravuconadas, estaba diseñado para causar ese efecto en su escuadrilla; los mantenía unidos por un sentimiento de camaradería que les haría funcionar mejor como equipo, y hacía que la moral siguiera alta. Sin embargo, la mitad de aquellos muchachos no tenían ninguna experiencia en combate. Unos pocos (Sapkowski y Gramps, sobre todo) habían estado en Afganistán y contaban en su historial con intervenciones en otros conflictos similares, pero incluso allí habían dedicado más tiempo a subir vídeos estúpidos a YouTube que a intervenir en zonas de guerra. Los demás, muchachos entre los veintidós y los veinticinco años acostumbrados a una América demasiado arraigada en la cultura del bienestar y el ocio asistido por ordenador, pensaban que iban a enfrentarse a un montón de criaturas estúpidas, que les harían pagar el hundimiento de todos aquellos barcos y que recuperarían las costas. Que se convertirían en héroes y, para cuando el sol volviera a iluminar el horizonte, todos los informativos desde Bellingham hasta Jacksonville darían la noticia de que sus marines habían ganado la guerra. Además, el sentimiento patriótico formaba parte de su cultura, y esta vez el enemigo estaba en casa. Amenazaba todo lo que eran, su tierra, su país, y estaban ansiosos de venganza.

Cothran sabía demasiado bien que aquella operación no tendría una resolución rápida y no sería fácil. Y sabía también que, en ocasiones, estar demasiado pagado de sí mismo podía ser altamente contraproducente.

—Esas cosas —continuó diciendo entonces, ahora más despacio— tienen puntos débiles. Uno de ellos es la cabeza. Está ubicada en la parte superior del torso, integrada con él. La reconoceréis porque ahí tienen sus putos ojos, que brillan como carbones encendidos. ¿Vale?

—Sí, señor —respondieron varios al unísono.

Sapkowski introdujo un pastilla de chicle en su boca y empezó a masticarla con fruición.

—Esos bichos no son tontos. Cuando empecéis a dispararles allí, se protegerán con sus pinzas. Entonces apuntáis a las patas. Las patas también son vulnerables.

—Eh… Señor… —dijo Sapkowski, levantando una mano como si fuera un colegial en una clase de primaria.

—¿Qué te pica, Sapkowski? —preguntó el sargento.

—¿Por qué no disparamos a las patas en primer lugar?

Algunos de los otros soldados rieron.

—Muy agudo, Sapkowski. Es porque las patas no son tan vulnerables como la cabeza —se volvió a los demás—. ¿Entendéis? Primero a la cabeza —hizo un gesto, señalándose el punto entre los ojos con un dedo—. Y después bajáis rápidamente a las patas. Eso detendrá su avance.

—¡Sí, señor!

—Una cosa más —continuó Cothran—. Los chicos de los Barrett
[2]
estarán ahí dando cobertura desde cierta distancia. Tienen puntos de mira láser, pero no es para ellos, no les hace falta una mierda. Es para vosotros, para indicar un objetivo localizado. Se espera que sus armas de gran calibre puedan reventar a esos monstruos con un disparo, así que si veis los bonitos objetivos centelleando sobre vuestro objetivo, cambiadlo. Son para eso. ¿De acuerdo?

—¿Y qué hay de las granadas, señor? —preguntó alguien.

—Las granadas son efectivas, pero el enemigo es demasiado numeroso. ¡Meteos esto en vuestra dura cabezota! Podéis usarlas cuando estéis seguros de que os lleváis a varios por delante, como último recurso, si se acercan demasiado. Optimizarlas… serán vuestra mejor baza llegado el momento.

Se quedaron callados.

—Porque se acercarán, os lo juro —soltó el sargento.

El camión dio un giro brusco y los soldados se agolparon unos contra otros; los cascos resonaron al entrechocar. Cothran lanzó su mano hacia delante en el último momento y consiguió evitar caer de culo. Se incorporó y asomó la cabeza brevemente por la pequeña ventana que conducía a la cabina del piloto.

—¡Escuadrilla, hemos llegado! —anunció—. ¡Reúnanse con su sección en el Punto de Encuentro! Ya sabéis quién será vuestro sargento en el pelotón… ¡Yo mismo! Así que quiero ver lo bien que habéis estado escuchando mientras Sapkowski soltaba sus chorradas. ¡Ahora, abajo!

Los soldados, distribuidos en dos hileras de cinco hombres, soltaron un efusivo grito de guerra y se pusieron en pie. La mitad de ellos llevaba carabinas M4 estándar, y la otra mitad ametralladoras ligeras que se usaban, generalmente, para proporcionar fuego represivo. El costoso equipo sonaba como unas maracas a medida que se movían y saltaban desde el camión hasta el suelo.

Era de noche, y en el cielo brillaban algunas bengalas de color rojo que descendían perezosamente, titilantes. Su luz arrancaba a las aguas del río unos ominosos centelleos, y en el aire flotaba una bruma espesa y amarillenta. El lugar era una avenida ancha que discurría junto al Mystic River. Éste era, básicamente, una unión de aguas que tocaba unas setenta y seis millas cuadradas. Con más de medio millón de habitantes a su alrededor, el río serpenteaba alcanzando con sus orillas y costas unas veinticuatro comunidades, desde el puerto de Boston a Woburn. El puente que debían proteger se extendía en línea recta hacia el sureste.

Verdaderamente, pensó Cothran, era una zona de mierda para luchar contra criaturas acuáticas.

Había otros camiones aparcados, y de ellos descendía el resto del pelotón. Otros estaban llegando en esos momentos. Algunos de los sargentos de personal estaban ya reunidos con el segundo teniente, que consultaba el ordenador portátil de uno de sus hombres.

—¡Vamos, vamos! —exclamaba Cothran.

La impedimenta, de unos treinta y cinco kilos, les hacía caer en el suelo asfaltado con un sonoro golpe, pero se incorporaban rápidamente y empezaban a correr hacia sus puestos, tal y como se les había indicado en el
briefing.

Cothran vio el primer problema nada más descender del camión.

—Por todos los… —se interrumpió.

Había civiles, civiles por todos lados. Corrían confusamente entre los soldados dirigiéndose hacia el oeste, alejándose del puente que debían proteger. Los civiles complicaban mucho las cosas; nadie le había dicho nada sobre eso. De hecho, se suponía que la zona había sido desalojada bastantes horas antes. ¿De dónde salía toda esa gente? Por lo que había entendido, el enemigo había tomado la ciudad después de bombardearla masivamente con trozos de roca extraídos del fondo del mar, según le informaron.

Frunció el entrecejo. Masculló un par de maldiciones y se puso en marcha, presentándose al teniente del pelotón. Estaban de pie junto al futuro Centro de Operaciones Tácticas, que para entonces era sólo una lona extendida en el suelo. Terminarían de ponerlo en marcha en unos minutos, incluyendo los sistemas de radio y el de seguimiento de tropas por GPS.

—Se presenta el sargento Josh Cothran, señor.

—¡Cothran, ya era hora, maldita sea! —bramó el teniente—. ¡Tenemos trabajo que hacer! ¡Coja a su sección y cruce el puente, tiene que proporcionar cobertura a estos civiles mientras le sea posible!

Cothran se congeló en el sitio.

—¿Señor? Creía que…

—¡Ya lo sé! —soltó el teniente—. ¡Ya sé que no eran ésas sus órdenes, pero mire con qué nos encontramos! ¡Toda esta gente ha estado oculta en sus casas como cucarachas, y ahora no paran de salir de sus agujeros!

—Se han quedado escondidos en sus casas —intervino otro de los sargentos—, hasta que las cosas se han puesto verdaderamente feas.

Cothran asintió. La gente era reacia a abandonar sus hogares, eso lo sabía él y el mismísimo presidente.
Vendrá la Guardia Nacional
, debieron pensar.
Alguien vendrá, seguro
. Pero cuando empezaron a bombardearles con rocas del tamaño de autobuses, tuvieron que asustarse. Tuvieron que asustarse de veras. Podía imaginarlos saliendo de sus casas mientras éstas se derrumbaban y la calle se llenaba de polvo y tierra. Los imaginaba obcecados por conducir sus vehículos por carreteras llenas de cráteres, mientras los proyectiles demolían las fachadas y arrojaban toneladas de escombros sobre ellos, sepultándolos en sus caros ataúdes de metal.

¿Y él? No pensaba tanto en sí mismo como en sus hombres. Estar al otro lado del puente era una historia totalmente diferente. Significaba que aquellos bichos aparecerían prácticamente desde detrás de cualquier esquina, sin mucho terreno que poner por medio. Y que no tendrían el tiempo necesario para contar con una adecuada cobertura de fuego sostenido.

—Cuando las cosas se pongan feas, lance una bengala al aire, Cothran, así sabremos cómo les va. Proporcione cobertura a los civiles todo el tiempo que pueda, ¡y luego mueva su culo hacia aquí!

—Sí, señor… —exclamó el sargento. De repente tenía la boca seca y las piernas parecían pesar varias toneladas—. ¿A qué distancia están, señor?

—Corren más rápido que las ladillas en una casa de putas. Deben estar a cinco kilómetros de aquí. Quizá menos.

—Sí, señor —soltó el sargento. Cinco kilómetros no era mucho, pero era algo más de lo que había esperado.

—¡Pues muévase, Cothran!

—¡Señor, sí señor!

Cothran se puso en marcha dando grandes zancadas. La sección a su cargo se había reunido junto a los camiones PLS, que ya empezaban a maniobrar para retirarse a la retaguardia. Alguno de ellos había desplegado el contenedor con su grúa incorporada y estaba descargando material: cajas de munición, provisiones y sistemas de apoyo entre otras cosas.

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